IV. 2. Sorpresa en el albergue
A las 5 de la mañana, me despertó un ruido parecido al goteo de un grifo mal cerrado y me levanté a inspeccionar los del baño de mi habitación, tan bien cerrados que ni siquiera humedecieron el trozo de papel higiénico que utilicé para comprobarlo. A las 6, asistí al primer oficio de “maitines”, monótono y con demasiadas carrasperas en los primeros cánticos, como intentando despertar y aclarar la voz al mismo tiempo, que realizan en un pequeña capilla interior, de uso privado y donde también se admite a los clientes de la hospedería. Dura como media hora y consiste en cánticos y lecturas cortas e intermedias de pasajes litúrgicos, a modo de un solista que introduce y el coro que responde; los 4 de la hospedería, simples espectadores sin otra participación que escuchar en silencio. A las 6,30 salimos todos, con el mismo fervor y silencio que transmite la rigidez espartana con que actúan los monjes, agrupando en filas a cada lado del claustro y solo a falta de tambor, para parecer una formación militar.
Ya en la zona de hospedería, interesé de mi amigo, si había notado algún ruido de noche y por la cara que puso, deduje que no se había enterado de nada y hasta que podía pensar, que estaba bromeando sobre el fantasma. Sentencié, que allí había algo… Que yo también había sentido ruidos… Sobre las 5 de la mañana y después desaparecieron…
Después del desayuno, que hicimos en el comedor con los monjes y con las mismas o parecidas lecturas y en silencio, propuse a mi amigo que, ese día, lo dedicáramos a conocer el Monasterio. Toda mi curiosidad estaba centrada en el ruido de la noche y posible procedencia y la de mi amigo, en redescubrir patios de juego, jardines, talleres y elementos comunes con su época de estudiante.
Fuimos al Prior y contrariamente a la imagen seca y cargada de boato que transmitía desde su magisterio, encontramos un hombre cultivado, sensible y amante de la belleza y monumentalidad de Catedrales, Monasterios y Edificaciones religiosas. También orgulloso y como si formara parte de los mismos, la mayoría ligados a su propia Orden y de los que relató episodios de catástrofes, incendios o asedios de guerra en los últimos siglos. Mi amigo, no se contuvo en comentar su pasado de seminarista y esto, aún le volvió más afable, al permitir movernos con total libertad, salvo la zona de clausura, reservada a habitaciones privadas de los monjes.
Así, descubrimos enormes y engalanados patios interiores, algunos de mullido césped , otros de grijo y estrechos caminos de arena hacia monumentales y artísticas fuentes de piedra y todos, con algún árbol exótico y de gran tamaño y una cuidada selección de jardinería con arbustos y abundancia de rosas, hortensias, camelias y alguna orquídea. Patios que forman parte de grandes claustros, cargados de figuras, inscripciones y pinturas relacionadas con enterramientos de Abades, Religiosos o Nobles, contribuyentes o relacionados con el Monasterio. El frescor de los patios, el espacio y grandiosidad de elementos y un ambiente cálido y de efectos caprichosos que entremezclan reflejos del sol, de luces y de sombras, invitan a la reflexión, a la lectura o a la conversación tranquila y relajada. Choca que tanto, sea disfrutado por tan pocos.
Pude comprobar que, justo debajo de nuestras habitaciones, estaba la zona de clausura donde dormían los monjes y que no pudimos visitar y encima, la cubierta en teja y con espacio suficiente para nido de palomas y pájaros silvestres. En la parte superior de mi ventana, algunos nidos de golondrinas, aunque no llegué ni a ver, ni a oír a ninguna. El Monasterio, que en tiempos había sido Convento y Seminario, cuenta con Capillas de mayor tamaño y ornamento que muchas Iglesias parroquiales y salones y habitáculos para dormitorios, comedores, salas de estudio y zonas de recreo para varios cientos de estudiantes. Anexo, aunque formando parte del mismo grupo de edificaciones, construcciones y equipamientos auxiliares para animales y cultivos como el maíz y el vino.
No descubrí nada relacionado con los ruidos del hipotético fantasma, pero husmeando en el alberque de peregrinos situado en la planta baja y en la parte contraria a donde está situada la puerta principal y acceso de clientes de la hospedería, por lo que tampoco tenía idea de que existiera, tuve la visión más imposible de imaginar en un sitio como éste.
