Lejos.
Estoy enamorado de ti, le dije, tomándole las manos, acercándola hacia mí, y mirando sus brillantes y avasalladores ojos verdes. Ella guardó silencio un instante y separo sus manos de las mías. Me caso con Marcos, me dijo, estoy embarazada. Yo me quedé helado y sentí como la sonrisa que tenía en la cara solo unos segundos antes, se transformaba en una mueca contradictoria. Bajé la vista mirando las baldosas del piso, como si en ellas hubiera algo escrito que pudiera decir en esa situación. Luego miré la casa, las cajas de las películas que habíamos arrendado en la tarde y visto en la noche, los trozos de pizza que no comimos, el reloj de la pared que marcaba las cuatro y media de la madrugada, y por ultimo, mi abrigo en un sillón. Lo tomé, me lo puse, la miré de nuevo y se veía como siempre, esplendorosa y bella. Ella me tomó del brazo sin decir nada. La miré y me entregué a ese contacto que supuse, sería breve. Eres mi mejor amigo, me dijo por fin, me acarició una mejilla y me miró expectante. Yo no respondí, me separé de ella y salí a la calle. Afuera, la avenida estaba silenciosa, tranquila y fría, y ese estado solo era interrumpido por los gritos de ella, que yo ya no escuchaba. Caminé por Elisa Correa a paso lento, las casas se veían inertes y oscuras. El cielo estaba nublado y se teñía de un color rojizo que hacía presagiar una inminente lluvia, pero no llovió. Sin saber cómo, llegué a Vicuña Mackenna, me senté en un paradero solitario y esperé a que apareciera alguna micro, cualquiera, no me importaba mucho el destino en ese momento. A mi espalda había una estación de servicio abierta. La miré sin ningún interés en especial, después me concentré en la calle que estaba desierta, no llevaba reloj así que no sabía que hora era. Cerré los ojos y escuché los sonidos de la noche, los lejanos ladridos de los perros, el zumbido del foco malo del poste que estaba a mi lado y en algún lugar, la frenada subita de un auto. Desee ser el conductor de ese auto, o el dueño de ese perro o algún trabajador de la estación de servicio, pero lo que más deseaba era estar en mi cama y quitarme este cansancio, este peso, que aunque suene contradictorio, me mantenía claro, lucido y despierto. Miré la estación de servicio, pensé en un café pero me arrepentí. A mi lado había un perro sentado en el suelo que me miraba como si esperara a que le dijera algo o como si él quisiera preguntarme algo a mí. Hola perro, le dije. Él movió un poco sus orejas, dibujó un par de círculos donde estaba sentado y se ovilló en el suelo quedándose dormido después de un rato. La primera micro pasó una hora después, iba rápido y no paró. La segunda sí lo hizo, iba vacía, me subí, pagué el pasaje y me senté al final. Puse mi cabeza contra el cristal, miré como Santiago despertaba y se ponía en movimiento, mientras que yo me quedaba dormido escuchando los rugidos matutinos de sus calles. Soñé con ella y su carita de gato y la casa de la playa, y muchas cosas más que no tenían relación entre si. Cuando desperté, el chofer me sacudía el hombro. Ya, se acabó el recorrido, me dijo, mientras yo intentaba hacer calzar sus palabras con las imágenes de mis sueños que aún tenía en la cabeza. Me bajé, el día estaba soleado, me quité el abrigo. No sabía dónde estaba, pero desde ahí, se podía ver todo Santiago. Me senté en la cuneta, respiré hondo y me sentí bien de estar ahí, en ese lugar, y muy lejos de todo.
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