Cuento de Navidad.
Era la noche de Navidad. Yo había cumplido los setenta años hacía poco y estaba muy excitada porque había decidido hacer realidad un viejo sueño que tenía desde niña. Había decorado la casa con motivos navideños y adornado el pequeño pino familiar con bolas de colores, cerca del sillón, había comprado unos dulces para una visita muy especial y puesto la alarma del despertador a la una de la noche, para poder encontrarme por fin con aquel hombre incansable y repleto de bondad que todas las Navidades dejaba regalos a los niños de todo el mundo, sembrando las casas de ilusión y alegría. Efectivamente, intentaba encontrarme con Santa Claus aquella noche cuando entrara por la chimenea para dejar una sorpresa bajo el árbol, hablar con él, verle… ¡Por el amor de Dios! ¡Tenía tantas cosas que contarle, que preguntarle…!
Llevaba mucho tiempo queriendo hacerlo, pero las obligaciones familiares reclamaban toda mi atención y aquellas navidades resultaban ser las primeras en las que se daban las circunstancias idóneas para saciar mi curiosidad. Recientemente, mi amado y anciano esposo, Sergio, había fallecido; y mis hijos no iban acudir a la cena de todos los años debido a ciertos compromisos a los que no podían fallar. Aquellas navidades no podría ver a mis nietos, Daniel y Marcos, unos chicos radiantes de energía y muy traviesos que iluminaban la casa con sus inmensas sonrisas, que siempre escondían el secreto de una travesura un tanto molesta, pero totalmente inofensiva...En fin, eran mis niños, y a la mañana siguiente llegarían a casa con sus dulces ojos llenos de inocencia y esperanza abiertos de par en par y esperando encontrar los regalos que Santa Claus dejaría en mi casa aquella noche…
El viejo reloj del comedor sonó. Una campanada, y otra, y otra…eran las diez de la noche, hora de cenar. La cena consistía en una humilde sopa de verduras, cuya receta llevaba en mi familia desde hacía siglos, y cuyo ingrediente secreto le daba el punto necesario para hacer de ella un plato único e irremplazable…Las carillas de los dos pillos se me aparecieron de pronto reclamando su segundo plato de “la sopa especial de la Tata”, así la llamaban mis nietos. Parece que todo adquiere cierto valor cuando va acompañado del adjetivo –especial-, aunque indudablemente, esa sopa tenía algo mágico, no sé, siempre me parecía que al hacerla los ingredientes cambiaban y le daban un sabor único y que, sinceramente, nunca pude llegar a descubrir cómo lo conseguía. En fin, cené sola y en silencio, sin encender la tele, absorta en mis pensamientos. El tiempo pasaba deprisa y no tardaron en sonar las once campanadas en el reloj del comedor. Reloj que, por cierto, había pertenecido a mi tatarabuelo Augusto, quien se lo había ganado a un viejo jeque árabe en una carrera de camellos. Ciertamente, nunca había llegado a creerme mucho esa historia, pero la historia familiar era tan antigua y llena de curiosidades y hechos sorprendentes que podía esperarme casi cualquier cosa.
Al terminar de cenar recogí mi plato y el vaso de vino, que acostumbraba a tomar todas las noches por recomendación del doctor, y que resultaba muy agradable y reconfortante durante mis solitarias cenas. Entonces me di cuenta…¡Había vuelto a pasarme! No sé bien si lo hacía adrede o sin darme cuenta, pero había puesto sobre la mesa, frente a mí, la vieja taza de Sergio de tomar el té; me pasaba muchas veces, casi habitualmente, le echaba tanto de menos…Pero no sentía pena en aquel momento, ¡ah, no! Simplemente me permití el lujo de entretenerme unos momentos con su visión, la miré con nostalgia y me dejé llevar por viejos recuerdos. Fue entonces cuando decidí que esa noche la dejaría allí para hacerme compañía, en la mesita que estaba al lado del sillón. Era una taza muy bonita, verdaderamente. Había sido un regalo mío. Fue en una de sus partidas de póker. Habían venido algunos amigos suyos y uno de ellos, uno bajito y con bigote, no recuerdo muy bien su nombre, puede que Pedro, o Tomás…lo cierto es que había conseguido aquella taza de un mercader moro que se la había intercambiado por un colgante suyo de la India. Ese colgante no hacía más que traerle desgracias y decidió que sería un buen cambio, aunque su mala suerte persistió y perdió contra mí aquella preciosa taza de cerámica malva en un pulso (mis brazos eran fuertes por aquella época, las amas de casa tenemos muchos ases en la manga y creedme, los necesitamos en innumerables ocasiones.) No lo dudé: la taza sería para mi Sergio, y él la aceptó radiante de felicidad, sabía que se sentía orgulloso de mí.
