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Inicio / Cuenteros Locales / dolordebarriga / Joia Vanidad XIV

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Ocurrió hace más de un año, aunque el prólogo sucedió, creo, hace casi tres. Conocí al suizo un día que andaba tomando fotos a lo bruto, sin mostrar respeto alguno hacía las personas que fotografiaba. Se lo dije, se molestó y nos caímos mal.

Por la noche me lo encontré en el bar de gringos e inició él el acercamiento. Tras una disculpa, mutua, y una cerveza, volvimos a comenzar desde cero. Hablamos y bebimos, bastante, hasta que nos echaron del bar porque ya lo cerraban. Sin ningún sitio a donde ir nos despedimos y nos dijimos hasta la próxima sin saber, del todo cierto, si alguna vez nos volveríamos a ver.

Sucedió que si, que casi al año, regresó ya que quería acabar el reportaje y le faltaba, tras la exhumación, fotografiar la entrega de los restos, ya identificados, a los familiares sobrevivientes. Nos encontramos, y tras el trabajo, reanudamos la conversación donde la habíamos dejado hace casi un año. Esta vez bebimos todavía más y cuando nos volvieron a echar del bar continuamos, primero en una cantina y luego en mi casa hasta casi el amanecer. Al final, antes de despedirse me dijo lo siguiente:

-Si alguna vez vas a la capital y tienes que alojarte en un hotel prueba en el hotel Austria, pero en la habitación 47, no en otra.
-¿Y dónde está eso?
-Cerca del mercado central.
-¡¿Estás loco?! Allí un gringuito no debe meterse.
- Ves y sal de día, directo del taxi al hotel y viceversa. Vale, la pena, ya lo verás.
-¿Pero de que estás hablando exactamente?
-Eso ya lo veras, si te atreves a ir, pero recuerda habitación 47, no otra, la 47.


Pasaron dos años y aunque bajé alguna que otra vez a Guatemala siempre me alojé o bien en Antigua o bien en la capital en casa de algún amigo. Ya en mi último día en Nebaj, mientras hacía las maletas y acababa de cerrar la casa, apareció una libreta perdida con emilios y direcciones y, ojeándola, encontré la del suizo y recordé su misteriosa proposición.

Si o si, debía pasar un día en la capital, pues mi autocar hacía Managua salía muy de mañana y no me quería arriesgar a viajar de noche y enlazar ambos autocares. Me daba un poco de miedo, porque la zona del mercado central está feota para los que tienen, como en mi caso, una pinta increíble de gringo, pero al final la curiosidad pudo más y decidí que, me acercaría por allí y si la habitación estaba libre, me quedaría en la misteriosa 47 a pasar la noche.

El hotel fue, pero ya no era. Todavía la estrecha fachada que daba a la calle principal, sobre una semidestrozada marquesina de yeso mostraba algunas destartaladas astas con restos de trapos de colores que alguna vez fueron banderas que pretendían dar fe de lo internacional que fue o pretendió ser el hotel. Las grandes y gruesas letras de molde que caían verticales en una esquina lo habían rebautizado con A STR A e inmediatamente pensé que tal vez, tiempo ha, una I o acaso una U gigantes había aplastado el cráneo de un desafortunado peatón que pasaba por allí en el momento menos indicado. La letra con sangre entra.

El hall era oscuro, pintadas las paredes con desconchados murales supongo que del Tirol u otros lugares idílicos de Austria. Al fondo, un mostrador de noble pero muy envejecida madera y tras él, un tipo de aspecto siniestro, nariz aguileña, tez blanquecina, delgadez extrema y gran altura pese a lo encorvado de sus hombros.

Di un respingo y me dirigí a él y con aire seguro pero a la vez distraído le dije que quería habitación para una noche, la 47. Escruté de manera obsesiva los posibles gestos y muecas del recepcionista, pero el tipo se limitó a extenderme la hoja de inscripción, a comentarme que eran diez dólares por noche que debía pagar por adelantado y que el ascensor no funcionaba, por lo que si quería alojarme en la cuarta planta debería cargar con la mochila por las escaleras.

