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.VI. 4 Pórtico de la Gloria

Tenía otra idea de la peregrinación. Sabía por mi amigo que, antiguamente, muchos la emprendían con espíritu penitencial para satisfacer por sus grandes pecados o para cumplir una penitencia impuesta por fechorías graves. Nuestro caso, se había planteado como un largo paseo silvestre, cruzando campos y veredas para, disfrutando del paisaje y de la gastronomía, llegar a Santiago de Compostela como peregrinos, concheiros o jacobitas, como así se define a quienes lo realizan caminando. Disponíamos de tiempo suficiente para no fijar plazos ni programas y calculábamos en 4 etapas de unos 30 Km., la distancia entre el Monasterio y Santiago de Compostela.

Salimos al tiempo que los monjes al primer rezo de maitines y colocamos casi todas nuestras pertenencias en el coche de mi amigo, que quedó bien cerrado y en lugar visible y discreto, junto al Monasterio. Con botas, ropa ligera, bastón, sombrero para el sol y en la mochila, alguna muda de repuesto y equipaje mínimo, iniciamos la marcha con las primeras luces del alba. Primer objetivo: desayuno en Sarria, población y Municipio importante a menos de 10 km. Hicimos el recorrido apenas sin hablar y caminando uno detrás del otro por la estrechez del camino, pero cómodos y con una agradable sensación del frescor de la arboleda y murmullos del agua del rió, entre cánticos de pájaros y mensajes de otros pobladores del entorno que, intermitentemente, amenizaban el camino.

Alcanzamos Sarria, cuando empezaba a desperezarse con el ruido de los primeros coches y algún transeúnte con prisa, pero estaba todo cerrado. Buscamos el centro urbano para localizar una Farmacia con que poner remedio a las primeras ampollas; reparados y repuestos de energía, reiniciamos la marcha hasta el primer albergue que señalaba nuestro mapa, en PortoMarín, distante unos 20 km. y donde pensábamos pasar la noche.

Era la primera etapa y habíamos caminado unos 30 km. Parecía fácil, pero resultó duro y llegué muy cansado, como mi amigo. Utilizamos el albergue, medio vacío cuando llegamos, pero ya completo al anochecer. La ducha caliente distrae el cansancio y alivia escozores, pero no repara el cuerpo; como hacían los demás, también lavamos y tendimos las ropas usadas del día y salimos del albergue para cenar. El cansancio se basta para una sensación placentera y reparadora en cuanto te sientas en la mesa pero, como que desaparecen las ganas de comer y solo te apetece beber. Los primeros bocados te ayudan a relajarte y también, te devuelven las ganas de conversar y empiezas por un resumen de lo menos penoso del trayecto, para terminar con la lista de preparados de farmacia para el día siguiente. A las dos horas, a gusto y con un par de copitas de algún orujo de la zona, intentas levantarte y casi no puedes con tu cuerpo de lo cansado, dolorido y molestias que sientes por todas partes.

La noche, superada sólo por el cansancio pero imposible para dormir: quejas y conversaciones al oído de unos y otros que, en el conjunto de aquel recinto cerrado, orquestaban una desafinada y desagradable opereta de cuchicheos, ronquidos y aportaciones sonoras de cuerpos y somieres, solo soportables por militares, marineros, familias numerosas o personas acostumbradas a la guerra o a dormir en barracones. No pegué ojo en parte también, a los carteles indicadores sobre sustracciones y descuidos, que leí junto a la puerta de entrada. Al amanecer, voces despertador y todos a preparar la marcha, que emprendimos juntos: ni mezclados ni revueltos y antes de media hora, creando parejas o algún trío y dispersados por diferentes recovecos del camino. Salvo algunas frases de oportunidad con mensajes sin un sentido concreto, gestos amables y miradas de difícil catalogación, sin saber muy bien si era un saludo o se trataba de una inspección en toda regla. Escasos intercambios amigables sobre referencias al origen o motivaciones como viajeros y tampoco gestos de compartir agua, refrigerios o alimentos que se consumen continuamente; los lugares más proclives al diálogo y al intercambio de informaciones, casi siempre esperando turno en los urinarios públicos en los pueblos del recorrido.

