Cuando llegué al jardín, miré alrededor. La luz que bañaba todo el ambiente era tan intensa que tuve que cerrar los ojos por unos segundos, el brillo circundante hería mis retinas. El cielo estaba tan iluminado que era difícil distinguir las formas de las plantas desde el sitio donde, extasiada, trataba de contemplar el cuadro que se delineaba ante mis ojos.
Al posar la vista sobre las hojas, vi dibujarse figuritas animadas que invitaban a soñar y a volar a otras dimensiones. Vislumbré a los pintores del impresionismo y concluí que si ellos se hubiesen inspirado en este jardín para pintar, no hubiesen tenido que darse tanta prisa porque ni la luz ni los colores cambiaban con la rapidez como cuando ellos plasmaron sus impresiones en los lienzos. Todo era tan estático y tan brillante que era difícil percibir a plenitud la mezcla de los verdes que el follaje proyectaba por el efecto de la luz, no obstante, el cuadro seguía dibujándose ante mis ojos.
Los árboles y los arbustos tomaron vida propia como si se contaran los placeres, los sentimientos, los deseos y las aventuras vividas por cada una de las plantas atrapadas en ese lienzo. El verdor reinante me hizo tomar consciencia de que no había casi flores, además, tuve que admitir que desconocía hasta el nombre de las plantas que me recibieron sin reverencia.
Ellas parecían adivinar que yo desconocía su mundo y como que no estaban muy alegres ni dispuestas a dejarme curiosear su reino. Sus hojas estaban tan quietas como los porrones que las albergaban. Hice un recorrido buscando algunas que me sonrieran para romper el hielo que nos distanciaban, pero no, nada ocurría. Quería mirarlas no únicamente con los ojos, sino con todos mis sentidos hasta identificar el dialogo entre ellas, palparlas, sentir sus texturas y tersuras, sus partes ásperas, peluditas y húmedas; sentir su sabia alimentándolas.
Comencé a acariciar una de las pocas plantas con flores. El frío en mi piel reflectaba su acogida, pero cuando los dedos intimaron en caricia con el haz de sus pétalos, el ambiente se torno tibio. “Tú y Yo Gigante”, dijo llamarse. Sus hojas pequeñas parecían, a simple vista, tiernas y tersa como yo he soñado que son las alas de los ángeles. Sin embargo, al arrullarlas, me impactó sentir la textura fuerte como la de un cactus. La volví a acariciar y ya no me pareció tan áspera como al principio. Con los ojos cerrados, la contemplé. Sentí como si ella me cubriera con un manto de caricias; percibí sus palabras como un beso al oído, como el tenue roce de la brisa. Reí y noté que ella vibraba con mi risa. Me di cuenta de que había empezado a entablar un dialogo sutil con la planta. Le pregunté el porqué de su nombre, y sonriendo me contestó que era para diferenciarse de otra que se parecía a ella, pero que las flores de esa otra eran más pequeñas y menos hermosas que las suyas. Reí nuevamente, y Tú y Yo lo hizo conmigo. Recordé a otra planta que conocía con ese nombre. Ciertamente, sus flores eran más pequeñas que las de Tú y Yo Gigante, pero las que guardaba en mis recuerdos no eran menos hermosas que éstas. Volví a sonreír, y Tú y Yo Gigante me hizo una reverencia con cierta picardía. Me percaté de que ella dejaba su vanidad al descubierto con un placer indescriptible porque estaba consciente de que su presencia en ese jardín, era como la de una obra de arte que atraía luz y embellecía el espacio de un modo muy peculiar.
Seguí recorriendo el jardín, tratando de encontrar más plantas con flores y a medida que lo hacía, empecé a tejer una historia en mi mente: me acordé de Alicia en el País de las Maravillas, pero la Alicia que yo imaginé no era la niña rubia, de cabellos largos y de ojos como el cielo del clásico infantil. Era otra Alicia entrada en años por cuyos cabellos habían pasado muchos atardeceres. Recordé a Maravillas, una dama de una Página de Cuentos que en una foto aparece entre girasoles. Siempre he pensado que el fotógrafo que tomó esa foto, captó el alma de esa dama. Entonces, tejí en mi esencia un poema escrito por Maravillas, si ella hubiera sido la huésped del jardín.
Recordé a Isabel, otra amiga de la misma Página que todos conocemos como Hadaa. Empecé a bordar su imagen en mi corazón con hilos de plata y de oro, y mis pensamientos se convirtieron en pinceles que agregaban colores azules, violetas, rosados y celestes a sus alas, a sus cabellos, a sus vestiduras, según la iba soñando.
La percibí llena de encajes convertida en un Hada que tomaba diferentes formas: unas veces era el Hada del Fuego, otras el de las Energías; la vislumbré como a las Ondinas o Hadas de los ríos, como un Hada Soñadora, como la del Amor, como Hada de la Tierra, como los Elfos, como Hada de los Bosques. Cuando la delineé de esta última forma, la bordé volando entre las plantas, posándose sobre ellas, recitándoles versos al oído para hacerlas felices; rogándoles, a su vez, que me ayudaran a entender su mundo.
El Hada de los bosques envolvía las plantas en un mantón azul, bordado en hilos de seda, danzaba con ellas músicas tradicionales de todos los mundos visitados y volvía a suplicarle a las plantas que me permitieran compartir su mundo. El Hada de los Bosques me abrazó también en su manto azul y me hizo danzar al compás de la música que salía de sus labios. Luego, me preguntó por qué quería contemplar plantas con flores. Cuando le contesté que quería percibir sus olores, río burlonamente y dijo.
- No desesperes. No pienses en nada, pon tus sentidos y tu corazón en armonía con la naturaleza toda.
