EL COMANDANTE.
Pasada la medianoche, después de permanecer por más de tres horas en el salón central de la casa conversando y bebiendo con cinco de sus asistentes más cercanos, El Comandante había dado por terminada la reunión. Aliviados, todos se pusieron de pie y lo saludaron marcialmente, con respeto y excesiva subordinación. Se disponían para abandonar la sala, pero debían esperar. El Comandante se retiró con su andar a medias inestable y entumido, lentamente, como pisando con cuidado después de haber estado tanto tiempo sentado. Intentaría dormir una vez más. El salón quedó vacío. Mientras se alejaba, le daba instrucciones en voz baja al inmenso guardaespaldas de traje gris que lo escoltaba con pasos cortos de espera, muy cercano a su lado, siempre asintiendo y atisbando a su alrededor, condenando pasillos tras ellos. Hasta que llegaron frente al dormitorio. Él Comandante entró y prácticamente selló la sólida puerta de tres cerraduras. Reinaba un silencio cerrado. Se hallaba en la provincia de Santa Clara, en una de sus veintiséis casas, acompañado por más de cuarenta personas que se distribuían dentro y fuera de la vivienda. De tanto ir y venir, a veces no sabía en cuál de tantas casas pernoctaba. Al otro día, cuando se fuera, doce agentes de Seguridad quedarían resguardando esa propiedad como lo hacían con todas las otras. Nadie podría entrar a ella durante su ausencia, ni siquiera su familia, a menos que llegase una orden de un nivel muy superior y la misma fuese varias veces confirmada. Ya llevaba encerrado más de media hora en aquella habitación de pequeñas ventanas casi a nivel del techo, prácticamente blindada, y no podía ni remotamente descansar lo que necesitaba. Miraba hacia la puerta de acceso, que sólo se abría si él lo permitía desde adentro, y se imaginaba al corpulento moreno sentado con fiel dedicación y aislamiento frente a ella. Éste, que lo acompañaba adonde quiera que fuese como su propia sombra, ya por más de diez años, tampoco dormiría. Afuera, llovía, pero él no lo escuchaba. A un lado de la cama se abría otra puerta que conducía al baño. Sabía que de allí se podía entrar a un pasadizo secreto por otra salida oculta y apenas perceptible tras una cortina. Por manía, lo había verificado. Todo estaba en orden. Pero desde que llegó al cuarto no quiso acostarse, estaba más que convencido de que no podría dormir por mucho que lo intentara. Se había aligerado de ropas y examinaba algunos escritos sentado frente al escritorio en que se veían varios papeles regados y una bandeja con dos botellas abiertas de licor. Dos copas brillaban sobre un paño. La lámpara de mesa lo iluminaba cadavéricamente y dibujaba su silueta contra la pared. Sobre otra butaca, tirada al descuido, estaba la chaqueta con sus máximas insignias militares, rombos cocidos en rojo y negro sobre los hombros y laureles dorados en las solapas. Y en el piso, a un lado de sus piernas estiradas, las botas y el incómodo chaleco antibalas que tan incómodo le resultaba. El documento más importante que había revisado unos momentos antes, y que aún tenía en las manos, era el jugoso contrato petrolero que firmara días atrás con su principal socio suramericano, el nuevo hombre fuerte de Venezuela. Se trataba de un trueque turbio, amañado, donde él recibía suficiente energía para seguir funcionando en sus programas de producción y ambos conseguían a cambio una amplia propaganda y muchísimo dinero para sus cuentas personales. La endeble economía del Estado, que casi se consumía en sí misma, dependía de ese petróleo y él lo había conseguido. Ahora podría continuar con las masivas movilizaciones y apretaría el cerco de vigilancia en las costas y el país entero. Y la noticia de este acuerdo figuraba para su beneficio político en toda la prensa Internacional. Pero en ese negocio, como en todos los demás en que se involucraba, él llevaba la mejor parte. El