El hombre se debate en un océano de pesadas realidades. La niña enferma, por su parte, transita de un lado para otro, como si quisiera agarrar por la cola a la esquiva existencia. Los sueños del hombre yacen arrumbados en un sótano gélido; sin sus sueños, no hay palabras, sin palabras, ya no sabe lo que él es. Entretanto, la niña enferma, la que grita sin motivos y balbucea unas cuantas palabras, independiente de que algunos la compadezcan y otros se rían en sus narices, se mueve inquieta, de aquí para allá y de allá para acá, el hombre la contempla a través de sus cristales y se imagina que la muchacha busca, sin encontrar, los pedazos ocultos de su normalidad. Y repite para sus adentros aquella palabra pretenciosa con que se pretenden definir los pasos medidos, las palabras correctas, el equilibrio emocional. -Normalidad, susurra y se escabulle de nuevo en los recovecos angustiosos de su alma, tratando de adormecerla para que la realidad no lo pisotee una vez más.
La niña tonta, si tonto es reír de buena gana cuando los demás hacen un gesto insulso, grazna en medio de la calle y recibe los insultos de un grupo de inteligentes obreros que son llevados como ganado arriba de un camión. Ella gesticula y trata de responder a sus bromas de mal gusto, lo que provoca el delirio de esos burdos personajes.
El hombre, cabizbajo, revisa sus papeles y coteja cifras. Sus sueños, hace un buen tiempo que se han transformado en pesadillas. En ellas, se siente perseguido por seres voraces, crueles y sanguinarios. Trata de escapar, lo consigue, pero a sus espaldas, una carcajada horrenda lo paraliza:
-¡Huyas donde huyas, siempre te encontraremos! ¿Y sabes por qué? ¡Porque tu sangre te delata! Ella, estés donde estés, nos dirá en donde te encuentras.
Despierta con la latencia de esas imágenes perdurando aún más allá del sueño. Le aguarda esta otra pesadilla, que es su propia realidad. Y la chica tonta que se ríe despreocupadamente, inmune a la voracidad de esta existencia, ajena a los compromisos pecuniarios, confiando en este y aquel, buscando los pedazos de su existencia rota, en la mirada sardónica de los seres normales.
Esa noche, el hombre sale sigiloso a la calle y aguarda que ella aparezca. Sin que la muchacha atine a defenderse, él la aprisiona entre sus brazos y la introduce a empujones arriba de su auto. La noche es más negra que todas las noches. Pero la mente del hombre está iluminada con un fulgor extraño, mórbido, subyugante.
Ya en un páramo, el hombre contempla a la muchacha y trata de traducir sus extraños gestos, la abraza, como si quisiera protegerla, la chica tiembla, sin saber por qué. La noche, es la más penumbrosa de todas las noches. El hombre besa a la muchacha y ella se deshace en mil pedazos. Se fuga, se niega, no lo desea, sufre. El hombre sueña, entretanto, mientras sus manos hurguetean bajo sus ropas. Su cabeza pareciera querer estallar. La chica grita, se desespera y huye. El, desquiciado, le da alcance y la reduce.
Aquella mañana, el hombre ya no está en sus cabales, las pesadillas se confunden con sus papeles, reptan sobre ellos y los transforman en centellas de colores. El ríe, sin motivos aparentes, nada pareciera preocuparle, ya que, por fin, ha logrado un buen acuerdo con esa realidad que lo estaba aniquilando. Sus carcajadas retumban en la triste habitación, mientras contempla a través de los cristales, la calle solitaria. La muchacha ya no está, no existe, ha desaparecido aquella noche y sólo él sabe en donde se encuentra. Pero ya no importa, nada importa. Ahora está todo normal, sin nada que perturbe esa calma de muerte...
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