—¿Me ayuda, por favor?
Imploro al transeúnte que pasa a mi lado, estirando una mano que falseo temblorosa para conmover. El hombre se detiene y, durante un instante, cruza su mirada con la mía. Lo tengo. Mis harapos, la barba sucia y ensortijada, los dedos de los pies saliendo de unas zapatillas rotas logran despertar su culpa anidada quien sabe donde. Revuelve en el bolsillo del saco y me entrega una moneda de las grandes.
—Una ayudita, por amor de Dios.
Repito lastimero, dirigiéndome a esa mujer con infinidad de paquetes. Cuando se aleja unos pasos, renuevo el pedido levantando la voz, para poner en evidencia su indiferencia o su tacañería. Incomoda, se detiene, hurga en su cartera y le da a la nena que la acompaña un billete ajado, para que me lo alcance. Al recibirlo, refunfuño gracias e intento una sonrisa que se disfraza de mueca y asusta a la niña. La mujer retrocede, la toma del brazo y me fulmina con la mirada.
—Un pedacito de hueso para este pobre hambriento…
Le pido, sarcástico, al perro que corre con los restos de comida en la boca, sin prestarme las más mínima atención. Me deslizo por la pared y termino sentado sobre las baldosas de la vereda. Duro y húmedo el piso, noto. El ruido del gentío, como una áspera canción de cuna, me va adormeciendo.
—Venga que podemos darle un techo y un plato de comida.
Me sorprende al zamarrearme el extraño personaje de gorra y camisa militar. Soy del Ejército de Salvación, me aclara, mientras intenta levantarme. Reacciono con violencia y comienzo a gritar que no, que no quiero ir, que se meta en sus cosas, nadie lo ha llamado. Soy convincente: el pequeño círculo de curiosos que se ha formado se pone de mi lado. Mi cerrada negativa y algunos comentarios amenazantes terminan por disuadir al samaritano, que se retira vencido.
Sigo mi camino, arrastrando bolsas y soportando los abrigos raídos. Hace calor. Tengo sed. Estoy tan cansado. Pero pronto llegaré a casa, y una buena ducha borrará las huellas de la jornada.
—¿Me ayuda, por favor?
Ensayo por última vez en el día, y una moneda cae en mi mano. El tono de voz. La expresividad del gesto. La emoción a flor de piel. Todo perfecto, diría mi maestro. El casting para el papel protagónico ya tiene un ganador. Yo, por supuesto
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