El platillo volante se detiene a tan sólo unos metros del pavimento, ante una boquiabierta multitud que se agolpa a su alrededor, más curiosa que temerosa.

Una brisa levanta las faldas de las muchachas, y el techo del platillo se abre como una flor de loto, vomitando niebla para luego iluminar la noche con sus focos de luces multicolores. Una suave melodía electrónica se cuela entre la muchedumbre, incitando al público a llevar su ritmo con los pies.

La neblina se disipa y aparecen tres seres enfundados en armaduras de luz sobre el techo del platillo, esgrimiendo sus instrumentos con gesto amenazante.

La turba traga saliva.

-¡Un, dos, un, dos, tres! Grita una voz gutural para dar comienzo al espectáculo.

La melena del guitarrista se agita violentamente, al compás de unos riffs de guitarra que hacen que las viejas salgan huyendo con las permanentes alborotadas; y que los mojigatos se meen en los pantalones.

El baterista golpea los platos con tanta potencia que los tímpanos de los situados en primera fila estallan como volcanes.

Cunde el pánico. Un coro ensordecedor de gritos se agrega a la canción.

La tercera figura, conectada cerebralmente a una giga-computadora, interpreta estruendos electrónicos que rasgan el asfalto como si fuera papel. Los edificios se colapsan sobre el acojonado gentío, aplastándolo bajo los escombros.

Los músicos se contorsionan sobre el escenario, están dándolo todo.

El guitarrista comienza a interpretar el solo, y rayos lasser hacen volar por los aires a los rezagados.

Como guinda final, las tres melodías se fusionan en una única cadencia sonora, que culmina en una explosión nuclear que devasta la ciudad.

Este brutal epílogo lo ha dejado bien claro… ¡el mejor concierto de mi puta vida!