Día a día.
El regreso suele ser siempre de la misma forma: primero por Vespucio, luego San Pablo, San Francisco y por ultimo Vicuña Rosas. Un viaje conocido, con muy pocas variaciones, a no ser por los arreglos en el camino y que son frecuentes en esas avenidas, o por algún otro inconveniente inesperado. El camino puede ser oscuro y frío; o calido y luminoso; o acompañado con la frescura tan grata de fines de septiembre. Sin embargo, siempre es el mismo camino, con las mismas heridas en las calles y en las fachadas de las casas y los mismos perros vagos en todas partes que te ladran al pasar, como si te insultaran por molestar su inercia. Manejo con la vista hacia adelante y con los líos del trabajo en la cabeza que me persiguen o me acompañan silenciosamente todo el camino de regreso. Miro como el último semáforo antes de llegar a casa, me da la bienvenida con un guiño rojo que pronto cambia a verde. Llego a casa, sin ningún sobresalto. Subo hasta mi piso y busco las llaves. Abro la puerta y mi departamento está silencioso, oscuro y frío, más que de costumbre, pienso y me quedo un instante decidiendo si realmente quiero entrar o no. El día tiene ese aire de lentitud insoportable, de no querer irse, de ser igual al anterior y al anterior de éste y así. Yo siento como ese peso se acumula en mi cuerpo, en mis ojos y en todo mi semblante que cada vez se torna más solitario y sin quererlo, me siento así, solitario. Entonces me desanudo la corbata y me quito la chaqueta y siento el alivio de dejar el trabajo atrás, olvidado donde corresponde, lejos, pero no lo suficiente como para disfrutar de mi tiempo en la soledad de mi hogar. Antes de dar dos pasos más en dirección a la cocina, escucho el timbre, espero un momento y este vuelve a sonar, voy hasta la puerta y tras ella veo tus ojos que son tan negros como lo es tu pelo que es como mirar el mar infinito de la noche. Sonríes y haces un gesto con la mano a modo de saludo, y yo me quedo hipnotizado, sin palabras ante ti, pensando en la idea de que ya no te volvería a ver.
Te quiero, me dices, sin más, con la misma sonrisa de una niña traviesa que está confesando una maldad que la hace feliz. Yo te miro sin comprender. Te quiero, me repites nuevamente, te lo tenía que decir, he caminado horas antes de decidirme. Yo te miro otra vez confundido y sin saber que decir. Entonces tú tampoco dices nada y nos quedamos un largo rato en silencio, en la puerta, como si esperásemos la intervención de alguien mas, de un tercero que nos ayude con las palabras que no se deciden a salir de nosotros. Tú me miras e interpretas el silencio como una respuesta. Mejor me voy, me dices y te das vuelta. No, no, espera, yo también te quiero. Entonces regresas, te acercas y con tu mirada que es altanera o inocente, no lo sé, me sometes. Quieres pasar, te digo. Tú asientes y entras con ese caminar como de felino, silencioso y sensual y yo miro como tu pelo negro y ondulado se desparrama por tu espalda y sueño con tocar tu piel, tan suave, como la juventud de tus años. Entonces tú te das la vuelta y me sonríes coqueta otra vez, y yo siento que ahora el día tiene un nuevo sentido y que está recién empezando en tus ojos de eterna y bella oscuridad y contradictoriamente, me siento feliz de la lentitud de las horas.
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