No se porque las salas de espera de las consultas no tienen cortinas; quizá porque la luz del sol alivia las penas. Aunque veas sólo grises azoteas y un cielo mustio entre las nubes, relaja. Las salas de espera me huelen siempre asépticamente a lejía, ansiedad y sudor. María, esta tan guapa como siempre, sus dedos sobresalen de la manga de su jersey a rayas y juegan con los pelos que caen sobre sus hombros para formar rizos, lo hace siempre que esta nerviosa, hizo lo mismo mientras la pedía matrimonio. Su pelo huele a manzana fresca, me encanta ese olor de recién duchada. ¿Cuándo diablos nos llamarán? Al fondo del pasillo hay un reloj redondo de agujas que parece haberse detenido hace mucho tiempo.
No sé si quiero ver los resultados de la biopsia. Tengo un nudo en el estomago. Esta mañana nos reímos cuando la lleve el desayuno a la cama, café solo, un zumo y las tostadas quemadas, incapacidades inexplicables que tiene uno. Luego la bese en la frente y con las manos la desvestí Mientras recitaba a Rubén Darío “la princesa esta triste que tendrá la princesa”. Luego hicimos el amor con la tranquilidad, y la experiencia que dan los años, con ternura sin prisas. Se duchó con agua caliente y entre la bruma de la ducha tarareo algo que escuche mientras limpiaba la cocina. Cada minuto era cotidiano y diferente. En quince minutos llegamos al ambulatorio, cuando nos sentamos la note algo más tensa, intente cogerla de la mano, ella rehusó con una sonrisa.
La enfermera la nombra, mi corazón late con fuerza, cada paso me ruborizo siento como si los latidos se escucharán por el hilo musical de la sala , ella tardó un poco en recoger el bolso como si no tuviera prisa, como sí la cosa no fuera consigo.
El Doctor Bergua se levantó para saludarnos. A veces, los médicos parecen muros de hormigón que ocultan sus sentimientos. Nos invito a sentarnos y se sentó. María se apoyo en el respaldo del asiento. El doctor nos preguntó por Julia, nuestra hija que estaba estudiando un Master en Dakota. María le contestó animadamente sobre lo poco que enviaba emails y el frío que decía estar pasando. El Doctor sonrió mientras se atusaba la corbata.
- Y bien Doctor- dijo María repentinamente asumiendo un tono directo y algo fuerte- ¿Es la sentencia de muerte o viviré?
Debía tener preparada esa pregunta desde que salió de casa. La consulta permaneció en silencio, sentí un impulso de sacarla de allí, cogerla en brazos como los héroes de las películas entre las llamas. El Doctor la miró y se apoyo en el respaldo, no parecía estar acostumbrado a dar malas noticias. La miró, puso ceño, como si no la hubiera visto antes. Nos dijo que había tratamientos alternativos y que la ciencia esta avanzando a pasos agigantados, que nunca hay que perder la esperanza, y a pesar que la metástasis se había extendido por el cuerpo, quizá los nuevos tratamientos químicos y de radioterapia dieran resultado. Al final el medico calló y se la quedo mirando con una expresión desesperada y leporina, respirando sonoramente.
- Gracias – dijo María educadamente, asintió como para sí misma- Sí – dijo con un disminuido tono de voz- gracias.
Nos despedimos con un enérgico apretón de manos. El pasillo alfombrado amortiguó nuestros pasos. El ascensor tras apretar el botón, bajó. Salimos a la luz del día como si pisáramos un nuevo mundo en el que sólo estuviéramos nosotros.
Yo no lloré, quizá no estaba preparado, quería abrazarla pero no me atrevía al verla tan compuesta, tan serena. El viaje de vuelta lo hicimos sin hablarnos, ella con la mirada perdida hacía el horizonte y yo mirándola a hurtadillas sin atreverme si quiera a poner la radio. Al llegar a casa nos quedamos un buen rato sentados en el coche, sin decirnos nada. No era capaz de articular palabra. Al final entramos en casa no había otro lugar donde ir. La luz entraba por las ventanas, pero al reflejarse en las mesas, las cacerolas o jarrones parecía que trataba de esquivarnos. Los objetos antes tan cotidianos como la pequeña mesa de caoba del salón o el sillón verde de la sala ahora parecían ignorar nuestra presencia intrusa y afligida. Bula, la perra, seguía tumbada en la esquina del salón sin ni siquiera levantar la cabeza para saludarnos.
Entonces comprendí como serían las cosas a partir de ahora, que allí donde María fuera le predecería el mudo repicar de las campanas de los leprosos. ¡Qué buen aspecto tienes! Exclamarían, y ella poniendo su brillante sonrisa, su cara de valor, pobre señorita Enloshuesos.
Se paro en mitad de la sala con los brazos en cruz, y la mirada algo irritada, preguntó donde estaba la botella de güisqui, como sí no supiera donde estaba. Cogí la botella del mueble bar y la serví una copa con hielo, que tintinearon ante el temblor de mis manos. La bebió de un trago. Trate de aconsejarla que no se sirviera la segunda. Ella me miró con irritación, como si su enfermedad fuera responsabilidad mía.
- Qué crees que un poco de güisqui me va a matar.- soltó una sonora y amarga carcajada mientras vertía el güisqui en la copa- Por Dios no montes el número, después de todo la que me estoy muriendo soy yo.- dejó la copa sobre la mesa y tiró las gafas y la chaqueta sobre el sofá.- cogió un cigarro, ella nunca había fumado. Y lo encendió con pasmosa naturalidad.
Estaba tan desamparada, irritada con el mundo, yo no sabía que hacer, me fui a la cocina a preparar una tila para relajarnos. Cogí la tetera, la rellene de agua hasta el borde, y me fui a quitarme los zapatos. Mientras ella fumaba un cigarro tranquilamente en la terraza. Cuando me desanudaba la corbata la oí llorar en la cocina. Me acerque corriendo, estaba sentada en el suelo mientras la tetera pitaba con su ruido ensordecedor. Las lágrimas caían por su rostro y resbalaban esquivando su nariz apocadamente. Se entremezclaban el pitido de la tetera y el gemido de María, trate de abrazarla, ella me empujo.
- Crees que un abrazo servirá de algo. ¡Me muero! Se acabo, se termino....- comenzó de repente a reírse.
- El medico dijo que había alguna oportunidad. – dije mientras notaba que mi voz temblaba.
- No digas tonterías, no le vistes, sabes lo que me exaspera, me cabrea profundamente; Que ahora saldré a la calle y no me preguntarán por Julia, por mi trabajo, por ti sino por mi, me miraran con pena, aunque traten de ocultarlo, hablaran a mi espalda en susurros sobre mi enfermedad “No esta tan mal” “Que mala suerte con lo que ha sido y verla ahora así”. Después se girarán y me sonreirán como si no pasará nada. Luego dejarán de venir a vernos, no es fácil ver unos pellejos con huesos que todavía se mueven- trato de levantarse y la ayude con mi mano que había empezado a sudar abundantemente.
Entonces supe que el verdadero rostro de la enfermedad es la vergüenza. De ser objeto de la compasión de los demás, de la degeneración física, de la imposibilidad de que te mantengan la mirada. Sonó el teléfono.
- Papa, que os han dicho, que tal esta Mama—pregunto Julia al otro lado del auricular.
|