Publicado en Revista Destiempos.com, Nª 12, año 2. Enero-Febrero de 2008
Como ya era su costumbre, Juan León caminaba cabizbajo por el Valle, atrás habían quedado los tiempos en que su familia era una de las más prominentes de la comarca y él lo resentía, pues nadie le prestaba mucha atención. Deseaba ser importante, volver al Círculo de Poder y ser respetado por sus vecinos, tal como lo habían sido sus ascendientes. Por su apatía, no tenía nada útil que hacer, ya que su familia se encargaba de todo y él aprovechaba su tiempo sólo para enterarse de la vida y milagros de los habitantes del pueblo. Cierto día llegó a los alrededores la familia García. Eduardo y Almudena, una pareja joven con una niña de cinco años. Juan nunca imaginó que un suceso, en apariencia tan trivial, cambiaría su vida.
Luego de sus paseos por las granjas, inquiriendo detalles de producción, tipos de cultivos nuevos o mejoras, se enteraba también de habladurías, las que comentaba arteramente en las veladas del café–bar. Allí era el alma de la fiesta, condimentando las conversaciones con sus maledicencias y sarcasmos.
En sus paseos Juan pasaba cerca de la casa de los nuevos vecinos, quienes habían adquirido unas pocas tierras para cultivar hortalizas y en ocasiones los visitaba. Altamira era conocida por su feria agrícola anual, donde se premiaba al mejor agricultor; las noticias de que en ese lugar existía un clima idóneo corrían como el viento, pero no todos estaban dispuestos a mudarse a un pueblo tan alejado que ni siquiera contaba con una buena escuela. Aquello despertó la curiosidad de Juan, porque la niña pronto tendría edad escolar. Con frecuencia observaba que la pequeña María merodeaba por las plantaciones, la veía caminar con cuidado por los sembradíos y, de vez en cuando, se detenía largo tiempo en algunos lugares. Al principio le dio la impresión de que conversaba, pero desechó la idea, porque ella jugaba sola. Al paso de los días se acostumbró a verla corretear y dejó de prestarle atención.
Luego de la primera cosecha del año, el pueblo estaba expectante. En la plazoleta central donde la gente se reunía para otorgar un premio al granjero con la mejor producción agrícola, se notaba que la calidad de las diferentes muestras dispuestas en los mesones de exhibición tenían mucha semejanza entre sí. Este era un fenómeno jamás ocurrido. El pueblo no cabía en sí de felicidad
La única persona que meditó a fondo la situación fue Juan León. Repasó todos los sucesos que vio durante la temporada y lo único fuera de lo común era la presencia de María y sus juegos en las plantaciones. Al fin tengo una buena oportunidad para demostrar quién es realmente Juan León, pensó; saboreando de antemano el triunfo que obtendría después de que se cumpliera su plan.
Esta vez el disputado premio fue para la familia García por una leve ventaja sobre el resto. Juan pensaba que en adelante podría dedicar mucho más tiempo a María y guiarla en sus pasos, no dejando que influyera en determinadas granjas y, por el contrario, privilegiando a otras de su interés. No necesitaba saber en qué y por qué la pequeña influía en la agricultura, pues a él sólo le interesaba el producto final y nada más. Bastaría con que él la convenciera acerca de dónde jugar para obtener calidad de experto agrícola. Él decidiría quién obtendría buena cosecha y quién no.
Después de recibir el premio Eduardo y Almudena regresaron a su casa felices, sabían que podían costear los estudios de su pequeña María, y a pesar de la pena que aquello les ocasionaba, estaban dispuestos a todo, por el bien de la niña. Había sido uno de los motivos para escoger ese alejado pueblo con tierras tan ricas. Cuando Juan llegó a visitarlos junto con su esposa Elena para festejar el triunfo, se extrañó de encontrarlos tristes; trató de animarlos con la botella de vino y el pastel recién horneado que habían llevado, pero después de un rato, Eduardo le pidió salir al jardín.
