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EL ENTIERRO


Al llegar a la brecha que va al panteón Felipe Arriaga, baja la velocidad de su viejo jeep y manipula la palanca del embrague para poner la doble tracción al vehículo y toma la pendiente con más facilidad.

Esa mañana ha despertado especialmente melancólico y nostálgico, recuerda a sus padres que hace años yacen en el viejo cementerio rural. Su padre tiene allí desde que él era un adolescente, apenas lo recuerda. Su madre ha estado menos años por eso el recuerdo es más vivo y doloroso.

A su derecha va su esposa callada como siempre. Como cada año que van a llevarle flores a los deudos de su marido, son tantos los difuntos y tantos los años que ha ido al vetusto cementerio, que ya el paisaje se le hace familiar. Siempre van en octubre cuando el otoño empieza en otras latitudes, pero acá el invierno frío y seco ya se ha declarado. El paisaje es amarillo y verde obscuro, por el zacatonal que parece que nunca reverdece y verde obscuro por la copa de los árboles a los que nunca se les caen del todo las hojas. Son cedros, pinos y oyameles. Toda es vegetación de tierras altas y frías. Están tan alto que parece que llegan a las nubes y es tan frío que es como el polo norte. No es real ni lo uno, ni lo otro. Pero así lo sienten ellos.

Al lado de Felipe Arriaga su esposa Consuelo rompe el silencio.

- Ya vamos llegando, el sol empieza a calentar, ojalá esté el panteonero para que nos ayude a medio limpiar la Capilla, ya debe estar muy sucia, hace tiempo que no venimos. ¿Cuántos años que murió tu mami?, ya Felipe no lo recuerda.

Felipe interrumpe sus pensamiento si es que llevaba alguno, parece ser que cuando su vieja cumple años de muerta se le borra todo y su antiguo cerebro no funciona. Tiene una sensación de calma. Se adecua al paisaje y al cuento y contesta como saliendo de un sueño.

- Ya va para cinco años- Su voz suena cansada, quiere ser neutral. - ¿Te acuerdas que primero murió mamá, y al poco tiempo mi hermana Chole?, todos se han muerto por estas fechas, mi papá un cinco de octubre, mamá el día trece y Chole a los ocho días justos el día veintitrés.

La pregunta le ha soltado la lengua y siguen sus recuerdos.

- Mamá le sobrevivió más de veinte años a papá, después murió el esposo de Chole, después le siguió mamá y al final la Chole: Todos tenemos que morir tarde o temprano.

- Ayer cuando fui al funeral de la esposa del Presidente Municipal, me acordé lo rápido que pasa todo. Estaba todo el mundo en el sepelio, realmente sólo fui por cumplir y porque Don Eusebio siempre ha sido muy atento conmigo. Me saluda muy bien cuando me encuentra en las juntas de la Cámara de Comercio.

Ya ves –continúa Felipe con su tema predilecto de enfermos y funerales- esa gente tiene tanto dinero que de que le ha valido. ¿Quién le iba decir a esa pobre señora, que se iba a morir en forma tan absurda?, un grupo de ladrones entran a su casa con la intención de robarla, al darse cuenta que no hay dinero se la llevan secuestrada y cuando la policía va a rescatarla, una bala perdida le pega en el pecho y la mata. Era su día de mala suerte.

- Sin embargo en el sepelio, todo mundo estaba como si nada, contando chistes. La gente sólo había por el puro interés de quedar bien con Don Eusebio, lo que hace el dinero ¿Verdad?.

Doña Consuelo que ya para esas alturas se ha arrepentido de haber iniciado la conversación razona:

- Bueno así son esas cosas, a unos les afecta a otros no. Es lógico que entre más cerca estés del muertito más te duela, en cambio si no es nada tuyo pues no te afecta. A Felipe le molesta la falta de sentimientos de su esposa y le aclara la idea.

- No, lo que yo quiero decir es que a los ricos no les afecta nada y que hay gente que va a los funerales y sepelios sólo para ver que sacan de provecho, no porque les afecte el dolor de los otros. Si uno va a un sepelio es para estar un rato con la gente que está triste, porque se le murió alguien. Va uno a hacerse presente con el dolor del otro, no se va por interés ni por compromiso.

