Habían sido días difíciles, todos estábamos abrumados, pero la mayor preocupación, era la pequeña Sabrina…
A sus cuatro años, nos preocupaban los procesos de adaptación, no solo a los cambios de ambiente, sino a las situaciones inesperadas que nos trae la vida de sorpresa.
Ya teníamos un par de semanas en la nueva casa, un cajoncito de dos pisos mal puesto en medio de un gran patio que permitía el recreo de tres perros, un gato, múltiples plantas y arbustos que intentamos ornamentar y la compañía constante de insectos y especies endémicas que todavía no aparecen en los libros de biología.
Una tarde luego de un pasa día dominical entre amigos en aquel nuevo rincón, mientras nos despedíamos, Ángela, esposa de mi compadre, escucho a la pequeña Sabrina hablando sola en la escalera como en forma de susurro; con quién hablas Sabry?, -preguntó Ángela-, con nadie!, respondió con rapidez Sabrina, mientras corría cantando rumbo a su habitación.
Lo sucedido no tardó en convertirse en el tema de discusión de la noche. Me preocupa mucho –dijo la mamá de Sabrina-, a veces los niños refugian sus temores en amigos imaginarios y eso no me gusta; tampoco exageres! –dije con voz profunda-, tu nunca haz hablado sola?, -le pregunté a mi mujer-, si –respondió-, pero yo nací dañada de fábrica!. Las risas fluyeron y el tema quedó cerrado por aquel breve momento.
En los días posteriores Sabrina siguió conversando en la escalera, como si fuera su rincón predilecto para tal inusual tarea. Una tarde mientras cocinábamos llegó de manera silenciosa y bajó el volumen del equipo de música y volvió a la escalera; qué haces Sabry –le pregunté junto con su mamá-, es que el señor de la escalera me habla bajito y quiero escuchar bien…la piel de gallina no se hizo esperar, no solo en mi, sino también en la madre de Sabrina…nos miramos y empezó el rompecabezas.
Yo creo que la niña necesita un psicólogo, -exclamó la madre-, yo no sé –respondí-, quizás hay que darle tiempo, vamos a analizar su comportamiento, hablar con sus profesores del colegio y ver si es solo parte de su proceso de adaptación a toda la situación.
Así lo hicimos, pero para nuestra sorpresa, todo parecía bien. La pequeña Sabrina estaba más risueña que todos, los ojos le brillaban como aquel que se siente seguro y confiado, como aquel que no ha atravesado ningún obstáculo, era mas bien, la única que irradiaba paz en la casa completa. No obstante, no pasaba un día sin pasar su típico momentito conversando bajito con el señor de la escalera.
Aunque se veía radiante, ya no aguantaba yo mis lágrimas de solo pensar que la estaba perdiendo, que se me escapaba en aquella frontera entre la genialidad y la locura y que ni su madre, los psicólogos, los profesores, amigos y yo, habíamos podido ayudarla a sobre pasar todo lo acontecido.
Era tarde en la noche y los mosquitos ya empezaban su guardia cuando decidí darme el último sorbo de mi trago en aquel gigantesco patio, momento único en el que podía llorar a solas nuestra pérdida, sin que Sabrina y su madre presenciaran tal evento. Cerré las puertas, apagué las luces del piso inferior, subí a darle un beso a la princesa que dormía y cuando me disponía a apagar la luz de la famosa escalera, por primera vez, lo vi.
La piel se me erizó como aquel que ha visto un fantasma, las lágrimas me corrieron como ríos desbordados mientras caía de rodillas pidiendo perdón en aquella escalera…dos finas franjas de ventana dejaban atravesar la brillante luz de la luna, iluminando sus costados como si aquel bombillo encendido estuviese haciendo su trabajo en vano…me observaba fijamente a los ojos como todos los días que pasaba yo evadiendo su mirada, con aquella ternura del que te dice: “hasta que por fin nos encontramos”.
Me repuse luego de un tiempo indeterminable, dejé la luz encendida y me acosté al lado de Sabrina tratando de no despertarla, se volteo y me abrazo mientras entre sueños susurraba: -te quiero papá-.
Todos estábamos equivocados, no era la pequeña la que necesitaba ayuda, éramos nosotros los que estábamos nadando a la deriva, mientras a ella, ya se lo habían explicado todo.
No sé cuanto duró mi encuentro, solo se que aquella imagen colgada en la fría pared de la escalera, obra famosa que ahora no recuerdo ni su nombre, con una mano en alto y la otra en su corazón, me lo dijo todo y lo vi con claridad… “no te preocupes más, confía en mi y todo saldrá bien”, fue lo que me susurró con ternura, el Señor de la escalera…
Galop./
6/nov./2007
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