LÁGRIMAS DE LABRIEGO
Hoy, contrito su rostro, con las abarcas desgastadas por el contacto del surco del huerto y labrantío, ajustadas a los tobillos las polainas, embutido en su remendado pantalón de pana, desbotonada su blusa de sarga y cubierta la cabeza con su boina, oigo sollozar a un hombre enajenado. A sus pies una alforja y, dentro, un talego con la merienda dispuesta para el tajo, así como otros avíos que ya no serán necesarios. Se duele, porque tras veinticinco años, su fiel compañero se ha rendido. El labrador, doblada su espalda, requemado por el sol y las heladas, al igual que la tierra, tiene hondos surcos en la cara, ríos de arrugas donde se estanca la lluvia de sus lágrimas. Me dice que esta mañana, como todas las mañanas, le traía el pienso mojado, reblandecido y, de postre, la miga de pan que tanto le gustaba. Que él sabía que eran muchos los años de Lucero y que para mascar, apenas si le quedaban herramientas. Asegura que cuando ha bajado a la cuadra, el entrecano, aún estaba vivo, que tuvo tiempo de hacerle guiños con sus ojos negros de ámbar, que se despidió de él moviendo los belfos, agitando el pescuezo y sacudiendo sus grandes orejas.
Y es que el labriego manifiesta que su Lucero, salvando las distancias, tenía tanta enjundia como la que consiguió don Juan Ramón Jiménez para su fiel Platero. Que si Platero acudía con trotecillo alegre cuando el insigne escritor lo requería y sobre él posaba paseando los domingos por las callejas del pueblo, el suyo, su Lucero, también peludo y suave, le había transportado por las empinadas calles y campos de Albalate con trote alegre y satisfecho. Y para mayor mérito, no sólo los domingos como hacía Platero con su dueño, sino todos los días del año. Montado a horcajadas, despatarrado, con los pies a cada uno de los lados del serón. Un serón repleto de calabazas, de almortas, de pimientos.
Habla como para sus adentros el labrador y reconoce que es posible que su Lucero fuera un poco menos fino que Platero. Recuerda, atribulado, como el poeta dejó escrito que cuando Platero andaba suelto por el prado, acariciaba tibiamente, apenas rozaba con su hocico las florerillas rosas, celestes y gualdas que veía. Su Lucero vagó por la vida con menos distinción. Es verdad que cuando iba al prado, también acariciaba y olía las florerillas lo mismo que Platero, pero era menos delicado, sentía otros deseos más terrenales y, después de oler las coloridas florecillas, también se las comía. Que dice el campesino que su Lucero, aunque noble, tal vez fue menos linajudo, algo más cicatero u ordinario y, por tanto, de haber coincidido en el tiempo, quizá hubiera hecho mejores migas con el esforzado rucio de Sancho Panza que con el refinado Platero.
Asegura el labriego, cabizbajo, que su Lucero, en todo caso, fue valiente y afanoso. Entonces el hombre se estira, trata de reponerse, se enjuga el rostro con la manga, acaricia el lomo inerte del Lucero, rememora de nuevo al poeta y, orgulloso, como en un susurro, le oigo musitar: que tú también tenías acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Aprieto su mano con mi mano y me alejo del campesino respetando su dolor. En mi deambular por los caminos, escucho ruido de motores. Alzo la vista y entreveo tractores que roturan campos.
Aturdido, un poco apenado, pienso que ya nunca habrá retozos ni se oirán rebuznos en los barbechos ni por entre los olivares y viñas de Albalate. Entonces, un tanto alterado, clamo contrariado: ya sobran los pesebres, cuadras y pajares. Ya no hacen falta cinchas, albardas, bozales, ni el resto de aparejos. Que ha expirado el último burro, que ha perecido el postrer animal de carga que quedaba. Que se ha muerto el Lucero.
Al momento, no sé porqué, siento zozobra, un poco de malestar, cierta desazón que me reconcome y oprime por dentro.
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