A Doña Consuelo ya le molesta el tema, hablar de la muerte y de los difuntos es algo que no soporta, siente que Felipe le está diciendo que él va a todas esas cosas porque es bueno y consuela a la gente y eso no es cierto.

- No me digas que tú no fuiste anoche por puro compromiso, porque ni siquiera conocías a la señora que se murió. Además siempre has dicho que Don Eusebio es muy ratero y que sólo le interesa tener más y más dinero. Lo que pasa es que te gusta andar en cosas tristes.

A Felipe le molesta que su esposa no comprenda que él se conduele de la gente que le pasa algo, por eso no da su brazo a torcer.

- Estoy de acuerdo en que a veces va uno por cumplir, pero a lo que me refiero es que hay personas que solo se acercan por interés. Es que no me entiendes.

Consuelo permanece callada, dando por terminada la conversación, hablar de muerte y cosas tristes no le gusta. Ella sabe que Felipe es un místico no debió haber hablado. Dirige su vista al frente y ve el panteón. En el centro del cementerio sólo hay una capilla forrada de mármol blanco, parece un pequeño templo para el servicio porque sobresale de todas las demás tumbas. Sólo es un mausoleo que Felipe mandó a construir para que la familia estuviera toda junta. Parte de su capital está invertido en esa obra mortuoria.

Felipe se da cuenta de que Consuelo no quiere seguir con el tema, por eso le da un giro neutral y en tono intelectual dice como hablando solo: El otro día, estaba en la peluquería y leí un artículo que era bien interesante; Consuelo voltea a verlo con la esperanza de que cambie de tema, en el fondo sabe que no será así. Escucha esperando la oportunidad de darle otro giro a la conversación.

- Decía que los mexicanos nos preocupamos mucho por la muerte. Parece que se debe a nuestra doble herencia. Por un lado los aztecas no les importaba morirse porque su sangre iba alimentar –por lo menos eso creían- al Dios Huitzilopochtli, o sea al Sol. El que permite que todo viva. Del lado español nos enseñaron que cuando morimos vamos al cielo o al infierno, según nos portemos. En ambas ideas el tránsito por la vida es temporal, a mi por eso no me importa morirme, a lo que le tengo miedo es a quedar inválido en una silla de ruedas.

Consuelo que ya se siente angustiada y temerosa porque los panteones y los hospitales nunca le han gustado, dice:

- Creo que ya casi estamos llegando, se nota que hace un poco de sol pero parece que va a hacer frío, es mejor que cuando te bajes te pongas la chamarra, no sea que te vaya a dar gripe. Ya ves el año pasado que veniste, cuando regresamos a la casa ya traías un gripón tremendo. Felipe que apenas ha escuchado señala una vereda que cruza entre el pinar al tiempo que recuerda: - Por aquí fue donde me encontré al diablo, una noche cuando venía a caballo. La otra noche es una porque fue hace casi cuarenta años, me acuerdo como si fuera ayer.

Ese día venía de ver a una novia, creo que era la hija de Don Teodorino. Había estando lloviendo tarde y nos estuvimos echando novio allá en su rancho, atajándonos del agua, en los establos. Me la recuerdo contra la poza donde revolvían la pasta para las vacas, debimos estar cachondeando como una hora, no cuenta cuando la noche se nos vino encima. El camino corto para llegar al Rancho de papá era pasando el panteón. La mera verdad es que de día no me importaba pasar frente al panteón. Siempre tomaba la veredita que acabo de pasar, a caballo no hacía falta más "El azabache” ya se sabía de memoria el caminito. No bien había llegado cerca del panteón, cuando el caballo se empezó a negar, por algo dicen que los animales presienten. No debí haberlo obligado a cruzar el panteón, ya me lo había advertido la Lupe, que de noche espantan las ánimas, porque no les gustaba que interrumpieran su sueño.

Traté de ir pasando casi a trote y no puse al caballo a galope para que las ánimas no fueran a pensar que soy miedoso. De cobarde no me gusta que me tachen los muertos. Al principio cuando sentí que alguien se sintió en ancas del caballo, pensé que era mi imaginación, cuando sentí que el azabache se encabritaba y se agarra a galope pues si me asusté.

