Cuando Marisa se dio cuenta que su embarazo duraba demasiado, se comenzó a preocupar. Después de todo, ya habían transcurrido más de veintisiete años y no por nada, su panza le incomodaba más de la cuenta. Quedó convenido, por lo tanto, que se le efectuaría una cesárea a la semana siguiente.
Ella soñaba con tener un hijo abogado para que la defendiera de las futuras rencillas que, estaba segura, se producirían en los próximos años, cuando sus padres fallecieran y sus cuarenta y cinco hermanos se disputaran con fiereza la escasa herencia.
La cesárea se efectuó con todos los cuidados que el caso ameritaba. Marisa fue llevada al pabellón a tempranas horas y después de una breve operación, desde la minúscula incisión apareció la cabeza engominada de un joven de gruesos lentes y tras él, su cuerpo enfundado en un blanco delantal.
-Soy el Doctor Fertilio, para servirles, dijo el joven, luego de pasar las manos por su indumentaria. –Ocioso es que les diga que soy autodidacta.
-Bienvenido, colega- le saludó el especialista que había efectuado la operación. ¿Cuál es su especialidad?
-Soy médico internista, como es fácil deducir- dijo el recién nacido médico y sin agregar nada más, se dirigió a la puerta de salida.
-Hijo- gimió la mujer- Yo esperaba que fueses abogado. Ahora ¿Quién cautelará mis derechos?
-Lo siento madre. Debiste haberme orientado hacia esa vocación, en vez de pasártelo canturreando cancioncillas ridículas. Fuiste una madre ausente.
Y se dio media vuelta y salió.
La mujer se enjugó sus lágrimas. Aún tenía por delante otros veintisiete años para traer al mundo al hijo de sus sueños. Y sin necesidad de esposo, que era lo más beneficioso. Después de todo, bastarse a si misma, era el método más efectivo para evitar la violencia intrafamiliar...
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