AMOR DE INVIERNO
Cirilo Narváez esta como un elemento mas del paisaje. Cuando sus padres debieron partir, el se quedo.
Ahí sentado sobre un tronco, con cuatro piedras por fogón con la pava tiznada y vieja; mientras las llamas redibujan figuras extrañas, matea y piensa.
Las mira, todas amontonadas a lo lejos, todas juntas como si fueran una sola, comienzan a desperezarse mientras se separan, y caminan cada una por su lado. Algunas caminan despacio tan despacio que parecen estar quietas, mientras otras mas ligeras corren o van con apuro, según a quien pertenezcan. Esta que viene, va ligera pegándose contra el suelo, para luego subir besando las piedras. Es la sombra de una calandria, que ahora se para sobre el horcon, para después volar a posarse sobre el hombro de Cirilo. Cirilo la acaricia, luego le da en su mano un poco de carne fresca. Salta de nuevo al hombro, le picotea la oreja como si le contara un secreto para volar libre y volver en cada amanecer junto al fogón de piedras.
Cirilo no tiene apuros, trabaja camina y piensa. Disfruta en su mundo sin saber lo que le falta o si otra cosa quiere.
Un día junto al rió estando distraído vio caer una piedra, al levantar la vista se vieron. Ella le contó que venia del otro lado de la gran piedra y como ahora estaba acá los suyos la llamaron La Surera. Cirilo le dijo su nombre, caminaron toda la tarde para luego seguirse viendo.
En la casa de Cirilo los dos juntaron pocas cosas y mas de cien años en un momento. Algunas cosas cambiaron y llegaron otras nuevas. Cortinas, un sillón hamaca, azúcar y otro mate. El fogón de las piedras se fue apagando, la lluvia borro lo negro de las piedras, las cenizas se volaron, el tronco quedo solo sin que nadie mirara el correr de las sombras en los amaneceres. El sol se asomaba a escuchar y ver lo que pasaba cada día detrás de la ventana chiquita, de Cirilo y La Surera. Sentado en la cama cebaba dos mates. Hablaban despacito, muy quedo, como para que nadie escuchara sus secretos. Un ronquido monótono y el gato de La Surera tirandose a un costado le acariciaba las piernas.
Una tarde con espanto grito La Surera, justo para distraerlo y poner a la calandria en alerta.
Cuando caía la tarde se acercó Cirilo, acaricio y le dio un beso a La Surera; perdóname, nada podemos enseñarles, ni darles la libertad porque ya la tienen. Se fue caminando para donde muere el sol, mientras ella lo miraba perderse en la oscuridad. El dueño de las sombras se tira en lo profundo, para ocultarse y no verlos.
Al otro día, las sombras no se separan, el sol no se atreve a mirar por la ventana, a ver que pasa ahí dentro... o lo sabe y no quiere verlo. Amaneció nublado y en el interior la mujer se hamaca en el sillón; muy triste, mientras el gato con ojos partidos la mira como preguntando con inocencia.
-¿ Porque esas lagrimas y ese silencio Surera?-
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