Volteé para ver quien se había montado para botarlo de un madrazo. Y no había nadie, pero en eso por el centro del panteón clarito vi a mi viejo que todavía vivía, que me señalaba el terreno donde ahora está su capilla y me dijo:

- Felipe, no se te olvide que cuando me muera, quiero que aquí me entierres y construyas una capilla pa’ la Virgen de San Juan de los Lagos.

La imagen me gritaba que era la de mi papá que estaba vivo, no hablaba como los vivos, o sea yo le oía, pero como si sólo a mí me hablara directo, como por el hilo de teléfono, de cerebro a cerebro. Iba todo vestido de traje de charro blanco y mi pa’ no tenía un traje de ese color.

Estaba obscuro y había neblina por la lluvia que estaba cayendo, el suelo estaba aún encharcado. La noche era fría, por el gabán no me podía mover tenía que controlar la carrera del caballo y no podía sortear mira la del aparecido, todo fue cuestión de segundos.

La imagen del charro blanco no bien había desaparecido, cuando clarito sentí que alguien me agarraba de la cintura como para no caerme. Con el brazo derecho traté de zafarme del que me abrazaba, cuando por voltear el cuerpo, se me zafó el pie de unos de los estribos. El caballo se encabritó y me mandó al suelo.

Del golpe quedó medio atarugado, pero del miedo paré en cuanto pude. El azabache ya iba lejos cuando incorporé ya como Dios me dio a entender, me fui caminando al rancho. Llegué caminando y cansado a la casa, pero ya el caballo había llegado sin jinete, me habían ido a buscar pensando que algo me había pasado.

Fue mi papá que me encontró. Pero no le dije nada para que no fuera a pensar que el miedo se me había aparecido en el panteón. Sólo dije que me había desmontado a hacer aguas cuando el caballo se asustó y me dejé a pie.

Mi padre solo dijo:

Muchacho pen..., tu madre se asustó cuando vio llegar al caballo sin jinete. Por eso se agarra bien el caballo a un árbol grueso para que no se te vaya. Dígale a su mamá que apague el cirio que prendió a la virgen de San Juan de los Lagos, a ver si así se le quita lo tarugo. Nunca le conté lo sucedido a nadie, pero por las dudas cuando mi jefe se murió, al poco mandé construir la capilla, para que ahí lo enterráramos.

Felipe, acabó de recordar al tiempo que llegaba a la puerta del panteón y veía a un grupo de indios que estaban con una caja de muerto frente a la capilla. Felipe se bajó de la camioneta con dificultad.
El frío lo había acostumbrado a moverse lentamente; también tenía que comportarse de acuerdo a su edad, era un hombre de aproximadamente de sesenta y cinco años, de cuerpo delgado, de cutis blanco.

Vestía como la gente rica de la región, pantalón de casimir, camisa sport de color, sombrero de filtro tipo tejano y zapatos de horma clásica. Doña Consuelo que ya para el mes de enero llevaba cuarenta años casada con Felipe, es de estatura baja, un poco regordeta, el pelo pintacanas, al contrario de su esposo que ya se le había caído todo, el de ella se conservaba largo y abundante.

Es la buena mata que suele decir ella. La puerta del panteón que en alguna época fue blanca, rechina cuando Felipe la empuja para pasar. Usualmente llevaba la llave del candado, pero hoy está abierta, quizá el encargado quitó la cadena muy de mañana, sabiendo que había entierro. El encargado sabe siempre a quien va a enterrar, porque además de su cargo de vigilante de la ciudad de los muertos, es el delegado de la autoridad y tiene los libros de los que viven y de los muertos.

También tiene de los que se casan, y los de la iglesia, porque es el sacristán debió abrir la puerta para que pasaran los indios, éstos con su muertito –dice Felipe sin esperar contestación. Habla solo para oír su voz, para estarse seguro de que está vivo.

La pareja camina despacio, por un camino vestido de eucaliptos hasta la capilla familiar; van cuidando el paso porque el camino es rocoso y con la facilidad se puede perder el paso. También hacen porque en los panteones se debe caminar despacio para no asustar a los muertos.

