VIII. El Molina
Me resulta sorprendente que aquí, se pueda actuar de manera tan diferente a como lo hacemos en la ciudad. Donde vivo, en una situación parecida a la que me acaba de pasar, me coserían a preguntas antes de dejarme entrar en la casa y facilitarme datos y menos con nombres, como hizo Gelos. Tan chocante que siendo ella, la que de verdad, cuenta con las llaves y todos los parabienes de los propietarios, casi disculpa su presencia y hasta trata de justificar los cuidados que desarrolla en la casa. No hizo ni una sola pregunta sobre quién soy, qué hago aquí, quién me dio las llaves y qué relación tengo con Doña Paula, a la que ni conozco ni sabía de su existencia. De haber sido al revés y guiado por las costumbres del territorio donde vivo, posiblemente yo no hubiera ni abierto la puerta y de hacerlo, con un interrogatorio que ni los de Hacienda y de no quedar convencido, solo para recoger la bolsa de la ropa, si previamente no recibía instrucciones de la tal Doña Paula o de la Guardia Civil. Lo que son las cosas.
El clima, el aislamiento y la poca población, seguro que son los causantes directos de este comportamiento. En la ciudad, se mima con cuidados y atenciones lo que aquí se desprecia o se le teme y recelamos, de igual forma, con la misma desconfianza, pero sobre elementos contrarios. Aquí no hay mascotas ni perros con traje de domingo. Los tienen solo para defensa y protección. En vez de correas artesanales, del mismo coste que unos buenos zapatos, cubren sus cuellos con un collar de pinchos metálicos, que denominan “carlancas” y que les protege en las peleas con los lobos. Desde cachorros, son entrenados para tareas concretas, dependiendo de la raza o su utilidad más característica, como cazar, pastoreo y defensa de ganados, protección de los dueños y sus casas, etc. Nunca entran al interior de las viviendas y siempre están vigilantes de su entorno y lo que tienen encomendado, aunque parezca que están medio dormidos.
Esta y otras historias, forman parte de un rosario de encuentros que tuve en días posteriores con más vecinos que, alertados por las señales de la chimenea, vinieron a saludar a Doña Paula. A todos les di la misma explicación: que vine para un fin de semana, pero se había abierto algún punto de una operación reciente y en el hospital me recomendaron reposo y no viajar sentado. Se corrió la voz y desde entonces, pasó hasta el cura, ofreciéndose para cualquier necesidad.
Gente amable, servicial y en general, deseosos de complacer y encantados de tener con quién hablar, hasta el punto de que, en mis paseos por el pueblo, era difícil no ser invitado a un café o algún refresco, en el interior de las casas. También me obsequiaban con patatas, leche y otros cultivos de la zona que nunca, nadie, quiso cobrar nada. Salvo los ganaderos en el bosque y el encuentro casual con Gelos, a los demás, los conocí de una manera natural y espontánea y me aceptaron, como creo que se recibe a un familiar que vivió tiempo en un país lejano, o a un nuevo vecino que puede aportar al vecindario y a la comunidad, algún nuevo elemento no material ni de valor económico, pero con algún brillo que a todos beneficia. Me trataban como a un intelectual relevante, a un actor famoso o a un científico brillante. Estaba alucinado de las atenciones, simpatías y trato que me dispensaban.
Algo no cuajaba del todo en mi cabeza. Desde que llegué, multitud de impresiones y sensaciones se entremezclaban en mis pensamientos, con resultados contrapuestos y bastante confusos. De una parte, me parecía un mundo mágico, fantástico, alucinante y a la vez, duro, cruel y muy difícil y de otra, sencillo, natural, primitivo, desconocido y que, realmente, merecería la pena intentar descubrir. En algo más de una semana, conocí a todos los vecinos y de alguna manera, también visité sus casas. Hablé con todos y de todos, tenía impresiones positivas y cierta simpatía.
Bueno, todos no. De todos, menos del que parecía con más poder y que hacía las labores de Alcalde pedáneo. Le llaman “el Molina” por sus cantes de joven, imitando a Antonio Molina. Del parecido con la voz y el estilo con el artista y por lo bien que lo hacía, le quedó ese apodo para siempre. Entré en su casa, invitado por su mujer, donde coincidí con parte de los hijos, nueras y algunos nietos. Con el Molina, hablé varias veces y siempre entre más gente. Era normal que fuera abordado en la calle, por vecinos interesados en asuntos legales y de la alcaldía y todas esas consultas, se hacían en cualquier sitio y momento.
No me importa en absoluto el personaje, pero casi llegó a obsesionarme, pensando en él y el contraste con el resto de los vecinos. No fui capaz de localizar el prototipo idóneo para encuadrarlo y desconozco si es un ser excepcional, único e irrepetible, o se trata de un personaje habitual en la población de nuestro universo. De momento, me limitaré a dejar la foto que saqué con mis conclusiones.
Ahora, que ya tiene sus años y perdió la gracia, resulta un tipo tosco, rudo, malencarado y bastante bestia; grande, robusto y de ademanes lentos se parece bastante a un oso erguido sobre las patas traseras. De abundante y tupido pelo, mitad negro, mitad canoso, que le cubre toda la cabeza y casi la frente hasta pegar con las cejas, tiene aspecto de animal desconfiado y temeroso y su cara ancha y grandes orejas a cada lado, también recuerda a esas “cacholas” (*) que se cuelgan en los escaparates de algunas tiendas en días previos a la vigilia de la Semana Santa.