Me acurruqué en el sillón y contemplé la taza un rato más, no sabría decir cuánto, hasta que mis delicados ojos me reclamaron que los dejara descansar…Todo estaba en calma, el sonido de las llamas de la chimenea me relajaba profundamente y tenía la impresión de que no tardaría en alcanzar el sueño, pero no fue así. Me encontraba muy cansada y mis huesos entumecidos me recordaban que mi juventud se había marchado hacía mucho tiempo, demasiado. Además, tenía ganas de sumergirme en mis sueños y que la alarma me despertara justo a la hora para poder contemplar al hombre que tanto había esperado… Pera era incapaz de dormir. Entonces mi memoria, que pese a mis años se mantenía bastante intacta, me llevó a las navidades de hacía cuarenta años. Yo era una madre primeriza que contemplaba junto a su marido como su pequeñín habría con emoción el esperado regalo, contemplé entonces tan vivamente como aquel día como por su rostro infantil surcaban sus mejillas las deliciosas lágrimas de la ilusión y la emoción, y de repente, lo teníamos correteando por la casa con su nueva locomotora de juguete. Aquel era Jon, el mayor, ahora tendría unos cuarenta y cinco años y había sido el culpable de haberme convertido en una sonriente abuela de cuarenta y diez tacos. Años más tarde, el pequeño, Juan, habría desenvuelto con la misma emoción y bajo aquel viejo árbol de navidad la bicicleta que le había proporcionado más de un susto, ¡Pero qué osado y qué persistente había sido! Aún conservaba el primer trofeo que ganó en una carrera. Ahora, era un muchacho joven y con un futuro muy próspero en el mundo del ciclismo, su verdadera pasión.
Ambos habían estado aquí las navidades pasadas, junto con mis nietos, y sus respectivas esposas, y también junto a mi Sergio… ¡Cuánto le echaba de menos! Su rostro sonriente y marcado por las arrugas me sobrevino de pronto y no pude contener mis lágrimas, eran las primeras navidades sin él…
Sonaron las doce en el reloj pero yo no escuché las campanadas, estaba muy ocupada en rememorar mis cincuenta y nueve navidades anteriores, llenas de alegría, amor, y sobre todo, magia. Había decidido que aquel año no tomaría las uvas, ¡qué suerte podría desear una mujer que había llegado ya al ocaso de sus días! Tan sólo quería cerrar los ojos y dormir…encontrarme de nuevo con Sergio, con mis padres, con mi abuelo Héctor, el almirante…pero todo eso debía de ser después de la visita de aquella noche. Sentía la necesidad de cumplir mi sueño antes de despedirme de esta vida terrenal, tenía que hablar con él…Conforme se acercaba la hora los nervios iban desapareciendo. Me encontraba bien, y satisfecha por todo lo que había vivido y por las personas que habían estado presentes en mi vida, incluso sentí que aflojaba mi molesto dolor de huesos. ..
Pasaban ya las una menos cuarto, el sueño ya casi me había encontrado cuando creí percibir el leve murmullo de unos cascabeles. En contraste de mi serenidad anterior, habían despertado en mí un centenar de sensaciones diferentes: ilusión, alegría, esperanza, incertidumbre…Después me di cuenta de que estaba temblando, tenía los nervios a flor de piel…Entonces percibí unos ruidos en la chimenea, me había encargado de apagarla con tiempo para que todo saliera perfecto, tal y como debía ser. Y allí estaba él, con su gran rostro sonriente y cargado de buenas intenciones. Me dirigió una mirada que ya conocía, me estaba esperando, y yo a él. Lo había estado esperando desde hacía tanto…
A la mañana siguiente mis hijos se extrañaron de que no respondiera al sonido del timbre, abrieron con sus llaves y mis nietos corretearon en dirección al salón en busca de sus regalos. Cuando llegaron allí les esperaban una montaña de paquetes listos para que los abrieran, apilados de forma espléndida y encantadora bajo el pino de navidad. Mis hijos fueron a buscarme a mi habitación, y me encontraron tendida en la cama, envuelta en mi vieja manta y con una sonrisa en la cara. Al principio pensaron que estaba dormida, pero cuando intentaron despertarme comprendieron que nunca iba a despertarme de aquel sueño. Pobrecitos, para mi pequeño había sido todo un golpe, pero era necesario, tenían que darse cuenta…
Entonces fueron a atender a sus familias que disfrutaban del día de Navidad y de toda su magia, y excusaron a la vieja Tata, que estaba muy cansada y les deseaba a todos una feliz Navidad desde su cama. El rostro de Juan estaba congestionado bajo su sonrisa fingida, pero era normal, había sido mi mano derecha desde pequeño. Su regalo le encantó. Fue a él, solo a él, a quien dejé al cuidado de la receta familiar, siempre le había encantado mi sopa y no se le daba nada mal la cocina. Recuerdo que pese a todo, no fue una mañana de Navidad del todo mala, pues pude ver como los niños llenaban la casa de felicidad como antaño lo habían hecho sus padres. A mi lado, Sergio sonreía contemplando la escena. Habían pasado seis meses, pero seguía siendo el mismo de siempre. Juntos contemplamos la escena hasta que se hizo demasiado tarde.
-Aún no me lo puedo creer, te lo juro, y mira que he vivido muchas cosas…- me dijo cogiéndome de la mano y mirándome a los ojos.- ¿De qué hablasteis tú y él, es decir, vosotros, Santa y tú?
-Pues, de muchas cosas…Tenía muchas cosas que contarle…Pero sobre todo de amor, de magia y de cascabeles que nuca dejan de sonar para aquellos que pese al tiempo, siguen teniendo la ilusión de sentarse en su regazo y abrirle sus corazones…
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