Grandeza
Fue un martes de diciembre, con sol y algo de viento. Las manos del doctor Frischel, demasiado grandes para su delicadeza, sacaron del molde la pastilla, círculo blanco donde se encerraba la fórmula para curar cualquier enfermedad en pocos minutos. Los ojos del científico, miopes desde la adolescencia, miraron aquella perfección de medio centímetro y los labios con bigotes canos acompañaron la sonrisa. Su descubrimiento quedó sobre una servilleta de papel. Cebó mate amargo con cáscaras de naranja. La voz del Director del Hospital San Tarcisio debía estar en alguna parte de ese aire viciado.
-Frischel, desde el Ministerio de la Provincia nos rebajaron el presupuesto una vez más. Cada día que pasa tengo más ganas de tirar todo. No sé cómo hacés para soportar.
El doctor sacó un cigarrillo, lo prendió en la llama del mechero insomne y largó el humo sobre el cartel de chapa PROHIBIDO FUMAR. Veintidós años de un hospital a otro. Una oreja para escuchar gritos de dolor y otra para escuchar quejas y reclamos. Guardia cada dos días. Investigación el resto. Sueldo para seguir tirando. La rodilla de Frischel dio una puntada debajo del guardapolvo celeste. Sus ojos volvieron a la pastilla, lunar blanco en la palma de papel tissue, a pocos metros. Apagó el pucho contra las baldosas cuadriculadas en marrón y negro. La espalda empujó hacia delante. Levantó su droga compactada con placebo hasta la altura de la boca seria.
-Otra que viagra, dijo en voz alta, y soltó una carcajada.
En el momento en que su cintura crujía por el esfuerzo de cambiar el bidón del dispenser de agua potable y mientras llenaba una copa hasta el borde, se abrió la puerta. La gorda Raquel, más enfermera que nunca, asomó su cara roja y gritó:
-Emergencia doctor, rápido a la guardia.
Frischel la siguió, en una mano la copa y en la otra la pastilla. Pegada en la puerta semiabierta del espacioso laboratorio, cuatro chinches sostenían una foto grande, amarillenta:
Mirando a la cámara, de pie, el doctor Frischel con veinte o tal vez treinta años menos, sonrisa feliz, manos en los bolsillos del guardapolvo blanco. A su lado, un hombre de espaldas, gordo y de piel oscura, muestra el trasero desnudo, sostiene los calzoncillos por debajo con las dos manos, flexiona el cuerpo como si estuviera por sentarse en un inodoro inexistente. En el borde inferior de la reproducción, una frase encodillada, escrita a máquina: “Ustedes, los médicos, serán la cabeza del hospital, pero nosotros, los camilleros, somos el culo. Y ya saben lo que puede pasar si el culo se cierra. Compañeros: todos a la huelga por sueldos dignos a personal de enfermería, auxiliar y maestranza”.
El médico, cercano a la edad jubilatoria, incapaz de correr por su propia vida, apenas cambió el ritmo de sus pasos que perdieron los ágiles de Raquel, su rodete negrísimo cubierto por la cofia celeste, el cuello inexistente bajo la cabeza pequeña, el roce de sus piernas gruesas delatando la estrechez plástica del uniforme.
La guardia, pensó Frischel apenas se asomó a una habitación mal iluminada, reflejos inoxidables, típico tufo a orín que siempre gana la batalla con los desinfectantes y tiñe su aroma reconocible. Tres camillas vacías y una ocupada por un hombre semidesnudo que boqueaba, extraído de una película de humor negro. Dos médicos de celeste y tres enfermeras, incluida la recién llegada, entrechocándose alrededor. Mucha gente para hacer algo bien, pensó el veterano, congelado en el vano de la puerta, la copa de agua quieta en una mano y la pastilla fruto de su máxima inspiración en la otra.
Apareció una bolsa de suero tambaleante, extraña pelota de rugby que cruzó bajo un cielorraso gris, lleno de goteras. Las sábanas abrieron paso a varias agujas, palmadas sin energía sobre carne fláccida. Como si alguien oculto hubiera dado la orden de apurar el final de la escena, la víctima se incorporó. Chilló con más indignación que dolor. Indiferentes, enfermeras y doctores siguieron en lo suyo. La voz tranquila de Frischel habló a las espaldas dobladas. Extendió copa y pastilla, que pasaron por entre los cuerpos intentando llegar a la víctima. Fueron segundos en los que flotó la sorpresa sobre aquellas caras, moribundo incluido. Parpadeó la ilusoria esperanza.
Una mano impidió que la pastilla cayera en la boca abierta. Otra mano ayudó a tragar el agua de la copa en su reemplazo. Un sonido agudo tembló junto al último suspiro del hombre que aún no había terminado de tragar el líquido transparente.
Los ojos escépticos de Frischel intentaron seguir el trayecto de esa milagrosa versión única entre el ir y venir de los gestos silenciosos que siguieron. Sus zapatos acordonados dieron dos, tres pasos sin sentido. Los otros zapatos desagotaron rápidamente el lugar. La espalda de un ordenanza apodado “El Fiambrero” tapó el cadáver, se llevó la camilla, trapeó la guardia, reinstaló el olor distintivo. Solo en la pieza, Frischel dejó ver una sonrisa. Sus dedos nicotinosos acercaron la pasión diminuta de un encendedor al último cigarillo negro. La pastilla fue a parar a una bolsa negra que esa misma noche recogió el camión de residuos patológicos. La descarga ilegal se hizo al pie de un puente varias horas después. Gatos famélicos rompieron la piel plástica, se llevaron el medicamento prodigioso, rumbearon por los tapiales de una villa.
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