Todo él resulta enorme, compacto y descuidado. Torpemente vestido por lo mal que congenia su figura con cualquier vestimenta no realizada a la medida justa de sus proporciones, destacan sus fornidos brazos, sus grandes manos, su ancho cuello y la mirada escondida entre tanta desproporción y pelambreras que le cubren los ojos, le asoman de la nariz y le impiden la entrada de insectos en las orejas.
De boca ancha a la medida de la cara, resulta chocante la falta de expresión afable y risueña que, generalmente, acompaña a individuos cargados de kilos, de años y de experiencia, como debiera ser su caso. Su mirada es indirecta, triste y bobalicona como alejada del interlocutor que tiene enfrente y con el que está conversando. Es como si estuviera observando algo lejano y que cuenta, pero sin que eso que transmite, le afecte de alguna manera.
Cuando habla, escupe las palabras como hacen los comedores de pipas en los bancos de los paseos marítimos y en los patios de los institutos; salen las palabras sin ningún afecto, como órdenes o sentencias sin discusión posible. Y no es por las palabras o el tono en que las dice, es por la forma lejana y fría con que las suelta y la manera de mirarte cuando te habla. Tampoco te escucha. No hay gestos asintiendo o rechazando tus palabras y en cambio si puedes ver como sus ojos recorren toda tu figura observando como dices lo que intentas transmitirle. Parece como que no te oyese y que sólo está interesado en lo que él quiere que le escuches.
Todo su mundo está en el límite de sus propiedades: su casa, su ganado, sus tierras y su familia. No existe nada más. Los vecinos, los de otros pueblos y las personas con las que se ve obligado a tratar, son gentes con la que se tiene que encontrar pero con la que no quisiera tener más tratos que los imprescindibles.
No necesita de ninguno; son ellos los que le buscan y le obligan a hacer cosas, pero siempre a cambio de dinero o algo de lo suyo. Él y su familia sólo necesitarían del médico y para eso ya paga los cupones del seguro. También paga cada mes la jubilación para cuando se retire y esas dos cosas son las únicas fuera de su propiedad que le favorecen y con las que está de acuerdo.
Vive de lo suyo: de su ganado y de sus tierras, que trabaja con sus propias manos. A pesar de eso, tiene conciencia política y es un patriota y cumple la Ley. Ama a su tierra y se siente solidario y contribuyente voluntario para las causas justas. Fue soldado cuando le llamaron a filas y vota en cada convocatoria electoral. No tolera a los vagos, a los melenudos ni a los que se ponen pendientes como las mujeres y alambres y tatuajes por el cuerpo, como hacían los piratas y los legionarios Desprecia a los tramposos, a los maricones y a los cuentistas. Su Ley es el orden, el trabajo y la familia.
A pesar de su puesto de Alcalde pedáneo, no figura afiliado a ningún partido, pero se siente hombre de bien y los hombres de bien, son de derechas. Defensor de la propiedad y del esfuerzo en conservarla, desconfía de todos lo que se definen como progresistas porque buscan medrar a costa de los demás, de los que trabajan, de los que tienen, para repartirse, entre ellos, sus bienes y pertenencias; de los que hablan mucho y deprisa para que no se les entienda; de los que usan palabras como progreso, igualdad, bienestar, viviendas baratas y suficientes y que no haya pobres, cuando eso, todo el mundo sabe que es un cuento, que es imposible, que para eso, la gente tiene que trabajar.
Los comunistas hablan de todo eso, pero no dicen nada de trabajar y donde mandan ellos, como en Cuba, todo es del mismo: de Fidel Castro. Y el pueblo, en la miseria y muerto de hambre. Y los que no mueren de hambre, es porque tienen parientes que emigraron y les envían dinero para vivir o, porque emplean a sus mujeres en la prostitución con los turistas. Menudo ejemplo.
También hablan de la guerra y de los americanos y de los emigrantes y del petróleo. Menudo cuento. Toda esa gente habla y habla para que los votes y, si salen, colocarse y a vivir del cuento, incluido el cura, No trabaja ninguno y bien que comen, bien que visten, bien que alternan y siempre sin hacer nada. Tan sin hacer nada que por no hacer, no se hacen ni la comida, que andan siempre de restaurantes y de fiesta; claro que de invitados, que los que pagan son otros, como él, que para resolver trámites y cosas a las que le obligan para poder vender el ganado, cortar y plantar árboles en sus fincas, quemar malezas y rastrojos... y, sobre todo, para pelear con Hacienda y conseguir las subvenciones sobre el ganado que dan los del Mercado Común de Bruselas, se necesita contar con alguien que te oriente y te aconseje.
Tanto papeleo sólo sirve, en definitiva, para mantener a toda esa tropa de abogadillos, politicastros y cuentistas que te sacan la piel pero con los que, si quieres vivir, necesitas para que te resuelvan los trámites para poder comer de lo tuyo, pagando sólo lo que te corresponde y participando de las ayudas establecidas para pueblos y gentes como nosotros que, hasta ahora, apenas si sabían que existíamos.
Sólo nos tienen para que votemos y para sacarnos los cuartos. Si pudiera mandar, los quemaba a todos...
No me imagino en un mundo manejado por tipos como el Molina y sin embargo, es quién representa a los vecinos y de alguna manera, quién manda en el pueblo.
(*) cacholas: cabeza de cerdo ya saladas y abiertas por la mitad |