Dedicado a Adriana, Cromatica.
'La Valija'
Sentada a la mesa nueva, en mi nueva ciudad, me pregunto: ¿qué será de mis cosas en la casa vieja? Aquellos libros dormidos en el estante, ¿alguien los ojeará? La gata zalamera, dando lengüetazos de prima dona a su cacharro de latón, desbordando la leche espumosa, y luego su prolijidad de minina coqueta estirando la patita hacia la boca con aires de ceremonial. El pothus, que en ese entonces ya entregaba sus brotes hacia la luz, desbordado como ligero rizo de anhelo hacía la calle. ¿Cómo y cuándo partí?...
Mi hermano me dijo: ‘esto está feo, el país se está hundiendo, es parte de un plan. Salvate: viajá. Quizás en algún lugar encuentres lo que aquí nos han vedado. Hay que dejarlo todo, para después ganarlo todo. Sé feliz, yo me encargo de nuestros padres, no te preocupes. Escribí’.
Viajé sola en un pequeño grupo con una beca en la mano, a un lugar donde al principio me era ajeno. No hablaba el idioma, desconocía las costumbres y la idiosincrasia. No tenía a nadie. Tampoco se trataba de dinero, sino de principios, me dolía lo que estaba ocurriendo en el país. Decidí ser autoexiliada, hasta que las cosas se mejorasen.
No pude traer mi casa, ni las cosas de mi casa. Luego, mucho tiempo después supe que yo era mi casa. En ese entonces se trataba sólo de equipaje…
Cuando fui a dejar el bolso de mano para que lo ubicaran en la parte trasera del coche, sentí una rara sugestión que me quitaba las fuerzas para sostenerlo y sostenerme. Luego, me asaltó una pregunta: ¿y si no viajaba? Miré a mi hermano que se adelantaba para recibir el bulto, él siempre había estado de acuerdo con este proyecto, ahora su rostro lucía sonrosado por la emoción. ‘No te preocupes, ya vas a ver cómo todo sale bien: vos tenés fuerza, vos podés’.
Eran las 4:20 minutos y faltaban sólo tres horas para el despegue del avión que me conduciría hacia el extremo opuesto del planeta. Pensé en la posibilidad personal que esto suponía: Intentar una nueva vida por un período relativo, en un lugar nuevo, me producía sensaciones encontradas.
La voz de mi hermano me sorprendió en el momento del soliloquio, ¡algo pasa!, dijo, con aire de extrañeza, se ha trabado la llave del baúl. ¡Para el colmo no sé a quién avisar a esta hora, te imaginarás madrugada de un sábado!, ¡está todo cerrado! No podía creer que se dirigiese a mí de modo tan fresco, jugarme una broma y a última hora. Volví la vista hacia su silueta y repuse: ¿te dirigís a mí? ¡Obvio!, expresó furibundo, su cara desencajada de su lugar de residencia, los pómulos teñidos de un bermellón significativo: ¡Te digo que se atascó y todas tus cosas importantes están dentro! Me quedé helada, no sabía si lo que acababa de escuchar, era obra de mi fantasía o de mi temor por la inminente partida.
¿Cómo ha podido ocurrir tal cosa? La hora del viaje era pronta y nos encontrábamos pretendiendo dominar la cerradura a como daba lugar. Intentamos con otras llaves, manojos de metal de todos los tamaños y bordes. Nada.
Sentía que el éter era un acopio denso y opresivo, allí mismo me encontraba. No corría ni un halo de brisa y estábamos exhaustos por el contratiempo. Pensé en cómo remediar el hecho, pero no topaba la forma adecuada de sortear el revés. Me asaltaron dudas acerca de la factibilidad del viaje y su importancia. Si el destino no estaba dándome una pista de que debería de ser irremediablemente postergado.
Toda la familia participó en el percance, mis padres que dejaron el desayuno a medio terminar, salieron disparados a buscar una cerrajería abierta o mejor dicho, a un cerrajero que pudiese abrir los párpados y el entendimiento. Mis hermanos menores hicieron rápidamente una lista mental y comenzaron a llamar a gente que trabajaba en talleres afines, la mayoría no contestaba o si lo hacía, soltaba unas palabras que mejor no acordarse.
Hice un recuento de lo que cargaba en aquella valija secuestrada por el baúl atascado y me di cuenta que estaba todo: mis libros preferidos, víveres esenciales de supervivencia, el borrador de la novela que escribía y detalles de arreglo personal ¡Dios mío! ¿Cómo viajaría a casi veinte mil kilómetros de distancia sin todo aquello? Repasé lo que me quedaba por llevar: un bolso a medio caballo entre cofre y maletín. Esto no es suficiente, agregué despechada por el agravio de la situación.