Consuelo recuerda que cuando iba al panteón con su madre a ver a sus abuelos y se ponía a correr desde la tumba de su abuela hasta el osario donde iban acabar los huesos de los que no tenían terreno a perpetuidad y se les había acabado la licencia de siete años. Habían sido olvidados los más pobres, cuyos deudos pensaron que no valía la pena renovar la licencia por otros siete años o bien lo olvidaron.

Doña Consuelo, niña corría hasta los depósitos de los huesos humanos y casi al llegar al foso, alguno de sus hermanos gritaba:

- Corran, que ahí viene el diablo que nos va a llevar. Los niños agarraban la carrera hasta la tumba de la abuela. Iban contentos jugando a que el diablo los agarraba y no lo había conseguido. A Consuelo le pagaban cada vez que jugaba y corría al panteón hasta que fue aprendiendo a estar callada, rezar ante la tumba y caminar despacio y en silencio.

No importaba que sintiera contento cuando aspiraba el aroma de los eucaliptos y su nariz se limpiara y sus pulmones se lo agradecieran. No importaba que el silencio relajante de los panteones le produjeran placer y paz.

Ella tenía que fingir que se sentía triste y acongojada, aunque no lo estuviera. Había que fingir, la pareja se paró a corta distancia del grupo de naturales mazahuas. Eran muchas mujeres y niños. Había pocos hombres adultos. Los más eran viejos.

De entre el grupo salió el que parecía líder, un hombre de edad mediana, calza huaraches, calzón de manta, lleva un viejo gabán de lana de manufactura casera.

Es un peón de alguna de las haciendas o un ejidatario con una parcela que apenas le da de comer.

- Buenos días tenga patrón. Nos das permiso para tener aquí nuestro muertito, porque el encargado no nos dice donde lo vamos a enterrar. Era mi compadre Filemón que se murió ayer. Estaba trabajando así nomás en el barbecho y se cayó. Duró un mes sin hablar nada mas nos veía pero no podía mover ni un dedo. Murió embrujado, alguien le echó el mal de ojo y no se lo pudieron sacar.

Eso dice la viuda. Fue la otra señora. A la que dejó. Lo mató de lo puro celosa, por eso le echó el mal de ojo. Mi compadre no lo tuviera para ella sola. Se lo dije al compadre:

“Las viejas te van a matar”. Antes de morirse la otra le mandó su ropa a casa de la comadre. También le mandó las cenizas de la cama donde se acostaban, esa era brujería.

El compadre no me hizo caso. Ya se estaba haciendo protestante. Por eso no andaba con viejas, dejó el trago. Se murió porque se estaba haciendo protestante y porque lo embrujaron. Fue mucho.

A Felipe le dio lástima por lo que aquella gente pasaba, aún estaba fresco el recuerdo del sepelio del día anterior. Fue por eso que contra su costumbre sacó de su bolsillo, sacó la llave de la capilla donde yacían sus padres, hermanos y parientes y le dijo al indio aquel:

A ver muchachos, pasen a su difuntito adentro de la capilla para que le puedan rezar un rosario y cuando venga el sepulturero lo entierran y me cierran la puerta. Les dejo el candado abierto para que al salir nomás lo cierren.

Los indígenas aquellos que no estaban acostumbrados a que los trataran en forma tan cortés, se quedaron viendo entre ellos como diciendo con la mirada “este patrón está loco o se burla de nuestro dolor”.

El más ladino levantó la cabeza y miró a los ojos de Felipe y se dio cuenta de que no mentía, que era verdad lo que había dicho. Los naturales después de tantos años de ser dominados por los bancos se había enseñado a leer los pensamientos viéndose a los ojos.

Doña Consuelo y Felipe dejaron las flores que traían para sus difuntos, no se llevaron mas de unos minutos. Los indios fueron metiendo el féretro de su muertito y esperaron a que los patrones terminaran sus rezos. Felipe salió y con paso más apresurado fue hasta su camioneta; Consuelo le seguía a unos pasos.