Mientras Eduardo le comentaba su decisión de internar a María en un Colegio, el rostro de Juan fue cambiando de tonalidades; aunque su interlocutor no se percató de ello, pues la terraza estaba apenas iluminada por el reflejo de las luces de la sala. La noticia fue como si le hubiese caído un rayo encima. Lo dramático era que aunque Juan quisiera, no podía revelar lo que sabía. Tal vez los padres de María no sabían que su hija tenía extraños poderes, en todo caso, era posible que lo negasen y, además, traería un manto de sospecha sobre él. ¡Se dio cuenta que no tenía nada más que hacer allí! Llamó a Elena y mascullando palabras de despedida, se retiraron. Iba demacrado y huraño. Su rostro, poco a poco, dejaba aflorar un recóndito rictus que le otorgaba aquel aire de frialdad absoluta y crueldad latente, típica de los miembros de las antiguas y poderosas familias de Altamira; ese ceño que sólo Elena conocía a la perfección. Los García quedaron atónitos por su inesperada reacción.
Por la mañana, Juan ya sabía lo que debía hacer. Se dirigió al hogar de los García, disculpándose con Eduardo y Almudena, y les explicó que el hecho de no ver a María diariamente y jugar con ella lo había perturbado demasiado. Dijo que ese exabrupto había sido consecuencia de la tristeza.
Luego de la partida de María, Juan siguió realizando asiduamente su recorrido por las granjas. En ellas, durante días y semanas, fue retomando poco a poco el tema de la extraordinaria calidad de las últimas cosechas, y luego anunciaba seriamente que este año aquéllas no serían igual, sino que por el contrario, el valle tendría una pésima temporada agrícola. Todos le preguntaban inquietos en qué se basaba él para tal afirmación. Juan sólo ponía cara como de estar en trance o muy lejano de aquel lugar, y no daba ninguna respuesta. El silencio era su mejor aliado en esos momentos Con este tema sucedió lo mismo que acontecía con los rumores y maledicencias que él difundía. Pasadas algunas semanas ya la gente escuchaba atentamente sus pronósticos y le consultaban acerca de qué precauciones debían tomar. Sin embargo, él les contestaba que no había nada que hacer, que lo que tenía que suceder, se cumpliría. La gente ya no se reía de Juan ni de lo que decía. Tal fue el impacto, que se fue formando un temor colectivo en el pueblo, que aumentaba cual alud en plena marcha cuesta abajo.
Llegado el tiempo de la cosecha, las caras de los agricultores se veían más afligidas y angustiadas que nunca, lo que estaban recolectando tenía una calidad paupérrima comparada con el antiguo estándar. ¡Para qué decir si eso se contrastaba con los dos últimos rendimientos agrícolas! El día de la exhibición se pudo comprobar fehacientemente lo que Juan había anunciado con certeza al inicio de la temporada.
Juan era el único que sabía que la presencia de María era indispensable para que el pueblo y su feria agrícola siguieran floreciendo, pero a él le importaba un rábano la comarca y sus granjas. Él lo que realmente deseaba era obtener poder a través de la niña. Ese era el más grave problema, según él. ¿Cómo solucionarlo? –rumiaba.
Repasó y analizó opciones hasta que encontró una que le satisfacía. Implicaba el sacrificio de los García. Solicitaría después la custodia de María, ya que no se les conocía parientes cercanos. Él y su mujer, se harían cargo de la niña... un incendio sería lo mejor... aparecería como accidental, pero tendría que inmovilizarlos antes –seguía elucubrando.
Eduardo era corpulento y no podría contra él, esperaría a que se durmiera y actuaría. Almudena debía seguir igual suerte. Sí. ¡Eso era!, se dijo, dándose ánimo.
Marchó hacia la casa de los García y tocó a su puerta.
–Eduardo, sé que es tarde, pero necesito hablarte –comentó en tono preocupado.
–¿Ocurre algo?
–Nada en especial, pero quería conversar contigo, ¿y Almudena?