Pasaba de las 12,30. No me gustan las aglomeraciones y menos, donde hay que compartir con gente desconocida; de ahí mi aversión a los campings, a las macro fiestas, a los albergues y a las excursiones multitudinarias. A pesar de lo cual, siempre sentí cierta curiosidad de cómo se organiza la gente, cómo conviven, qué hacen, cómo se comportan, especialmente cuando se entremezclan personas de distinto sexo. El alberque cuenta con un acceso desde el interior del Monasterio, pero estaba cerrado con llave, con lo que utilicé el de la puerta principal, custodiada en ese momento, por un monje sin hábito y vestido de civil y al que me identifiqué. Correspondió afectuoso y sabía por el Prior, de mi curiosidad y se extrañó de que estuviera solo, sin el compañero que había visto conmigo en el comedor y en maitines. Comentó que, en ese momento, no había nadie dentro del alberque y que hasta media tarde, sería difícil que llegase algún peregrino. Entré al el Albergue, por un recibidor del que salían varias puertas, la más grande y con señales en el suelo de ser la más transitada daba a una bodega rectangular, de gran tamaño y con literas de tres camas a cada lado. Entre las literas, una mesa baja y en la pared, perchas y ganchos para mochilas. Suelos de cemento y en el techo, suficientes fluorescentes como para escribir una carta sin necesidad de luz auxiliar. Dos o tres destartaladas sillas y olor profundo y penetrante a humanidad poco escrupulosa. Paredes limpias y ni un solo elemento decorativo, salvo en uno de los laterales de la puerta, una gran Cruz, una hucha para limosnas y una mesa de chapa con papeles y un bolígrafo atado a una cuerda y varios carteles alusivos a la limpieza, el orden y el descuido por robo y otras lindezas. En la pared del otro lateral, un gran cubo de basura, vacío en ese momento.
Al fondo, acceso directo como a otra bodega, sin puertas y donde se ubicaba la zona de duchas y lavado de ropa. No olía a humanidad pero, como a cuartel poco aireado. Salí algo asqueado del ambiente, a pesar de la limpieza y lustre que mostraban las ropas de cama y la distribución ordenada y de buen funcionamiento, que reinaba en aquel recinto. Volví al recibidor y abrí la puerta, que daba a otra habitación, donde había una mesa de las de despacho y varias sillas y en las paredes, carteles de monumentos del camino y una Cruz e imágenes de Santos. Otra de las puertas, por la que accedí, daba a un pequeño patio, situado junto a uno de los claustros y desde el que se veía la cabeza y parte de los hombros de una estatua instalada en el centro del patio, de algún inquisidor o personaje eminente.
Sonaba, como un ruido de estar regando sobre el cemento y me acerqué para saludar al fraile que estuviera realizando el trabajo. Con gran susto, más que sorpresa y no poca satisfacción, mis ojos chocaron con el agua, la manguera y un robusto y bien formado cuerpo de mujer, limpiando un par de botas viejas, tiradas sobre el cemento. Estaba tan abstraída, agachando y moviendo el cuerpo y las manos para despegar y quitar desechos, que ni se percató. No tenía pinta de monja y tampoco se trataba de un fraile, por lo que no eché a correr y me mantuve curioso, esperando algún desenlace. Como única vestimenta, unas minúsculas braguitas, incrustadas en generosas caderas y menos tela por la parte delantera, que la que utilizan los piratas tuertos y un ajustado sujetador, que no impedía los movimientos pendulares del tesoro de su custodia, en los continuos movimientos del cuerpo por su ajetreo con la limpieza.
¡Excusez moi!, creo que dijo, cuando me vio. Tiró la manguera, y al tiempo cubrió los senos con las manos e intentó taparse con las piernas, en un intento de proteger la zona genital, como cuando se tienen muchas ganas de orinar. Mi contestación, no pasaría de un apenas audible: ¡Lo Siento! ocupado como estaba, en mostrar mi mejor y más ancha sonrisa. De inmediato volví por el mismo sitio, sin descubrir ningún fantasma, pero con suficiente material como para ocupar mis pensamientos durante la noche y despertar la mayor envidia a mi compañero.
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