Las luces en el interior de la cápsula se encendieron de repente y la sacaron del sueño que ella disfrutaba. Una vez despierta, no pudo recordar el sueño, ni la razón por la cual lo había disfrutado tanto. El sueño había sido interrumpido de una manera tan violenta que le fue imposible pensar con claridad. Para colmo de males, el despertador hacía un escándalo insoportable.
Presionó el botón para salir y escuchó el movimiento de los mecanismos desplazando la cápsula hasta el pasillo, donde la puerta se abrió. Posteriormente salió de la cápsula y estiró sus miembros entumecidos. Sus ojos, con gran dificultad, se acostumbraron a la luz fluorescente del pasillo.
Muchas personas deambulaban por el pasillo de su edificio, en su mayoría preparándose para ir a sus trabajos, mientras otros volvían de los suyos y esperaban pacientemente que las cápsulas fueran desocupadas y limpiadas para poder disfrutar de un descanso.
Después de insertar la tarjeta de crédito en la cápsula, puso su brazo sobre el sensor para que se comprobara su identificación subcutánea y se hiciera el pago. Partió un tanto cansada a través del pasillo sin ventanas, escuchando a las personas hablar sobre sus trabajos, sus familias, el precio de una hora de sexo dentro de las cápsulas y cosas por el estilo. Dentro del ascensor había gente fumando, como si nunca hubiesen oído hablar del cáncer, vio como algunos de ellos podían hablar con el cigarrillo colgando de sus labios. En cada piso en el que se detenía, el humo salía, permitiendo por instantes ver más allá de la punta de la nariz. Antes de salir del edificio se detuvo por un momento en la puerta.
-La ciudad parece crecer cada día sin control. Como en una selva, los edificios más viejos y anchos caen, como los árboles, y de sus restos surgen nuevas formas de vida, los rascacielos de extraños diseños, delgados y curvaceos. Se ve brillante, todas las estructuras de metal, cristal y concreto capturan la luz del sol, que puede cegarte cuando no estás acostumbrada.
Ella transitó las calles llenas de gente, observando, sintiendo los extraños olores, que son una mezcla de aceite quemado, incienso, cigarrillo y sudor. Los vendedores callejeros le ofrecieron imitaciones de casi todo producto imaginable, pero ella los ignoró pacientemente hasta llegar a la estación de Xu Jia Hui. Shanghai le ofrecía el sonido de los dialectos más extraños, como una mezcla entre ruso y mandarín que surgió de la garganta del hombre que atendía la taquilla de la estación de trenes.
Durante el trayecto hasta la torre de televisión Oriental Pearl, admiró los colores de los gigantescos anuncios que adornan los rascacielos invitando a comprar productos de lo que no había escuchado hablar jamás, entretanto, un viejo la manoseó aprovechando la poca distancia entre ellos, causada por la congestión, sin que ella pudiese hacer nada al respecto.
En el área de Pudong, el corazón financiero de Shanghai, se elevan los rascacielos más grandes del mundo, que vistos desde muy lejos, se ven como un matorral tupido de puntas filosas. Son los símbolos de poder de la generación que no conoció la revolución cultural, enormes edificios llenos de gente procedente de todas partes del mundo, en un lugar donde se mueven grandes cantidades de dinero que nadie ve.
Ella llegó a su trabajo, a la Skyscrapers Windowcleaning Experts, una de las tantas compañías de limpieza de ventanas de Shanghai. Recogió el traje de hombre araña, subió a la camioneta con sus compañeros y fue llevada al nuevo edificio que habían levantado sobre el lugar en el que hasta hace poco estaba el Shanghai World Financial Center, la Ballard Tower.
En la base, se escuchaba el ruido de las construcciones interminables, del tráfico y de todo lo que constituye la voz de una ciudad. Ella encendió su equipo y se elevó, junto con otros siete limpiadores hasta el piso 30, en el que pusieron el primer apoyo. Apagaron los propulsores del traje y se dejaron colgar de las cuerdas de seguridad, sacaron las pistolas y regaron espuma de manera uniforme, hasta que era imposible para aquellos en el interior ver la luz del sol. El proceso de poner puntos de apoyo y regar espuma se repitió toda la mañana, hasta que el edificio estaba cubierto de espuma. En ese momento, se encontraron los ocho limpiadores que venían de la base con los ocho de la punta, uno frente a otro en cada costado del edificio. Se pusieron de pie sobre las ventanas con ayuda del traje y se vieron frente a frente.
A cada piso que avanzaba, lograba ver más lejanos a sus colegas, hasta que reinó el silencio.
No había podido sentir un momento de silencio como este nunca en su vida. A esta altura, los sonidos de la ciudad no podían alcanzarla. Levantó la cabeza y pudo ver el cielo, que era inalcanzable, incluso ahora. Dio vuelta, para ver la ciudad y por primera vez, vio que Shanghai estaba quieta, dormida. Era una ciudad completamente distinta a la que conocía. Desde ahí las calles parecían limpias y las gigantescas autopistas que cubren a Shanghai, una telaraña.
Después de todo, pudo recordar el sueño de aquella mañana.
La ciudad se detenía, la maquinaria de construcción se apagaba y todo quedaba en silencio. Los automóviles no estaban en las calles y todos dormían. Ella dormía. En una cama. Era la cama más grande que había soñado, dos personas podían dormir en ella, era la cama más suave del mundo. Recordó cada pliegue de las sábanas, aquella sensación de la cabeza apoyada sobre una almohada, la posición sus brazos estirados y el viento pasando por su cabello.
Shanghai recordaba su pasado, como lo hace la gente de edad. Porque aunque parezca lo contrario, ella es una ciudad vieja, pero vanidosa, y su nombre verdadero es Shen.
La ciudad le hablaba al oído, en Shanghainés, aquel idioma que solo habla esta ciudad, con sus palabras sin ideogramas, con aquel seseo casi vulgar que molesta a aquellos que vienen de Beijing, el idioma en el que no se han escrito grandes novelas, que no ves en televisión: el idioma de las calles.
Le habló del distante pasado, de aquellos que murieron en las calles, por culpa de la inanición. Le contó historias de su infancia, de las redes de los pescadores que flotaban sobre sus ríos, de la manera en que creció, de los puertos.
"Hace mucho me llamaron mujerzuela, me dijeron decadente y otros, en el colmo del atrevimiento me dijeron que si yo seguía existiendo, Dios le debía disculpas a Sodoma y a Gomorra". Se lo dijeron en ese puerto, mientras partían de la ciudad, con rabia, con lágrimas corriendo por sus ojos. La ciudad le confesó que lloró por un tiempo, pero que al final, eso no importaba, porque sus hijos regresaban a Shanghai. "Al igual que tú".
Y la ciudad dormía con ella, descansaba y dejaba que se formaran silenciosamente telarañas sobre sus rascacielos, durante su sueño, Shanghai recordaba en las pantallas que colgaban de sus rascacielos las imágenes de los edificios desaparecidos, de los templos cuyos nombres se olvidaron, de los árboles que jamás volverán a crecer.
El ruido de las aspiradoras se acercó y ella despertó lentamente, permitiendo que los recuerdos se quedaran con ella mientras seguía trabajando. Sus sueños de una Shanghai dormida. |