Cubriéndome nuevamente con su manto de hilos de seda me guió a una planta que se llamaba Pelo de Indio. Cuando me senté frente a ella y la comencé a acariciar pensé.
- Y ésta se debe llamar Pelo de Indio porque sus hojas son lacias como los hermosos cabellos de los indios.
No había terminado de tejer estas palabras en mi mente cuando Pelo de Indio me respondió con voz suave, pero firme.
- Te equivocas, me llamo Pelo de Indio porque fui sembrada por vez primera en esta región por un indígena que me trajo de la montaña. Cuando vivía en la montaña, el frío y la nieve no dejaban que mostrara a plenitud mis encantos. Mis hojas eran verdes como la grama, pero no eran brillantes como las ves hoy. Cuando fui traída a esta región, el sol sacó brillo a mis hojas, sin embargo, yo no quería perder mis raíces y, por eso, le pedí al astro sol que permitiera que una estela blanca se asomara en las orillas de mis hojas para no olvidar mi procedencia. El sol me complació, y ésa es la razón por la que puedes ver hoy día mis dos colores. Si observaras con tu alma, te darías cuenta de que mis hojas no son totalmente lacias como los cabellos de los indígenas, sino que tienen unas ondulaciones en el medio. Éstas simbolizan los picos de las montañas de donde provengo. Si prestaras aún más atención a tu real ser, ya hubieras descubierto lo que andas buscando.
Ante aquellas palabras llenas de sabiduría, me quedé quieta, muy quieta, respiré profundamente y acaricié las hojas de Pelo de Indio que ya no eran hojas entre mis dedos, sino los cabellos de aquel indígena que había traído esa planta a nuestra región. Arrullé, como si de un niño se tratara, el nervio central de la hoja, las venas laterales, el pecíolo; percibí cómo la savia corría por ellas como si fuera la sangre de aquel indio que la había trasplantado. Visualicé el dialogo filosófico, intimo y sutil que entabló la planta con el aborigen cuando la transportaba a esta región. Escuche, con todos mis sentidos, cuando el indio le hablaba sobre el significado que el sol y la luna tenía para ellos y el lugar que esos dos cuerpos celestiales ocupaban en sus rituales sagrados; oía, también, cómo ese nativo le narraba cuentos que hablaban de los amaneceres, de las cosechas, de los ríos, de la lluvia, del canto de las aves, de las danzas indígenas, de la tierra, de la vida cotidiana de esos pueblos.
Mientras tocaba los bordes de las hojas, sentí que acariciaba el rostro de aquel nativo que había trasplantado la planta. Mi corazón empezó a palpitar al mismo ritmo que la savia que corría por las hojas, que ya no eran hojas entre mis manos, sino un ser con sensaciones y deseos. Cuando acariciaba el haz y el envés, era la piel del indio la que tocaba. Cuando palpé el tallo de la planta, era el cuerpo del indio que se dibujaba en mis manos. Haciendo todo esto, me di cuenta de que nuevamente estaba entablando un dialogo de esencia pura con esta planta como lo había hecho con Tú y yo Gigante y que compartía mis sensaciones, mis emociones y mis fantasías con Pelo de Indio.
Empecé a sentir olores como si alguien regara especies por todo el ambiente. Olía a menta, a pino, a perfumes de plantas que yo no conocía. Esos olores se mezclaron con otros que conocía, y tomé consciencia de que no necesitaba flores para percibir las esencias que buscaba ya que todo bullía dentro de mí cuando logré sintonizarme, armonizar.
Vislumbré flores por todas partes, me vi rodeada por un mundo de colores, de olores, de plantas que me hablaban. Distinguí, a ojos cerrados, cosas que no había visto y me identifiqué con el mundo de las plantas, antes tan distante. Comprendí que el tiempo que había compartido con las plantas me sirvió de reflexión para entender aspectos de mi vida. Ante esta emoción, solté un llanto profundo y Pelo de Indio exclamó.
- Cuando entraste, percibí tu inquietud por no entender nuestro mundo y ahora te pregunto: ¿puedes entender completamente el tuyo?
- No, – respondí- no puedo.
- Entonces, ¿qué te hace pensar que con nosotras si lo ibas a lograr?
- No sé, - exclamé.
Pelo de Indio agregó.
- Así es con todo en la naturaleza. Sólo puedes entablar un dialogo sutil con los que se identifican con tu real ser, nada más. ¡Nunca olvides esto!
Dicho eso, acaricié por última vez las hojas de la planta, besé a Pelo de Indio y me despedí. Cuando la estaba besando, sentí que Pelo de Indio me devolvía el beso y me hacía una reverencia, igual que Tú y Yo Gigante. Hice lo mismo. Me dispuse a salir y me dijo al oído.
-Te voy a dar el final del cuento que tienes en tu cabeza.
- ¿Y cómo sabes tú que tengo un cuento en mi cabeza? – Pregunté, asombrada.
- Porque lo sentí cuando pasó por tu mente.
- ¡Uhm! – Exclamé.
Me incliné para escuchar bien a Pelo de Indio, y me dijo.
- Cuando escribas tu cuento, di al final que Alicia estaba un poco senil y que olvidaba mucho las cosas que le pasaban, que su hija la llevaba todos los días a los jardines de la ciudad para que compartiera con las plantas, pero que un día cuando salió de uno de esos jardines y subió al auto de la hija, ésta le dijo.
- Mamá, ¿cómo la pasaste hoy en el jardín?
A esta interrogante Alicia responde.
- ¿Cuál jardín? Yo estaba en un bosque.
- ¡Mamá, tu no estabas en ningún bosque, estabas en el jardín! - Exclama la hija.
Alicia, con toda la serenidad que sólo dan los años, replica.
- Hija, yo habré perdido la memoria, más no el corazón. ¡Yo paseaba por el bosque!
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