Para las 3 etapas siguientes, buscamos alojamiento hostelero con un sobrecoste añadido, pero ampliamente compensado por la privacidad, la posibilidad de una bañera para ti solo, la escasez de ruidos y el confort de las instalaciones. Sin el baño de media hora y las curas y masajes en pies que nos aplicábamos al final de cada etapa, resultaría muy difícil completar el recorrido. Lo peor, al colocar la mochila e iniciar la caminata de madrugada; lo más difícil, los últimos metros al final de la jornada. Me levantaba molido y con tantas agujetas, que hasta me olvidé de las molestias de mi reciente operación. A pesar de las curas y tratamientos, empezábamos a caminar con los pies cubiertos de apósitos y pequeños vendajes y las articulaciones agarrotadas. Iniciábamos la marcha con total sensación de derrota, hasta que el aire fresco de la mañana y los primeros kilómetros, te vuelven a situar en condiciones de un nuevo esfuerzo para seguir el camino. Es curioso que, en cuanto el cuerpo empieza a calentar, todo vuelve a la normalidad: recuperas la fuerza y la voluntad y casi desaparecen los sufrimientos. La penumbra y algunos rayos de sol que asoman por las cumbres, se entremezclan en el pensamiento, sin ganar de hablar ni que te hablen, pendiente del ritmo y la punta de tus zapatos, sin otro objetivo que avanzar y avanzar. Es el mejor momento y la hora para la reflexión interior. Cada mañana, me hacía las mismas preguntas: ¿qué coño pinto yo aquí? ¡a quiñen maté, para este sacrificio! ¿Qué demonios hice para un esfuerzo como este? No me considero capaz de imaginar las preguntas que se pueden hacer los creyentes fervorosos pero, salvo que estén convencidos de ganar la gloria, no estarán demasiado lejos de las mías. A pesar de todo y quizá por vergüenza torera, sigues y sigues hasta el final.

El último kilómetro, los últimos pasos hasta la posada, son como los de los atletas de los últimos puestos en los circuitos de alta competición: llegan porque hay que llegar, pero mejor quedaban desparramados en medio de la pista o tomaban un taxi. Es en ese tramo, donde te abandonan las fuerzas, la voluntad y las defensas que, curiosamente, vuelves a recuperar con el agua del baño. El mismo efecto, se produce el último día, cuando alcanzas la meta y llegas a La Catedral: en el último medio kilómetro y sobre las calles de Santiago, cada pisada al asfalto al principio y cada adoquín del área monumental en los últimos metros, retumbaba en mi interior como eco de un sobreesfuerzo bestial, equiparable al que emplearán los ciclistas para llegar a la meta. Solo la voluntad de llegar hasta el final, me impidió refugiarme en cualquier hospedería y dar por finalizada la expedición. Al cruzar El Pórtico de La Gloria, experimenté un plácida y agradable sensación del deber cumplido, desapareciendo el cansancio, el dolor y hasta olvidé las pestes que dejé por el camino y las contrariedades y sufrimientos acumulados. Asistimos a la misa de peregrinos y aunque no soy religioso ni excesivamente creyente, prometí volver a los 100 años. Espero que Santiago me ayude con el milagro.

Texto agregado el 18-01-2008, y leído por 440 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-01-2008 Sin palabras,amigo.He leído muchos trayectos del Camino,como este,no,desde luego,me encanta.No sé si ya no soy imparcial,pero disfruto cada vez más con los relatos.Estoy viendo este texto desde ayer sin poder pararme a leerlo y sufriendo,vuelvo seguro.Releo. australi-a
 
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