El acusado, sentado entre dos fornidos guardias de largas barbas, escuchaba con atención, tratando de comprender, la sentencia del juzgado. No podía comprenderla porque él no entendía ninguna de las dos lenguas oficiales que, aquella otrora inimaginable coalición, había establecido en las regiones ahora dominadas por ellos.
El tribunal había considerado una hipocresía permitir las traducciones, ya que la función del tribunal era dictar sentencia y no establecer la culpabilidad del acusado, la cual se consideraba demostrada de hecho, y por otra parte, el acusado no necesitaba conocer la sentencia ya que igual tendría que cumplirla. Es importante anotar que la única posible sentencia del tribunal era la pena de muerte, en realidad su función se limitaba a determinar el método que se debía aplicar.
Las lapidaciones y los fusilamientos eran por mucho, los sistemas con mayor favor popular y por tanto los aplicados con mayor frecuencia.
El acusado fue forzado a ponerse de pie, temblando como un pequeño gorrión, se agitaba dentro de su elegante traje negro. El cuello de la blanca camisa, del que sobresalía una magnifica corbata azul, se encontraba empapado en sudor. Le presentaron un documento del que no comprendía absolutamente nada y lo obligaron a estampar las huellas dactilares de su mano derecha en la parte inferior del papel que ya contaba con cerca de una docena de firmas.
Fue trasladado de inmediato al exterior, donde, tras una alta y reforzada reja, se encontraba una incontenible turba que esperaba ansiosamente la aparición del acusado, el cual, tras ser despojado de toda su vestimenta fue atado, con su elegante corbata azul, de manos y pies mientras un sonriente guardia abría la reja...