Mi padre, saltó en un exabrupto: Deberás viajar con lo puesto, o bien, quitaremos la puerta del auto con la palanca que tengo en la mano, vos decidís. Yo estaba a punto de dejar desplomar al suelo mi desamparada humanidad. Con lo que costaba tomar decisiones a la ligera…
Ya comenzaba a sentir culpa por alejarme de mis amigos y de mi entorno. Manera de querer atrapar mi alma que se había desbandado hacia lugares remotos, mi mente andaría por alguna ciudad distante y mi cuerpo yacía inerme sobre sus plantas de mármol. No me movía, el nerviosismo comenzó a abrir la úlcera mal curada y sentía que mi estómago se comenzaba a partir en dos por un cierre metálico hecho al pespunte.
Mis sueños estaban siendo confiscados por intercepción de sabe qué hado singular. Mis hermanos ya habían terminado de ser afrentados por una vaga lista de amanecidos contestadores de teléfono. Para el colmo de males no pasaba un sólo coche ni por derecha ni por izquierda de la calle. Es más, ni un ligero transeúnte a quién pedir ayuda. La ciudad estaba muerta.
Mi familia de pie junto a mí, pretendiendo darme consejos a borbotones y yo lívida a punto del desmayo. La señora que nos servía, vino con una taza de té de tilo azucarada y canela. Tómese esto que le hará bien, agregó sabihonda, como si hubiese hecho cursos de emergencias médicas a distancia. Nunca tuve tantos asesores colegiados como ese día. Comenzaron a sonar las campanillas de los móviles y se les refería la misma jugarreta del destino, todos opinaban a diestras y siniestras. Las palabras de amigos, me cubrían los oídos y permanecía inerme con los ojos abiertos de par en par sin creer lo que estaba sucediendo.
Pronto tuve a mis camaradas y vecinos en rededor, como una gran rosca de Pascuas. Todos miraban el reloj y no faltó alguien que nombrase a los bomberos, que por supuesto fue una idea infructuosa, porque no se trataba de ningún siniestro.
Dos amigos se habían subido a la capota del auto y desde arriba y con toda la fuerza de varios caballos, incrustaban la palanca intentando lograr apenas una rendija. El auto no se inmutaba, estaba encaprichado, no me quería devolver la valija que se había engullido como un reptil. Los coches sufren toda clase de desajustes, justo ahora que necesitaba que se desvencijara apenas una minúscula partecita de su estructura metálica, se empeñaba en lucir fuerte como una mole de acero fundido.
Es sabido que cuando estamos al filo de la navaja o al borde de situaciones límites es cuando nacen las mejores ideas. Las imaginaciones más prolíferas dan todo de sí cuando esto sucede, el hombre ha aprendido a dar frutos sublimes en instancias nefastas. Todo estos consejos metafísicos, venían a mi mente, eran voces comedidas de participantes cálidos que lo único que hacían era aumentar mi estado de desesperación y turbar aún más mi ya de por sí turbada existencia.
Decidí viajar con lo puesto y sanseacabó. Mis allegados y familiares directos aplaudieron la decisión como de correcta y ejemplar. Ellos mismos tratarían de enviarme lo faltante en caso de que lograran abrir la bendita cajuela trasera.
Pocos entendían que me era de suma importancia lo que había en esa sagrada valija. Casi se podría decir con eufemismo que en ese entonces, no era yo sin ella. Resumía mi vida, esplendores y fracasos, me definía por antonomasia y afinidad. Allí estaban mis anhelos más recónditos y mis ansias más sublimes.
Mas, no se dio así. Elevé mi vista al cielo clamando una señal adecuada al nivel de las circunstancias y advertí que una luz se filtraba por el resquicio de la puerta de mi cuarto, me había olvidado con el apuro el apagar las luces de la planta alta. Dudé por un segundo en ir a hacerlo, pero luego, me dije a mí misma que todavía no me había ido del todo y que era menester seguir vigilando la economía del hogar.
Cuando estuve en mi habitación, estiré la mano para apagar la lamparilla, pero, un chillido suave me advirtió la presencia de mi gatita zalamera. Cómo no iba a darle un último adiós. Me acerqué con premura, estaba jugando como siempre, sólo que esta vez, intentaba acariciar un brote de pothus que se alargaba como un bucle de expectativas rozando apenas a la ‘inocente valija’.
En ese momento me di cuenta que se podía partir igualmente liviana de equipaje. Que todo hombre es un viaje, un hogar, un sueño.
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