Desde que avisaron de gerencia que el presupuesto de la radio sólo alcanzaba para un mes más de emisión del programa misceláneo “el mediodía de Pancho”, (producido, editado y conducido por mí) comencé a buscar el medio que permitiera prolongar mi estadía en la modesta estación “popular am”, utilizando la línea telefónica abierta todo el día para los auditores. Fue fácil. Llamaba desde algún teléfono del pueblo para dejar mensajes de utilidad pública, para pedir una canción o contar algún chisme que encendiera la audiencia. Inventarlos no fue problema. Un primo periodista me enseñó unas preguntas que daban como resultado lo que, en esa incierta ciencia, se llama noticia. Al momento de editar el programa escuchaba los llamados que yo mismo hacía, me sorprendía con mi divina gracia para inventar noticias, gozaba oyendo las canciones que pedía y ayudaba a algún amigo o familiar necesitado valiéndome del espacio de caridad radial, ahora, a mi servicio. No sé cómo no se me ocurrió antes. La llamada era gratis.
Luego de una semana logré en parte mi cometido; la gente del pueblo comenzó a llamar con más frecuencia que antes. Yo me sentía tan cómodo con mi doble rol que me mandaba felicitaciones, pedía que el horario del programa se extendiera e incluso llegué a la práctica enfermiza de fingir voz de mujer para dejarme mensajes eroticones.
Para completar mi plan fui donde don Atenógenes, el dueño de la radio, a mostrar el registro de llamadas, para demostrarle el error en que incurría al cerrar el espacio; ¡mi espacio! El clamor popular que inventadamente me respaldaba era mi excusa, mi coartada para justificar la continuidad del show. Le di toda una charla, previamente preparada, respecto a la rentabilidad del programa en relación a la muchedumbre que me oía. Me miró con una cara complaciente o lastimosa. No sé, el viejo no tenía mucha expresión, pero me dijo que aunque iba a tratar de hacer algo, la cancelación del programa era inminente. Sólo un milagro lo podría salvar.
Durante los días subsiguientes las llamadas aumentaron aún más. Me lleve la grata sorpresa de que algunos mensajes eran más aduladores de los que yo mismo podía inventar.
El lunes de la tercera semana, desde la fatídica noticia del cierre, por vez primera, una llamada me dejó en shock. Si bien un número no despreciable de éstas eran pitanzas, la del lunes era grave, nefasta, horrible. Un sujeto cobardemente me acusaba de haber golpeado a mi mujer el sábado por la noche. Por supuesto que apenas oí el tenor de sus dichos lo borré de inmediato. Incansablemente el incógnito hombre repitió la diabólica práctica todos los días de esa semana, acusándome, además de golpeador, de alcohólico, drogadicto y fracasado.
El sábado, cansado de mi errática vida laboral, de todos los esfuerzos hechos al parecer en vano y de ser calumniado y acosado por un cobarde sin motivo aparente para ello, fui como de costumbre donde Pedro.
Con Pedro éramos amigos desde la época del colegio. El era solterón. Yo un disconforme casado. Dupla perfecta a la hora de pasar las penas con un trago. Cuando llegué a su casa no fue necesario decir nada. Vio mi cara y al instante me sirvió una piscola helada, bien helada. Conversamos hasta tarde, acompañados por los tragos y maní salado. La vista comenzaba a fallarme, el sabor de la piscola era por entonces insípido y la figura de Pedro se desdoblaba. Para reponernos, el oportuno y clarividente Pedro, trazó unas líneas en la mesita de centro. Luego del jale reviví, sólo en carne. Mi lucidez seguía borracha. Pensé maliciosamente que aquel buen amigo sentado frente a mí era el misterioso hombre que me asediaba por la línea abierta de “popular am”. Directamente le pregunté. Ante su risotada mi sospecha aumentó y nos fuimos a los golpes. Me doblegó con facilidad y me calmó con un corto de whisky. La estúpida idea de que mi mejor amigo era quien me trataba de cagar se desdibujó con facilidad de mi mente y dio paso a la vergüenza y al arrepentimiento. Pero el Pedro era tolerante y sin explicaciones me entendió. El último salud lo hicimos a las cuatro de la mañana. Cuando nuevamente mi vista fallaba y mis pies perdían un poco el equilibrio decidí ir a casa. Nos dimos la mano, unas palmoteadas en la espalda, le pedí un cigarro y me fui. Caminé dos cuadras y al llegar a una esquina vino a mi cabeza nuevamente la maldita interrogante de cada noche que vuelvo de donde Pedro ¿qué hago primero, golpeo a mi mujer o llamo a la radio para descargar mis problemas?
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