No fue un tropiezo fortuito.

No era, el líquido, inofensivo y la mancha nunca se desprendería de su expediente como asesino.

Él era cliente habitual de los puticlubs y de los casinos, también se derrochaba con ciertas sustancias y sólo trabajaba alguna jornada, cuando su jefe le encargaba algún trabajito.

La agencia secreta liquidaba a personajes de la alta sociedad y reconducía sus herencias por medio de los beneficiarios, que en muchos casos recaía en niños ricos y malcriados, altamente manejables que no dudaban en invertir en los intereses del jefe.

Su sistema de matar era simple, se colaba en eventos públicos, fiestas privadas y cócteles sosteniendo un vaso con un potente veneno, un muy activo vasodilatador y un tropiezo.

Empapaba a la victima con un líquido que a modo de reloj de arena consumía su vida en pocas horas.

Sobre su espalda se enganchaban ya más de una docena de victimas y la policía andaba tras su pista.

Su último encargo le había llevado a una espectacular hacienda donde un inmenso jardín acogía a más de un centenar de celebridades en la que se encontraba su jefe, él hacía de guardaespaldas.

En el arma flotaba un hielo y la frialdad del asesino.

Un grupo de niños correteaba por entre los arbustos, zona donde se encontraba guardando las distancias como todo buen esbirro, cuando un tropiezo fortuito hizo que se le volcara el mortal cóctel en su fina camisa de verano.

El pesimismo se apoderó de él, por un momento pensó que la suerte estaba echada y que el veneno invadiría su torrente sanguíneo.

Tomó la decisión de arrojarse a la piscina ante el asombro de la multitud y vio con ironía como el que iba a ser su próxima victima se alongaba curioso y extrañado. No pudo más que decir.

-¿Me ayuda, por favor?