Ayer día veintiocho de octubre de 1982 me presenté en el que creí mi colegio electoral. Dispuesto a ejercer el derecho al voto. Fui proyectado como un dibujo animado, cuyas formas se harían humanas al llegar a los corazones de la gente. Alcancé sus latidos en tiempo de record, cometiendo el error de creerme un igual entre los ciudadanos. ¡Qué desengaño! En el vestíbulo me vi zarandeado en un abrumador recibimiento: felicitaciones, aclamaciones, abrazos... Guardada la cola, entregué al presidente de la mesa electoral B una cinta de vídeo en la que acreditaba mi identidad. Seleccioné para la ocasión el mejor de mis capítulos. Han transcurrido doce amargas horas desde el pretendido vano intento. Son más de las cuatro de la madrugada y puedo dormir. En mi mente se repiten una y otra vez las humillantes escenas vividas cual vulgar fruta; las martilleantes frases de consuelo acentuando su antónimo desconsuelo: "¡Ánimo Naranjito, llegará el día en que las naranjas españolas puedan votar!"