otro, el adulador, el nuevo aventurero que cosechaba lo que tantos errores de las falsas democracias habían dejado como secuela, tan sólo era su compinche-marioneta. Burlonamente, con malicia y desprecio, sonreía entre gestos de afirmación al pensar en lo tontos que eran casi todos los personajes que buscaban su apoyo. Por eso los manipulaba a su antojo. Porque él era el amo de las crisis en toda la América Latina. Y se vanagloriaba cuando pensaba en ellos, porque podía alborotarles cualquier país cuando quisiese. Más que sentado en la butaca revisando los papeles y pensando en todo esto, estaba desplomado sobre ella a lo largo de su estropeado cuerpo ya muy enflaquecido. Por momentos, y esto le sucedía con frecuencia alarmante desde hacía más de dos años, perdía la concentración y se quedaba absorto, como abobado, pareciendo dormitar, con la boca semiabierta y el índice hincado en la hondonada de la mejilla. Así podía estar hasta diez o quince minutos. Cuando regresaba de esos letargos, siempre que estaba a solas, se extrañaba ante el silencio que lo envolvía y tenía que hacer un esfuerzo para ubicarse en el tiempo y el sitio en que se encontraba. Y también en esas soledades, cada vez que sentía deseos de fumar, recordaba que en sus habitaciones no había nunca un cenicero. Hacía tiempo que no fumaba. Y ese disfrute de sabrosos habanos era uno de los pocos placeres que se le podía prohibir. Sí, sus pulmones estaban casi consumidos, pero aún así, sonreía con renuncia al recordarlo. No fue fácil convencerlo de que tenía que dejarlos. Y ahora se veía allí, cavilando, sin muchas fuerzas, sin sus deseados tabacos, en aquella mansión-fortaleza que como todas las demás estaba construida sobre vericuetos soterrados por los que solía entrar y salir furtivamente a cualquier hora del día o de la noche. Sabía mejor que nadie que esa certeza de movilidad resultaba de vital importancia. Por esa obsesión con la seguridad siempre se mantenía sigiloso, observando suspicaz cada detalle, en ocasiones con observación amenazante. Estaba pendiente hasta de las miradas que intercambiaban los que le acompañaban y preocupado porque la casa se mantuviese protegida con alambradas y vigilantes por todo el rededor. Pero no podía descuidarse, se decía, tenía que vivir de esa manera, con la mayor desconfianza posible. Así, pocos sabían con certeza de sus movimientos. En ocasiones salían presuntamente para un sitio y en realidad iban a otro. No creía en nadie. Y allí, en otras habitaciones, vigilados también, sin armas, al igual que la inmensa mayoría, estaban los tres médicos que se movilizaban con él de un lado a otro. Ellos sí disponían dondequiera que llegaran, así fuese de imprevisto, de cuanto se pudiese necesitar para cualquier emergencia que se le presentase. Pero él, con sus setenta y tantos largos años y con aquel peso de estar pendiente de cada asunto y decidirlo todo sobre la marcha, aunque fuese sin resistencias ni objeciones, estaba demasiado agotado. Y para ese cansancio no había cura. A menudo, muy a menudo, el coñac lo reanimaba un poco. El coñac y aquellas transfusiones y drogas tan incómodas que le suministraban alientos y paliativos para seguir adelante. Se dolía de estos tratamientos que tardaban horas en concluir y a los cuales regresaba cada vez más deteriorado y por intervalos más cortos. Aún así, no podía renunciar a ellos, los necesitaba para reanimarse y presentarse en público como si fuese indestructible. La imagen del caudillo superhombre que se le presentaba al pueblo era demasiado importante para dejarla desvanecer. Él siempre sería el gran pensador, el gran beisbolista, el gran guerrero, el gran pescador, el gran todo. Pero ahora llevaba varias semanas que le parecían siglos sin poder dormir corrido y profundamente. No le gustaban los somníferos, desconfiaba de ellos porque lo dejaban demasiado indefenso. Y muchos de