Mientras subía las escaleras, un poco decepcionado por la nula atención del recepcionista a lo que yo suponía era una extraña petición, barruntaba que me iba a esperar en la famosa 47. Un pasillo largo y estrecho, una moqueta, antes verde, absolutamente roída, puertas a los lados con los números de las habitaciones y sobre el fin del pasillo, la 47.

Mi decepción aumento muchísimo cuando logré abrir la puerta y echar un vistazo dentro. Una habitación también estrecha, una cama matrimonial pegada a una pared, una puerta tipo terraza, tapada con una gruesa cortina en el lado opuesto por el que yo había entrado y otra en el otro lado, que como pude comprobar daba a un baño que había conocido tiempos mucho mejores. Olía a desinfectante y daba asco caminar sin zapatos por la moqueta de la habitación. Las sábanas, que hedían a lejía, estaban limpias pero tan lavadas que ya habían mutado a un amarillo nicotina de aspecto repulsivo.

Me senté en la única silla de la habitación, hacerlo en la cama me daba, todavía, a falta de la confianza, un poco de asco, y abrí el libro que estaba leyendo a la espera de que sucediera algo. Dos horas más tarde estaba cagándome en el suizo y en todo su árbol genealógico.

Me entró hambre, salí a la calle y me compré un par de hamburguesas con patatas en un puesto callejero, pues me daba un poco de miedo alejarme demasiado en tiempo y distancia del hotel. Al volver a entrar cargado con la comida, le comenté al siniestro recepcionista, esperando algún tipo de señal, “Está bien la habitación” a lo que él me respondió sin levantar la vista del periódico amarillista que estaba leyendo, “Cuidado con la comida, no vaya a manchar la alfombra”. Primero me quedé perplejo, pero luego solté una larga y sonora carcajada franca, pues era del todo imposible ensuciar más esa moqueta. El tipo alzo la vista me dirigió una mirada de desaprobación y volvió a su lectura.

Tres horas más, ya oscureciendo sobre ciudad de Guatemala, y yo todavía sin entender que carajo hacía en esa mierda de lugar. De repente, un fuerte ruido fuera del edificio, me hizo prestar atención, por primera vez, en la puerta que ocultaba la pesada cortina. Tras descorrerla pude darme cuenta de que daba a un balcón grande.
Tras forcejear un poco con ella logré abrirla y al salir al balcón comprendí, por fin, el misterio de la habitación. El balcón, el único de todo el edificio, colgaba, a una altura considerable, sobre el mercado central de la ciudad, una inmensa extensión, más de dos campos de fútbol, por lo menos.

Tras recorrer mi vista los 380 grados puede cerciorarme que la fachada posterior del hotel era la única de más de una planta que daba al mercado resultando además que todas las demás fachadas que daban al gran mercado eran patios cerrados por gruesos muros rematados o bien por pedazos de cristales rotos o bien por alambres de púas.

Asomándome pude comprobar que mi habitación era la única que tenía, no sólo balcón, sino visión, hacía el mercado pues las de los pisos inferiores carecían siquiera de ventana en esa pared.

Un poco abatido, porque ahora ya estaba seguro de que una rubia espectacular vestida con un escotado traje de noche y calzada sobre altos zapatos de tacón no iba a llamar a mi puerta con el fin de mostrarme la Guatemala prohibida, me dispuse a intentar sacar partido a mi nuevo tesoro.

Pronto me di cuenta de que por tonto me había perdido lo mejor, el mercado en plena actividad, pues ahora ya, cayendo la noche, las paradas estaban cerradas y un inmenso ejército de hombres armados con escobas y cubos con agua se afanaban por barrer los estrechos y laberínticos pasillos que conformaban el inmenso mercado. Visto desde arriba, plano general a vuelo de pájaro, el espectáculo resultaba fascinante.

