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En verano, los campos de arroz de la llanura padana hacen creer fácilmente al viajero que se halla en algún lugar de Vietnam o Camboya. El verde intenso, los canales, las garzas, todo invita a la meditación y al sosiego. Todo...menos las moscas y los mosquitos.
La humedad que necesita el arroz para crecer se une al calor del estío para convertir la vida cotidiana de la zona en una lucha feroz entre el hombre y los insectos.
En los centros comerciales del Piamonte, las estanterías dedicada a productos para la eliminación de estos animalillos sólo se ven superadas en longitud, y a duras penas, por las de quesos: sprays de composición más natural o más química, líquidos para fumigar, espirales de piretro, artefactos eléctricos que chisporrotean fosforescentes, pliegos pegamentosos, ungüentos para la piel, vitamina B (que se expulsa con el sudor y los ahuyenta), velas perfumadas, clavos de olor...
Todo inútil. Puedes matar los que quieras, siempre hay más moscas, siempre hay más mosquitos. Es una batalla eterna y perdida de antemano por el hombre dado el aplastante número de efectivos del bando contrario.

Por razones que no vienen al caso, pasé este verano algunos días en una casa de la región, inevitablemente rodeada de un arroz que crecía manso, en su momento más verde y encharcado.
Me hallaba desayunando una mañana, cuando al levantar los ojos de la lectura, me di cuenta de que una de las moscas que revoloteaban tempraneras por la cocina, había caído en mi zumo de naranja. He de decir, llegados a este punto, que a lo largo de los años he desarrollado una sensibilidad hacia el sufrimiento de los animales, a todas luces enfermiza y paralela a mi rechazo creciente por los humanos. Dicho esto, el lector comprenderá porqué al ver a la mosca mover frenéticamente sus patitas tratando de evitar aquella muerte anaranjada, la recogí con una cuchara y en lugar de tirarla a la basura, arrojarla al water o aplastarla contra el pavimento, me dirigí presto como un servicio de urgencias, al patio de mi casa piamontesa con idea de que el animal secara sus alitas al sol y pudiera volar de nuevo.
En una vieja viga de madera deposité a la mosca, sin demasiadas esperanzas de que se salvara, dado su lamentable aspecto.
Observé entonces con expectación. Durante unos momentos no pasó nada. Por fin pareció reaccionar... ¡Sí! se movía. Sacudió un instante su cuerpo e intentó batir las alas pero estas se habían vuelto torpes y pesadas. La fructosa de la naranja resultaba sobre ellas un pegamento mortal.
Empecé a sentirme culpable de haber jugado a ser Dios. Tenía que haber hecho como cualquier hijo de vecino piamontés: echarla al water y tirar de la cadena, también hubiera muerto, ahogada pero al menos rápidamente.
Sin embargo la mosca era más perseverante y optimista que yo y se dedicó, hacendosa, a pasar sus patitas traseras una y otra vez sobre las alas, tratando de limpiarlas de esa manera, del líquido fatal.
Nuevos intentos de vuelo que terminan en nada... ¿Qué futuro le esperaba a aquella desdichada? Secarse poco a poco bajo el sol. Consideré la idea de quitarme la zapatilla y aplastarla.
A todo esto, una pequeña araña que asomó curiosa por una hendidura de la madera, se había unido a nosotros y contemplaba también el esfuerzo de la mosca por recuperar su vuelo. Saltito a saltito, se acercaba a ella, como si quisiera alentarla.
Y hete aquí, que lo que yo creía solidaridad animal, resulto ser oportunismo y hambre porque la araña se lanzó entonces fiera sobre la cabeza de la mosca, atrapándola con sus tenazas y sujetándola con tal fuerza que provocó en ella un aleteo frenético, un forcejeo terrible de patas contra patas, un retorcer el cuerpo para librarse a la desesperada de esta segunda trampa que el destino le tendía en tan poco tiempo.
Aún como único espectador, me vi atrapado en el vórtice de aquella tragedia mínima y anónima y mi ánimo se rebeló airado contra la Naturaleza sin comprender por qué sometía a aquel animalillo a un castigo tras otro, a cuál más cruel.
Impotente, me preparaba ya para ver desgarrarse la cabeza del cuerpo alado, cuando sin que supiera cómo ni porqué, sale la mosca volando endiablada, se dirige hacia mí, sortea mi brazo y, por fin, sube a perderse libre en el cielo azul brillante del Piamonte.
Sin reaccionar aún, miro a la araña, que, tan desorientada como yo, daba vueltas sobre sí misma, tratando de encontrar a su presa.
Rompí a aplaudir por fin, ante el inesperado desenlace, para sorpresa de mi vecino que en aquel momento podaba los setos de su jardín y me miró extrañado, pero ¿Cómo explicarle?

Aquel homérico episodio cambió para siempre mi concepto sobre las moscas. Incluso ya no me molestan cuando pasean sobre mi piel. Sólo las mato a último remedio y procuro hacerlo entonces con toda la dignidad que estos animales han demostrado merecer.




Texto agregado el 14-01-2008, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
04-08-2008 Encantador el texto. Me gustó. AAAManuelMartinez
14-01-2008 agradable texto. me gusto. felicidades tanatos_argos
 
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