Casi al llegar a la reja le dio tiempo para decirle:

- Felipe, creo que la regaste, para que dejaste poner a su muerto dentro de la capilla. Una cosa es que sea buen cristiano y otra que puedan usar lo de uno, que tal si estos son agraristas o comunistas o protestantes y al rato te expropian la capilla para ellos o a lo mejor se roban a la virgen o los jarrones, ya ves como están las cosas. A estas alturas ya Felipe también se había arrepentido de su bondad católica, sabía que su vieja tenía razón.

No regresó a la capilla y le dijo que sacaran a su muerto porque le dio pereza tener que buscar un pretexto y en todo caso tendría que desandar el camino recorrido. Pensó que no pasaría nada. Lo más el sepulturero, llegaría tarde.

Los indios se terminarían el alcohol hasta quedar brutos. Sepultarían al muerto embrujado y protestante y se irían a su casa.

Felipe y Consuelo regresaron a su casa y se dedicaron a sus tareas cotidianas hasta que cinco días después del día en que fueron al panteón llegó el sepulturero muy de mañana recién despuntado el día, extrañado salió al patio de la casa, que era donde acostumbraba a atender las peticiones de los peones, al pie de un viejo nogal que había sembrado su padre, el sepulturero le preguntó que debía hacer con el muerto que estaba en la capilla de la familia porque el cuerpo ya empezaba a apestar. Y los visitantes al panteón ya se habían ido a quejar con el cura y con el delegado agrario que no estaba sepultando bien a los muertos.

El panteonero no podía entrar a la capilla porque estaba cerrada con cadena y con candado.

Felipe recordó que había dado permiso a unos indios. Que estaba sufriendo y llorando por su difunto y contó al sepulturero todo lo que había pasado. Sólo omitió contar de los sufrimientos suyos, porque eso era algo que no tenía derecho a saber nadie, aparte en el mismo y Consuelo de vez en cuando.

Fueron al panteón de inmediato; Para Felipe no tenía más problemas que abrir la capilla y que los canijos indios sacaran de ahí su maldito cadáver y lo fueran a enterrar. Eso le pasaba por buena gente.

Enojado gritó al primer mozo que pasó por el patio:

- Oye, tú, ve y dile al chofer que me saque la camioneta y dile a la señora que ahora regreso solo voy al panteón a arreglar un asunto.

Pensó que podía tener problemas con la reja y al mismo mozo que le había dado instrucciones.

-Otra cosa, te traes la caja de herramienta y te subes a la camioneta.

Remilgó el mozo Filemón el sepulturero y Felipe el terrateniente subieron a la camioneta de trabajo.

Esta era una troca Pick-up para fcargar quinientos kilos. Se subió a la cabina Felipe y mandó a la góndola de carga al mozo y al sepulturero. Tenía dos razones, nadie de razón subía a los peones, adentro de las cabinas, por otra parte apestaban a sudor y tierra mojada, para aguantarlos. Los peones se hubieran sentido incómodos si les piden ir adentro.

Era una sociedad con herencia colonial arraigada.

Felipe hizo el trayecto de su casa al panteón en pocos minutos. Lo del muerto no sepultado no le interesaba por el momento tenía problemas más cotidianos, relativos al manejo del rancho, a la siembras y a los animales.

Para cuando llegaron al panteón y a su antiguo sentimiento de caridad hacia los naturales, era sólo el recuerdo de un error. Bajó de la camioneta y abrió la reja de lámina oxidada, el lugar estaba solo, de nuevo se sentía ese ambiente de tristeza y soledad que le es propio a los panteones y a los alcantilados. La puerta rechinó como se abría, el ruido no dejó de estremecer a Felipe hasta ese lugar se percibía el olor a carne descompuesta. Ese olor de cadáver de hombre no vivo que penetra por la nariz y directo al cerebro por el nervio olfatorio nos dice qué va a hacer de uno cuando muera.

A medio camino, yendo rumbo a la capilla Felipe sacó un paliacate rojo y se lo puso en la nariz, el olor se hacía insoportable. Ya frente a la puerta se asomó por entre las rejas como tratando de ver si en la oscuridad de la capilla había alguien mas que el cadáver. De un ser humano llorado se había convertido en materia de corrupción. Era un estorbo.