sus innumerables guardaespaldas tampoco dormían con tranquilidad porque siempre los mantenía en jaque, de un lado a otro. Eso le importaba poco, si se le ocurría partir hacia otra parte, había que hacerlo. Pero como él era El Comandante en Jefe y siempre fue muy activo, porque no se había detenido desde el primer día que alcanzó el poder más absoluto, le dolía sentirse tan torpe y envejecido. Cuando joven, pensaba, pudo realizar cientos de actividades y hablar día tras día en las tribunas o en la televisión por tres o cuatro horas sin cansarse. Pero ya no, ahora se agotaba, sólo lo hacía en muy contadas ocasiones. Ahora las ojeras le colgaban como vejigas de varios escalones sobre los pómulos chupados y macilentos. Y hasta públicamente le daban vahídos. Y la barba era rala. Y su paso era lerdo. Y su hablar también. Pero no se rendía, tan sólo unos días atrás había ordenado el fusilamiento de tres disidentes después de un juicio que apenas duró tres días también. Constituían un grupo que operaba entre La Habana y algunas ciudades del interior pidiendo libertades y derechos. Querían acabar con su Revolución. Pero los desmanteló. Para derechos estaba él. Tres fusilamientos y setenta y dos condenas a veinte y treinta años de prisión en tres días sumariales. Él creía en la efectividad de la mayor opresión contra la menor resistencia. Y la imponía. Eso sí, hasta los extremos, sin una duda, sin que le temblara el pulso, inflexible. Nadie se le escapaba. Para eso tenía en cada cuadra de los pueblos y ciudades la red de Comités de Vigilancia y el cuerpo de Seguridad de Estado que podían ver y escucharlo todo con sus cientos de miles de ojos y oídos. No admitía nada más que lo que él decía, a todos los niveles. Porque era el Poder y la Razón ante cualquier circunstancia. Porque sabía de todo mucho más que cualquiera de los que le rodeaban. Por eso, cuando los funcionarios, aún los de más alto nivel, hablaban demasiado en su presencia, los mandaba a callar tanto en privado como en sus maratónicas Mesas Redondas de la Televisión. Para hablar estaba él. Y no le importaba nada ni nadie. Él no permitiría ni una mínima oposición a sus lineamentos, que tan hábilmente hacía aparecer como los del Partido, como tampoco permitiría una queja por la situación del país aunque la carencia fuese casi total. Había que sacrificarse para que la Revolución, su Revolución, no se debilitara ni pereciera. Nadie podía hablarle de un plan fracasado. Porque él jamás fallaba, él era perfecto. Y la Revolución era él y nadie más que él. Pero no dormía. Y sabía bien que no dormía por miedo a lo imprevisto y porque se le aparecían en los entresueños las sombras y grietas de sus más de cuarenta años de gobierno dictatorial. Aquel otro Comandante, el que luego hizo desaparecer al principio de la toma del poder porque parecía hacerle sombra, era quien más se le presentaba en su no dormir. Se le aparecía con el imborrable sello de su atractiva sonrisa. Era el Comandante Cienfuegos, su antigua mano derecha, el dirigente más callado de la Revolución. Pocos sabían la verdad de su misteriosa desaparición. Fueron brillantes aquel escamoteo y la pantomima que se representó para encubrir la realidad. Sí, él era inflexible, y mucho más con los que lo llevaron al mando desde el principio de la lucha en las calles y las guerrillas en la Sierra. Pero no podía descansar ni comer tranquilo. Desconfiaba de todo. Y el quebranto era cada día mayor. No, no podía dormir. Su zozobra y sus desequilibrios no se lo permitían, aunque se bebiese veinte tragos de coñac. Pero en realidad, nada de eso tampoco le importaba demasiado. No le importaba nada, aunque el Mundo entero le reclamara y el pueblo se ahogase en la mayor necesidad, aunque todo se viniese abajo, porque él, con el puño de hierro, seguía siendo El Comandante en Jefe. Sí, El Comandante en Jefe. Y que se fueran todos al carajo.
|