La viuda
Ibarrita ese invierno se perdió entre los médanos un número desesperante de noches, de heladas noches en la costa, y guiado por su instinto descubrió vagando junto al mar, grutas y cañadones donde guarecerse.
Saboreó la pulpa fresca de la fruta de los manzanos que le crecen al desierto cerca del río como una bendición.
Atendió su hambre con la carne de palomas que en bandadas recorren este extenso continente.
Vagó sin su sombra durante los días de tormenta. Se le hizo familiar el ruido de la lluvia.
Hasta que el olor del océano lo guió de regreso al lugar del incendio, a ese lugar donde había muerto su padre, y no había nada, solo unas chapas enterradas en la arena que el oxido pintó de marrón oscuro y las fue transformando en polvo, y que pronto desaparecerían.
El loquito no sabría nunca por que esa hondonada entre dunas le era familiar, él miraba ese espacio de muerte y ampliaba la sonrisa ya formada en el gesto de su rostro, y en los ojos distraídos y exageradamente abiertos se le podía encontrar flotando algún recuerdo.
****
El grito de las gaviotas, ese canto que se le cuelga al viento, lo llevó hasta la costa, hasta una playa donde dos hombres arrastraban un bote de pesca fuera de las aguas.
Dieron vuelta un tambor que sacaron con esfuerzo de la embarcación y al volcarlo se formó una pila resbaladiza y brillante de pescadillas que aún coleteaban sobre la arena.
Ansiosa la bandada se acercó al bote planeando a baja altura, gritando y dejándose sostener con las alas abiertas por el viento.
Ibarrita se sentó a unos metros de los pescadores que diestramente evisceraban y decapitaban su cosecha arrojando los restos al agua que llegaba ola tras ola.
El grupo de aves lo fue rodeando, sin temerle, cual si fuera uno más de ellas.
Al dejar la playa los hombres que solo hablaban entre ellos, dejaron en las manos supinas del loquito dos peces limpios.
Él les sonrió agradeciendo.
Una de las gaviotas caminó hasta el muchacho sentado y de un salto se paró en su rodilla haciendo equilibrio con un aleteo.
Ibarrita le ofreció una cabeza de pescadilla y el ave de un picotazo vació el ojo siempre abierto del pescado.
****
La mujer caminó con dificultad la distancia que separa la puerta de entrada y el mostrador del boliche. El aire esta mezclado aun en vahos de alcoholes y ese olor penetrante que dejan los pescadores al comer.
Se desplaza ayudada por una rama de sauce que usa de bastón, le faltan los dedos de un pie que lleva envuelto por una media de lana y calzado en una alpargata.
El otro parece entero y en el se apoya para avanzar.
Seducida al principio por el ave parada sobre el tonel de madera, se entrega al silencio de observarla sin moverse, luego se atreve a acercarse para ver mejor y la gaviota cambia de posición la cabeza, en un único movimiento la enfrenta con el pico amarillo y brillante.
La mujer se planta en misteriosa actitud de ritual, sin notarse en ella algún gesto.
Viste ropas negras y gastadas. Le cubre la cabeza un pañuelo blanco atado bajo el mentón.
Tiene rostro, porte y maneras de campesina.
Queda parada a cierta distancia del ave. No la toca, como pretenden hacerlo tantos parroquianos que llegan a la costa. No intenta tantearle con la mano su cabeza esquiva, ni acariciar la lisura perfecta del plumaje.
El ave vuelve su cabeza, indiferente, y la mujer busca una silla donde derrumbarse.
El Flaco le ofrece agua fresca que deja junto a ella en la mesa.
Bebe usando las dos manos para sostener el jarro y agradece con una voz gastada. Sombría.
El bolichero corresponde con una leve inclinación del cuerpo.
****
Junté hojas y ramas de tamariscos secos que el viento amontonó en los reparos de atrás del boliche.
Ibarrita me ayudaba con las manos sin hablarme, le di el rastrillo y él termino de hacer la pila, dejando alrededor solo la arena surcada por los dientes de la herramienta.
- Prendéme…!
Me dijo, y le encendí un papel arrugado que venia retorciendo entre las manos. Lo puso rápidamente bajo la parva de yuyos y ramas secas, y se alejo hasta quedar a mi lado.
Creció una pequeña nube blanca desde el fondo de las ramas, el humo creció hasta jugar por todos los rincones del patio y ahí fue cuando estallaron las llamas y el calor rojo amarillo de sus múltiples lenguas nos llego a la piel.
El muchacho estiro el cuello y busco con la nariz el humo que fue desapareciendo.
- Te gusta el humo? Le dije.
Y me contesto que si, sonriendo y moviendo la cabeza muy rápido de arriba hacia abajo.
Las llamas con pequeñas explosiones se fueron terminando, con el rastrillo le agregaba los restos de ramitas que quedaban en los bordes y el fuego crecía de nuevo, pero con menos fuerza, hasta ser solo cenizas.
Después se sentó a mi lado, se refregó los ojos y miró seriamente como prendía un cigarro.
****
- Ese es el pibe mío?, preguntó la mujer al bolichero mirando por la ventana.
Así, comenzada la charla, el Flaco se enteró por boca de la viuda lo que pasó en la casilla esa madrugada maldita en que murió Ibarra.
- Él mismo le dijo a la mujer que lo atara a la cama y quemara el rancho…
Y en el rostro a mi amigo le fueron reventando todas las arrugas, y en el rostro le crecen las sombras y las noches en vela y la piel es del color del pucho que está armando hasta que moja con su lengua roja el borde del papel, prolijamente moja el papel con el que termina de envolver el tabaco y lo queda sobando entre cuatro dedos, dándole forma, con las manos juntas.
Lo mira, lo lleva a sus labios entreabiertos -que lo aprietan apenas- y lo enciende luego del estallido del fósforo que explota entre sus dedos cuando golpea contra su palma, donde esconde la caja.
- Ella, confesó aquí, tomando agua.., antes de irse!
El Flaco contaría muchas veces esta historia, repitiendo la misma afirmación, los clientes habituales o la gente que anda de paso sabrían el tono justo con que él escuchó la confesión de la asesina, repitiendo lo que él sentía.
- Nadie le creyó.
El inmóvil frío del mar, afuera, escarchaba con algún instrumento silencioso los charcos que quedan en la sombra y la arena mojada.
Esa noche se nos mezcló el insomnio y quedamos solos con la lámpara de querosén encendida mientras un silencio inmenso cubría los cielos, la tierra y las aguas.
El boliche débilmente alumbrado, permanecía como un animal descansando en la playa.
- Me dijo que lo tenía adentro y que de esa forma todo terminaría.
Tomé un sorbo y lo interrogué entrecerrando los ojos.
- Que tenía el diablo adentro, y ella le creyó…!
Dijo el Flaco y la puerta retumbó con los golpes de alguien llamando, se nos heló la sangre, pero fui a abrir con la lámpara en la mano, mi compañero de bebida manoteó un palo y me miro caminar hasta la entrada.
Corrí el pasador y el portón de madera se abrió solo empujado por el viento, atrás estaba Ibarrita, sonriendo.
(2008)
|