Sin darme si quiera cuenta, ni notar el frío que comenzaba a invadir la ciudad, el tiempo, sin pasar, fue pasando, los basureros terminaron su labor y abandonaron el mercado por una de sus cuatro entradas cuyas verjas, inmediatamente, fueron cerradas con triple candado por los guardias de seguridad que tenían como misión vigilar, desde fuera, que nadie entrara al recinto.

La luna, llena y alta propiciaba el magnífico espectáculo. Al poco, arreciando el frío, los guardias comenzaron a juntarse entorno a dos o tres oxidados bidones de chapa en los que ardían improvisados fuegos. Una hora más y los vigilantes comenzaron a desaparecer, uno tras otro tras una portezuela que daba a un callejón lateral. Supongo que o bien era una cantina, o una casa de citas o quizá tenían camastros donde saltarse el frío y el trabajo.

Durante un tiempo todo el mercado fue para mi solo, pero después, tres sombras se deslizaron junto a la verja exterior, la escalaron en un abrir y cerrar de ojos y saltaron dentro. ¿Ladrones?, ¿Vagabundos en busca de algo que llevarse a la boca?

Mientras me disponía, intrigado y divertido, a seguir su devenir, me percaté de que desde el extremo más alejado de mi balcón, un segundo grupo de sombras, mucho más numeroso que el anterior, realizaba la misma operación.

Con un ojo sobre cada grupo iba siguiendo sus movimientos. Comprobaban candados de los puestos, se agachaban, supongo que con ganzúas intentando forzar alguno, conseguían en alguna ocasión su objetivo, entraban en la parada y al poco salían con sus mochilas un poco más llenas.

Durante unos cuarenta minutos ambos grupos estuvieron recorriendo partes distantes del mercado pero poco a poco iban convergiendo. Desde las alturas, yo, fascinado y agradeciendo para mis adentros al suizo la revelación de su secreto, observaba cada vez con mayor atención.

Llego un momento en que los ruidos de unos alertaron a los otros y viceversa. Entonces, presurosas manos a los bolsillos o mochilas, silencio absoluto, quietud primero, andar de puntillas después. Desde arriba preveía los movimientos de ambos grupos y, bastante antes de que sucediera, pude saber que se iban a encontrar.

Fue al llegar ambos, por extremos diferentes, a una misma calleja del mercado.

Silencio otra vez, la tensión se palpaba desde el balcón. Los dos grupos se observaron, comprobaron que ninguno tenía como misión vigilar el reciento sino que ambos estaban allí por lo mismo y ya con menos miedo aunque con la misma precaución, el grupo más numeroso, pude contar diez, comenzó a acercarse hacía el más pequeño.

Del mayor surgió un grito “¡Esos cerotes son salvatrucha!”, y todo se desencadeno. Los tres comenzaron a correr, cada uno en una dirección y los diez se lanzaron a la caza. Yo podía seguirlo todo a la perfección y jugaba a adivinar la suerte de cada uno.

El mercado estaba formado por miles de desordenados puestos y cientos de callejas zigzagueaban entre ellos. Los puestos eran cajones herméticos, algunos creados a partir de chapa y lámina, otros de mejor calidad. A ras de suelo no podías ver más allá del siguiente cruce, pero el panorama desde arriba era preclaro.

Al poco me di cuenta de que uno de los tres corría, sin perseguidores, hacia su segura salvación, el segundo llevaba, pero a bastante distancia, tres tipos tras sus pasos y todo, por tanto, dependía de que pudiera mantener el ritmo.

El tercero no parecía tener tanta suerte. Siete perseguidores, divididos en un grupo de cuatro, tras él, y otro de tres que, a tientas, y guiándose por el origen de los ruidos, intentaba rodearlo.

Pensé, “como gires a la derecha estás jodido”.

Giró a la derecha.