–Almudena se acostó temprano, no ha estado bien últimamente.
–Tal vez echa de menos a María, al igual que todos –dijo Juan apesadumbrado –justamente deseaba decirte que Elena la extraña mucho, y yo también. - ¿Has notado cómo han desmejorado las cosechas?
Eduardo empezó a interesarse en la conversación. Él también estaba contrariado. Si las cosas seguían así tendrían que buscar otro lugar dónde vivir, y María...
–Perdóname, he sido muy mal anfitrión, ¿Te apetece un vino? –invitó–, aún tengo los que me has regalado, traeré una botella –dijo mientras iba a la bodega.
Al salir Eduardo, Juan supo que esa sería su única oportunidad. Fue hacia la última ventana de la estancia, que ya tenía la persiana cerrada, la abrió y dejó sin cerrar los pasadores, luego cerró la celosía tal como estaba. No se notaba para nada que la ventana estuviese abierta. Se alejó rápido del lugar y se sentó en el otro extremo. Eduardo trajo una botella recién abierta y un platillo de jamón serrano. Charlaron durante una hora y se bebieron toda la botella. Juan de manera deliberada hizo que Eduardo apurase más sus copas, cuando notó que la embriaguez estaba haciendo efecto, se despidió. Le dijo que no se preocupara pues él cerraba la puerta.
Juan se alejó de la casa para detenerse unos metros más allá. Se sentó en la tierra y apoyó su espalda en una filosa piedra, no quería dormirse, debía esperar al menos dos horas más. Cada cierto tiempo se levantaba y caminaba en círculos, luego se recostaba nuevamente. Un método que le permitió estar lúcido. Tomó el mazo que había escondido entre los matorrales y, sigiloso se encaminó hacia la casa. Frente a la celosía, tiró de ella con suavidad y siguió el mismo procedimiento con la ventana. Se descalzó y entró a la casa. Como la conocía de memoria, supo el camino más corto para llegar al dormitorio. Esperaba que la entrada estuviese despejada; sería peligroso hacer ruido.
Pero no había impedimento. Eduardo, ebrio, había dejado la puerta abierta de par en par. Juan suspiró de alivio. Lo extraño es que él no estaba nervioso, atento sí, y muy seguro de lo que estaba haciendo. No le remordía la conciencia. Sabía que tenía que hacerlo, eran ellos o él. Entró a la pieza y golpeó la nuca de Eduardo, que dormía boca abajo, y de inmediato lo hizo con Almudena. Ninguno de los dos alcanzó a reaccionar. Los acomodó y cerró la ventana, después encendió una lámpara y la estrelló contra el piso, como si hubiere caído de cierta altura. Ayudó al incipiente fuego a convertirse en incendio propagándolo en cada esquina de la casa, y salió llevando el mazo consigo; después regresó a su casa. ¡El plan había resultado perfecto! –concluyó, rebosante de alegría.
Meses después, Juan paseaba por el pueblo llevando de paseo a su “nieta” María. Se había convertido en el personaje importante, que siempre quiso. La gente del pueblo lo saludaba con respeto. Lo admiraban por haberse hecho cargo de la pequeña; ella tenía una institutriz y un maestro contratado por él. Altamira tenía las mejores cosechas del país y sus productos empezaban a exportarse.
Aparentemente todos eran felices. Juan se preguntaba cuánto tiempo más durarían los poderes de María. La niña parecía encariñada con él y con su esposa, y las pocas veces que había advertido que María se acercaba a los terrenos que fueron de sus padres, trataba en lo posible de alejarla del lugar. Pero ella que conversaba con las plantas, sabía mucho más de lo que Juan suponía. Sólo esperaba el momento apropiado. Mientras tanto, disfrutaba observando cómo su abuelo Juan se consumía en sus miserias día a día. Sabía que tenía lo que siempre había anhelado y que no podía gozarlo a plenitud. Las plantas hablaban, y era lo que decían. |