Corrió rápidamente por el pasillo, dejando atrás la habitación principal. La venda que le cubría los ojos tan solo le dejaba ver, por una rendija, la punta de sus zapatos, el suelo y tal vez alguna sombra proyectada.
Siguió corriendo, dejando atrás el estrepitoso sonido de un vidrio al romperse, que tal vez había tirado él al pasar por delante.
Llegó a las escaleras y subió los peldaños veloz, a cuatro patas, algo que le hubiera resultado imposible a alguien con los ojos totalmente cubiertos por una venda. Pero ese detalle no podía ser captado por los demás niños, demasiado pequeños para comprender más allá de algo no relacionado con diversión. Éstos se acurrucaron un poco más en la parte trasera de la puerta del desván, intentando convertir aquél en un buen escondite.
Y así pasaron los días, entre juegos y diversión, hasta que las piernas de la gallinita ciega fueron tan largas que le permitían subir los peldaños de tres en tres, a grandes zancadas. Hasta que una tarde los niños, que ya no eran tan niños, agazapados en su escondite, quisieron usar el instrumento que se encontraba encima de sus hombros, sujeto por su cuello y que hasta ese momento les había servido de adorno. Y se dieron cuenta que después de años de risas y despreocupación, estaba vacío. Sin letras, números y ciencia, que no se escribía con “z”, como pensaban, nunca llegarían a vivir rodeados de lujo, con un trabajo espléndido y codeándose con personas famosas, como habían soñado.
Una vez más la gallinita ciega subió los escalones, pero esa vez, al llegar al último peldaño se le calló la venda, y con el nuevo panorama que ahora veía, se arrepintió de que en todos los años transcurridos, lo único importante hubiera sido la punta de sus zapatos.
Mérope.
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