A medio camino, sin posibilidad de meterse en ningún sitio, el grupo de tres le cortó el paso por delante. Se dio la vuelta y vio que el de cuatro estaba detrás, que no había posibilidad de escapatoria. Se paró y respiro agitadamente, intentado recuperar las fuerzas. Sus perseguidores hicieron otro tanto. Debió pasar un minuto o más en completo y tensísimo silencio.

Después de entre las ropas salió un cuchillo, luego otro, y otro más. El perseguido también extrajo el suyo.

Podía gritar y llamar su atención, intentar asustarles y darle una oportunidad, pero aferrado a la barandilla del balcón, permanecí impasible en silencio.

Uno se agachó y agarró una botella olvidada. Con un gesto rápido la lanzó contra la víctima pero ésta, ágil la esquivo sin problemas y desde el balcón pude oír como se hacía añicos al impactar sobre una persiana metálica.

Mas cosas volaron, botellas, piedras, latas. Ahora ya no podía con todas y con la mano libre intentaba cubrirse el rostro. Una piedra grande impactó en la parte posterior de su cabeza. El tipo se tambaleó, y en una fracción de segundo el grupo se echó sobre él.

Fue rápido y casi ni me dio tiempo de tomar consciencia de lo que sucedía. A los cinco segundos el tumulto se había deshecho y todos corrían hacía el exterior del mercado.

Cuando volví a fijar la vista en el lugar donde todo había sucedido, vi al tipo. Estaba tendido en el suelo, con mitad de la espalada apoyada en uno de los puestos y se agarraba con ambas manos el cuerpo, bajo las costillas. Notaba como respiraba agitado primero, buscando el aire que le faltaba y como, poco a poco, su respiración iba disminuyendo.

Entonces alzó la vista.



Y me vio.


Flotando en el aire, en el balcón, frente a la luz de la habitación, vestido con una camiseta blanca de manga larga, unos jeans y el pelo largo que ondulaba al compás del viento.


Abrió mucho los ojos, separó la mano derecha de su vientre y la alzó por encima de su cabeza.


Mirándome con ojos asustado hizo la señal de la cruz.


Sin pensar, yo desde arriba y también con mi derecha, tracé en el aire, a mi vez, una lenta y ceremoniosa señal de la cruz

El tipo sonrío, ahora ya con tranquilidad, cerró los ojos y su mano cayó muerta junto a su pecho.


Todo quedó en silencio y pasaron las horas. Yo no me podía mover de allí. Al amanecer se abrieron las puertas del mercado y los dueños de las paradas comenzaron a entrar para preparar su venta. Una mujer gritó, todos se arremolinaron. Al rato llegó la policía y unos fotógrafos de prensa. Acordonaron la zona, hicieron dibujos con tiza, llegó la furgoneta de la morgue, dos funcionarios cargaron el cuerpo y todo acabo.

Entré, me lave la cara, agarré mi mochila y salí de la 47.

Al pasar frente al mostrador, el conserje siseó.

- ¿Le gustó la 47?


No contesté, salí y tome un taxi hacia la Terminal de autobuses.






Pero si os pica la curiosidad os puedo confesar algo.




Si, si que me gustó.


















Esa noche fui Dios.


Vuestro, no puedo decir que no lo haya disfrutado;

Dolordebarriga


PD: Es para ti Merodeador, hace mucho te dije que, a cambio de tu maravilloso regalo, yo te debía uno que pudiera corresponderle. No es tan bueno como el tuyo, pero me siento contento con él y no me da vergüenza que sea éste el que lleve tu nombre.

Con Dios amigo, ahora si, cuenta saldada. Pero seguiré escribiendo. Escribir, aunque sea mal, me hace sentir inmortal. Como a ti, Mero, como a ti.

Texto agregado el 11-01-2008, y leído por 174 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
11-01-2008 Ahora me has dejado muerta de la curiosidad. Ingrato; en serío hay una 47? jajajaja... No, ya sin bromas. Me ha gustado mucho el texto, sobre todo ese final hacía donde nos has traido. Un abrazo grande Dani. Y nada, que Merodeador nos sigue vigilando. Tú sabes. Thais_
 
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