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Al fondo hay sitio
El 11 de marzo hubo récord de donaciones de sangre en toda España. Leo que en Córdoba, en Cataluña, en Bilbao y Canarias, en cada pueblito y en cada gran ciudad, la gente se ha lanzado en masa a dar la vida que otros quitaron. La han metido en esos paquetitos asépticos, la han conservado en neveras y la han mandado a Madrid: sangre de toda España entrando por esa puerta grande de puertas pequeñas, y hasta de puertas traseras, que son los madriles. De todas las respuestas que he visto estos días, unas hermosas y otras indignas, unas crispadas y otras serenas, me quedo con este gesto de la sangre limpia que limpia la sangre madrileña derramada inútilmente.

Y me emociona esa imagen de que la sangre de España se mezcle en la Villa, que siempre ha sido y será la gran marmita en la que se cocinan todas las regiones y se destilan las mejores esencias de las cuatro esquinas de nuestro tauro. Madrid, rompeolas de las Españas, dice el refrán. Madrid, puerta de las Españas, digo yo hoy.

Me gusta más la idea de la puerta: la del Sol, que es una plaza y tiene nombre cósmico, importante y un poco absurdo; la de Alcalá -¡ay, Alcalá, qué viaje tan duro éste!-, donde dirimimos triunfos y fracasos futboleros ante la mirada atenta de la Cibeles; la de Toledo, un poquito escorada y un poquito desequilibrada en esa pendiente trabajosa de la calle de Toledo, que aguanta en su suelo a San Francisco el Grande; la de Hierro, de Las Ventas, las de llegada a Barajas, y las puertas de las casas de los madrileños, siempre abiertas para el que llame a ellas. Madrid es toda ella una puerta grande, la puerta por la que todo el mundo entra cuando llega a España y por la que muchos salen a hombros...

Es verdad que Madrí, así, con acento en la í, apabulla a algunos, que no aguantan su ritmo ni entienden esa idiosincrasia tan particular de lo madrileño, y que con tanta puerta ya no saben si salen o entran. Pero otros se quedan embelesados mirando desde el dintel, tal vez soñando con el callejón de los Espejos o con el chocolate de San Ginés, y ya no se van. Qué importa que no hayan nacido aquí, son tan madrileños como el que más, como Max Estrella o Enriqueta la Pisabién.

Igual que ser madre no consiste sólo en parir, no se es más gato por nacer en Lavapiés o en Chamberí. Ser madrileño, es sobre todo, un hacerse madrileño a fuerza de estar, trabajar, crecer con la ciudad, pegarse con el que ose ponerla en entredicho y, al mismo tiempo, criticarla a placer cuando hace falta, mientras pelamos gambas y bebemos cerveza en algún bar... y, después, protestar porque es sucia y ruidosa, o porque el tren no llega con puntualidad. Los madrileños, por nacimiento o por vocación, o por ambas cosas, nunca hemos sido excluyentes, siempre empujamos para hacer hueco, para que entren más, para que nadie se quede fuera. Aquí se inventó el "al fondo hay sitio". Seguro que más de uno encontró así la muerte el pasado jueves, porque algún conciudadano amable lo empujó dentro del vagón para que no perdiera el tren.

Hay favores que matan, y hay favores que dan vida. La sangre que os (nos) ha llegado a Madrid es más que un favor, es esencia madrileña en bolsas de plástico que retorna a la Puerta del Sol, que entra por la puerta grande para ya nunca marcharse. Es sangre que seguirá corriendo por las venas de los madrileños que aún no han nacido. Es, en fin, el mejor símbolo de una ciudad mestiza, en la que todo el mundo puede poner el pie, plantar un árbol, tener un hijo, echar raíces y decir como el madrileño más madrileño aquello de "Madrid, me matas, pero cuánto te quiero".

Y, desde Nueva York, hoy tu ciudad hermana más que nunca, cuánto te echo de menos.

Texto agregado el 05-04-2004, y leído por 189 visitantes. (0 votos)


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