Cuando nací de mi brazo, toqué los muslos del tiempo que de voluptuosidad seducía la lengua de mi canto...


Entonces, en aquel contacto frío, encendiose una llama de placer que dio origen al mar de mis lágrimas y sudores salinos...


Me descubrí corpórea... me descubrí marina... me descubrí danzante...


alma que ebulliciona hasta alcanzar la pendiente estelar que da origen a toda forma animal... a todo símbolo cuántico... me colé entre las guirnaldas del otoño para parirme en un invierno solitario bañado de lluvias arrasadoras...


Y el agua fue mi fuente primaria y la luna mi espejo y mi sino... el viento la caricia que elevó mi aliento para danzar entre nubes cuando el sol se marchitaba de vez en vez (o sólo se ocultaba como pretexto para enamorar mis ojos punzantes) hasta desatar la tormenta de mis delirios bajo mil formas esquivas y arrebatadoras.


Fui lluvia y fui viento, entonces.


Fui la columna de rayos que adornó la mirada desolada del niño que tembló y me llamó tantas veces…


aún su voz muda llama…


pero ya no me adivina en el tiempo regado por el desdén…


Y soy, mientras el viaje hacia el infierno dura, metáfora y cal, muerte y sueño… ausencia y desierto de deseos mundanos corrientes que no sospechan el ardor de mis sienes…


Pero vengo contando las horas que ya son otra mentira desdichada… y en mis manos traigo los bosques dónde, internar su mirada hacia el abismo de mi cuerpo, no sea un tormento…


Subiendo enredaderas, mi vuelo se vuelve más próximo que fugaz. Y hasta entonces, cuando la fiebre ya no sea llamada locura, entre atardeceres y sombras nocturnas, estaré nombrándole… cuerpo, ala, deseo… y el estallido en el cielo será ceremonia de un nuevo mundo.