Pocas moscas pululaban en el interior de la capilla, pero las que habían eran gigantes. Algunos perros se empezaban a acercar al lugar, y al poco tiempo empezaron a bajar indios de los indios aledaños. El muerto no sepultado se empezaba a convertir en noticia.

Era inusual que alguien hubiera dejado a su muerto. Se hacía especulaciones de todo tipo. Alguien decía que era el padre de Felipe que había venido por él, las razones eran de todo tipo, que lo habían embrujado o que eran un castigo de Dios por sus pecados.

Remigio, el mozo, y Filemón el sepulturero trataron de romper el candado para abrir la puerta y sacar el cadáver, a golpes y martillo a ratos y éste haciendo palanca con el pico, el candado fue cediendo de un momento a otro, la cerradura cedió y se pudo abrir la puerta. El sepulturero entró a la capilla y regresó.

- Patrón no hay nadie adentro, sólo encontré unas botellas de tequila; unas veladoras viejas y flores marchitas, ¿usted ordena qué hacemos?.

Felipe dirigiéndose a su propio mozo le dice:

- A ver tú Filemón búscate otras gentes y que te ayuden y sácate a ese pinche cadáver de aquí, eso le pasa a uno por andar de buena gente.

El mozo se volteó a ver a algunos de los curiosos que ya se habían formado. Y les pide que le ayuden a sacar al muertito.

Sacan entre tres naturales la caja del muerto. Uno lo toma de la cabeza otro de los pies y en tanto el tercero no teniendo de donde asirse, saca las flores y las veladoras, Don Felipe sin dirigirse a nadie en especial, pregunta a los curiosos el grupo había ido creciendo.

-¿Alguien de ustedes sabe de quien es este muertito para que vengan a enterrarlo? Los naturales se quedan mirando entre ellos, se hacen preguntas, respuestas, comentarios en su dialecto otomí y nadie contesta.

Felipe que ya sabe como tratar a los indios, ordena al sepulturero que entierre al muerto no espera una negativa a su lógico pedido.

Por eso abre los ojos con incredulidad cuando Remigio le contesta:

- Perdone patrón, pero no lo podemos enterrar porque no tenemos el certificado de defunción para buscarle un lugar y no lo teme a mal, pero, usted no puede disponer de un cadáver que no es suyo, tiene que venir la autoridad para que nos diga qué debemos hacer. ¿Por qué no lo llevamos a la capital y lo dejamos en la morgue?, ahí tienen refrigeradores y lo pueden inyectar.

Felipe, oye las razones del sepulturero y sabe lo que es correcto, lo legal, pero ya está muy enojado por su tontería y bondad y no se imagina yendo a la ciudad con un cadáver. ¿Qué podría decir? además sus amigos se burlarían de él y tenía muchas tareas en el rancho.

Se queda pensando un rato cuando al fin decide entonces que lo metan en una de las gavetas de la capilla, si estaba adentro, quiere decir que me lo dejaron para que yo lo enterrara, ¿eso es lo legal, no?.

Nadie discute el derecho del patrón sobre el cadáver del embrujado y protestante. El consenso se hace en silencio. Nadie se opone y la caja es regresada a la capilla funeraria, se le mete en la gaveta más alejada de los feudos de Don Felipe y éste se retira.
Filemón saca las herramientas y las echa a la camioneta, se sube en la parte de atrás y espera que el patrón se suba al volante. Un indio viejo se acerca a Felipe y le dice ya cuando está a punto de arrancar el vehículo.

Patrón, no se preocupe por el difunto, era Inocencio II, su vieja se fue con otro a los Estados Unidos, se fue de brasera, no creo que nadie lo reclame. El cadáver hasta dentro de muchos años. El muerto no tenía propiedades y además ya se había vuelto protestante y estaba embrujado.

Dicen que también era comunista y eso sólo quieren tierras para que las trabajemos. Que su merced tenga buen día. Con su permiso.


Diciembre, 1990.

Texto agregado el 17-01-2008, y leído por 311 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-02-2008 Buen cuento, bien armada la trama y con mensaje interesante. 5* __________ Tico
 
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