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EL SOÑADOR ERRANTE


Sentado a un costado del puente observaba cómo lentamente producto de la lluvia el caudal del río comenzaba a aumentar hasta amenazar las casas más cercanas a la ladera. Sentía frío y no tenía donde ir por que no pertenecía a ninguna parte. Pese a la precaria situación en la que se encontraba, tenía la memoria suficientemente despierta como para recordar nuevamente lo sucedido.

Lo soñó hace muchas noches atrás. Ella visitaba a su amante en busca de compañía. El río seguía su cause con fuerza, el dueño de casa volvía de sus labores. El destino y la muerte.

Asustado por lo visto, fue hasta la vivienda del que vio como amante, pero por más que golpeó la puerta nadie salió. Dentro, la pareja se mezclaba en una noche en que solo había espacio para ellos dos. El soñador los contemplaba por una ventana que había capturado mientras se colaba en el jardín. Ella era un poco ciega; él, sordo completo. Ningún ademán que se intentó logró advertir a la pareja de lo que vendría.

Resuelto a no permitir que la mujer real sufriera la misma suerte que la mujer onírica, el vagabundo salió en busca de ayuda. Pese a no conocer ni su propio nombre, sabía que aquello que soñó le hacía llevar una gran responsabilidad encima. La noche estaba muy avanzada y en el pueblo todos dormían. Sus pasos se hacían torpes y acelerados en un camino barroso y solitario. Llegó a la casa de un amigo de la mujer; un hombre mayor y estudiado, que de tanto saber, muchas veces ignoraba. Le habló del sueño, sus palabras tan firmes y decididas, ni el mismo las reconocía como propias. El intelectual, con la puerta entreabierta, miraba con desconfianza; si bien el mendigo parecía conocer a aquella amiga dantesca que él tenía, era imposible que dicha predicción fuera real. Ella era distinta. Cerró la puerta y volvió a su cama para continuar durmiendo.

Con la utopía cada vez más latente, el vagabundo se devolvió a su puente. Sabía que ella pasaría por allí y, tal vez, si algo se le ocurría podría salvarla de la tragedia. Poco a poco, a medida que la recordaba, la veía dulce, hermosa y suave. Sin quererlo, le había comenzado a tomar cariño, y casi sentía que la extrañaba. Una vez que había llegado al lugar, extendió los brazos en pos de una bienvenida y con una actitud defensiva, esperó.
Ella venía apurando el paso, ya la lluvia había cesado y los nubarrones hacían que el día se tornara oscuro. Lo vio en aquella postura y con un rostro desesperado desde lejos. Sintió miedo. Caminó un poco más lento, pero aquel sentimiento humano no la dejó continuar y retrocediendo lo necesario, sin despegarle a vista de encima, y con una tardanza que la acusaría de su delito, tomó una balsa que había a la orilla del río, y partió. El vagabundo no entendía nada, veía pasar frente a sus ojos a la mujer remando con gran dificultad y demasiada lentitud mientras el tiempo corría. Al otro lado del río, un hombre afanoso y enamorado la esperaba inquietante, tratando de apaciguar su orgullo con el crujir de las piedras que provocaba su zapato embarrado.

Se encontraron; el soñador lo vio todo. Ella arrepentida, rogada de rodillas a su esposo que la perdonara, se le notaba un gran sentimiento de culpa. El esposo, sin decir nada, la miraba dolido y defraudado. La deshonra que había vivido no la podría perdonar jamás. Tomó la misma maleta de pertenencias con la que había regresado del viaje, y se marchó. Ella lloró hasta sentir que el alma se le secaba. Esto último el vagabundo no lo vio, pero o sabía de antes. Fue triste ver a la mujer desvanecerse en ruegos ante el esposo que partía de su lado para siempre; pero a esas alturas ya nada se podía hacer. Desde entonces, todo fue distinto.

Ella ya no vivía como antes. Ahora la casa parecía siempre vacía, el jardín estaba descuidado y las ventanas polvorientas. Algunos comentaban que la mujer estaba allí dentro esperando morir, otros, decían que su esposo la había ahogado en el río, e incluso se llegó a pensar que un loco que habitaba el puente le había causado algún daño. Al amante si que nunca se le mencionó, seguramente, por que jamás se volvió a saber de él.

Al terminar con el recuerdo, el indigente suspiró melancólico. Seguía sintiendo frío y las ramas de un sauce que alcanzaban parte del puente, ya no le cubrían de la lluvia. Tenía hambre. De pronto, entre la oscuridad de la noche y la abundante vegetación del sector, divisó una sombra; un bulto que se acercaba medio angelical, medio fantasma. Era ella.
Era ella quien lentamente caminaba, con la mirada perdida, hacia él. Sin preguntarle y en completo silencio, se sentó a su lado. Estaba decidida; desde aquella noche vagarían juntos; tal vez algún día, en algún lugar, alguno de los dos encontraría trozos de aquello que perdieron. Él, por un momento en cambio, sintió que ya había encontrado todo y mucho más.

El amanecer del día siguiente llegó con un cielo menos abrumado, un río caudaloso y dos sujetos acurrucados bajo un sauce, preparados para partir.

Texto agregado el 14-01-2008, y leído por 223 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-06-2009 no llegue al final. .. trotamundos
08-01-2009 ... TURIN
17-07-2008 uuuhh sumamante descriptivo poesiuk
 
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