IV. 3. Fantasma imaginario
Los clientes de la hospedería, que no conté más de 7, simulamos y algunos practican, una tendencia a la meditación y al rezo, similar a la que emplean los monjes. Dos, ejercieron de curas antes de jubilarse y en la misa que celebran cada día para parroquianos, peregrinos y fervorosas fieles de edad indefinida, se visten de oficiantes y participan como si también fueran monjes de la misma comunidad.
Los otros cuatro, si exceptuamos a mí compañero, que también podría incluir, parecen personas normales de entre 40 y 55 años, si no fuera por su escaso interés en relacionarse; nadie habla y actúan ensimismados y cargados de emoción y respeto en cada acto colectivo con los monjes, ya sean rezos, cánticos o en el comedor. Soy el único que transgrede tanto boato y disciplina, por comentarios con mi compañero, que hacemos en voz baja y como escondiéndonos y hasta temo parecer un provocador por mis miradas curiosas y abiertamente a la cara, buscando alguna respuesta o simplemente actuando como lo que soy, una persona ajena, pero educada y tratando de relacionarme. Hay uno, con aro de casado en su mano derecha y otro, que se sienta a su lado, alto delgado y con barba, que perfectamente podría ser juez o funcionario de prisiones y un tercero, bastante descuidado en el vestir o con ropa maltratada del equipaje, con arrugas y aspecto de haber sido mal colocada en su maleta; parece tímido, de mirada huidiza y fumador compulsivo y es quién despertó la posibilidad del fantasma. Coincidimos en actos litúrgicos, en el comedor y también dando paseos por los claustros y fuera, en el pueblo, en una cafetería concurrida por lugareños y transeúntes ocasionales. En esta cafetería, es donde intenté la mayoría de los acercamientos sin otro resultado que lumbre para un cigarrillo o respuestas alejadas de cualquier intento de iniciar una conversación.
Hasta mi propio compañero parece más místico y ausente, como si todo esto, viniera a confirmar mis viejas teorías sobre la importancia de Catedrales Iglesias y Monasterios, en la propaganda de la Fe y en la conversión y sometimiento de fieles: la monumentalidad de sus proporciones, la ornamentación exuberante y con capacidad para transmitir el mensaje de que su autoría y poder se debe a Seres Superiores, a los que, de alguna forma, debemos protección y ayuda. La actitud sobria, triste, dolorosa, implorante y hermosa de estatuas, iconos y elementos y tesoros que los rodean, como mínimo, empequeñece nuestra mísera existencia y traslada nuestras mentes a mundos imaginarios y reflexiones confusas y muy distantes de todo lo que nos rodea.
Estaba en estas reflexiones siguiendo y participando de la Misa Dominical, muy concurrida y especialmente ceremoniosa por los coros y cánticos de los monjes y tratando de entender a personajes aparentemente cultivados, como el Prior, dedicando su vida, a un modo de existencia tan absurdo cuando, entre los parroquianos asistentes, localicé a la musa de la manguera y de mis sueños, de la noche anterior. Destacaba por su altura, tez blanca y su cabellera rubia. Me pareció más atractiva que cuando la vi en el patio, aunque apenas alcancé a ver su cabeza y parte de los hombros. Tropezamos con la mirada, pero agachó los ojos y se hizo la desentendida. Uniformada y dispuesta para el camino, a su lado descansaba la mochila, el bastón y pertrechos de peregrino; seguro que partiría al final de la misa. ¡Voilá! Pena que no partiera al día siguiente.
Salíamos del acto que cierra el día, después de cenar y justo antes de ir a dormir. Consiste en una ronda de rezos cortos en voz alta y amenizado por todos los monjes, un espacio de meditación o lectura en silencio, más largo y finalmente, el Acción de Gracias, que dirige el Prior. Se realiza en una pequeña capilla, en la última planta y desde donde se sale en silencio para formando filas, retirarse cada uno a su habitación. A los clientes de la hospedería asistentes, nos situaron en el último banco y por tanto, fuimos los primeros en salir al claustro (pasillo). Como era la última noche y también a modo de despedida, mi compañero y yo permanecimos de pié, junto a la puerta de salida para, con la mirada y actitud de respeto, intentar despedir a cada monje. No era posible dirigirles la palabra y menos, saludarles con la mano u otro contacto físico. El último en pasar, un enjuto y encorvado monje, muy mayor pero virtuoso tocando el órgano y quién también se ocupaba amenizar con sus acordes musicales, los cánticos de los monjes. Se ayudaba de un bastón para caminar, que acompasaba a la par de su pierna izquierda. La cadencia de los golpes sobre las losetas del suelo, el sonido hueco, seco y de medida exacta, me recordó el gorgoteo que me sacó de la cama la primera noche. Acababa de descubrir el fantasma, e inmediatamente y sin poderme contener, en voz alta y para que todos me pudieran oír, me atreví a exclamar: ¡No hay ningún fantasma! ¡Es el bastón del abuelo…! Se paró la comitiva y volvieron todos la mirada hacia mí. Todos quietos, en silencio, escucharon mi versión y pesquisas sobre los ruidos y el fantasma, hasta que intervino el Prior, dándome las gracias y asegurando quitarse un peso de encima, pues no era nada bueno para el Monasterio que nacieran leyendas como ésa. Esta vez y por esta circunstancia tan especial, sí pudimos despedir a cada monje, sin darnos la mano pero con una generosa sonrisa, como no había visto durante los tres días de estancia en aquel Monasterio.
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