Había una vez, hace ya tanto tiempo, tanto así que dudo que nuestros abuelos, eruditos en el arte de la historia quienes parsimoniosamente narran como las cosas han cambiado, los techos de adobe, aquellos hombres erguidos de sombrero y bastón, con aire altivo que caminan por la plaza de Bolívar en la que aun se veían coches algo obsoletos circular, recuerden con precisión ésta historia de una hadita que lloraba.
Bueno, para ser verdad, ni siquiera fue una vez, más bien fue un instante. Un instante en que en la luna llena dormitaba una hadita. ¿Por qué una hadita? Preguntaran aquellos quienes no conciben lo fantástico, o quizá aquellos que vean en ella sólo un ser de niños. Por qué, me pregunto yo también. Un ángel puro de grandes, esplendorosas alas y sonrojadas mejillas quizá podría ser quien posado sobre la luna estaba, o simplemente una mariposa, polvo de estrellas, un cometa, cualquier cosa, realmente a cabida de los ojos del lector. Pero, ¡ay de mí! Tenía que ser una hadita, ya que ellas mueren si no creen en ellas, mueren sin saber que brillaban en su esplendor, mueren concediendo esperanzas más nunca revelan su ser hasta que fueron ya desprendidas todas sus bolsas de polvo de oro.
La hadita brillaba en su luna grande y maciza. La decoraba con sus efímeras hadas en las noches más oscuras y nubladas para que no se perdiera en la oscura noche y los soñadores aún en estas condiciones pudieran contemplar su contorno dorado. Pero, ¡ay de mi hadita! ¡Ay de esa dulce hadita dormilona de pequeños pies y sonrosadas manos!
La luna no es eterna, y fue menguando. Menguaba a pesar de los esfuerzos incansables de la hadita de con golpecitos de su vara rellenar lo que se iba oscureciendo. Trataba, una y otra vez. Y cuando creía que su polvo por fin retornaba el incesante desvanecimiento de lo que constituía su ser, volvía a caer la luz y una nube rápida le mostraba que eran meras ilusiones y esperanzas.
Ya la luna ha menguado casi por completo. Es apenas un hilo blanco del cual aún se sostiene la hadita, esa dulce pero ahora frágil melodía. Conserva aún en sus zapatos las alitas de aquellos bellos días y un hilito de oro, de otra que logro atraparla en vida. Ya no juega a completar la luna perdida, sabe que devuelta ha de volver algún día. Mientras tanto, danza entre las nubes, ya muy alto, ya muy lejos, concediendo deseos y apenas concibiendo que no era la luna lo único que poseía. Y allí, en su distancia, no quiere nada que la ate, quiere sólo reír un poco compartiendo historias que incluso ella no sabe. Dilucidando que aún que la luna ya no brille algo brillará por ella.
Como siempre salió la luna de su escondite celestial. Más brillante que de costumbre y acompañada de diminutas estrellas que acaparan las miradas regalando deseos a los afortunados. Pero esta vez, no hay que desear. El mundo enseña a no creer, a huir de las verdades, a escapar de lo inconciente, a volver a la realidad; dejarse llevar por los egoísmos, la vanidad, la manipulación, la necesidad, la inconsistencia, la envidia. Y aún así, sigue estando allí la luna, con su pálida luz invitándonos a sentarnos con ella en las noches oscuras y ver que aunque de las cosas más puras puedan surgir tales bajezas vale morir, riendo, sonriéndole a lo imposible, a lo sublime, a lo que te quita la respiración, te hierve la sangre y te hace creer que tu vida, o lo que queda de tú libertad, alma envilecida, en algún momento podrá embellecer el mundo un poco en retribución a todo lo que te da: el simple hecho de poder correr en la hierba y sentir que estas vivo, tal como la hadita.
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