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Aparición de Sebastián

Sebastián Eguren no es bajo ni alto y la duda que trasmite su estatura es la misma que lo hace confundir con alguien parecido cuando se miran las fotos en las que se muestra, sin excepción, a un costado o bien al fondo. Uno de esos tipos que, por la forma de vestirse, siempre de vaquero, camisa blanca, mocasines gastados y pulóver estirado por la costumbre de tironearlo hacia abajo mientras habla, se mimetiza rápidamente con los paisajes que transita a diario, apurado y con amabilidad susurrante.
Un hombre hábil para escabullirse de la atención del prójimo, que prefiere caminar por el borde de los lugares donde se toman las decisiones que influirán en sus intereses concretos, esos que le permiten facturar, no importa si poco o mucho, a corto, mediano o largo plazo, porque, como decían en su casa: a fin de mes, todo suma.
Criado en la calle, su padre perdió una pierna en la fábrica de papel y con la indemnización puso una despensa que atendió día y noche hasta el final. Pronto el chico abandonó la escuela para dedicarse por entero al reparto domiciliario de comida. Su madre la despachaba en las vianderas múltiples de aluminio para que él, único hijo, las llevara en la bicicleta cajón desde que alcanzó los pedales.
Ese es el origen de la popularidad pareja y silenciosa de Sebastián en el pueblo, como a muchos les gusta llamar todavía a esta ciudad. Desde aquellos años, ese por entonces muy flaco y encorvado muchacho de andar somnoliento, que aprovechaba la pausa del reparto para dormir un rato, fue aprendiendo todos los oficios a los que supieron llevarlo su aplicado interés de ganar plata y una inteligencia prodigiosa. Después que murieron los viejos, muy seguido uno del otro, prefirió no continuar con el rubro, que requería mucho esfuerzo y poca ganancia, y decidió apurar el paso.
Con la venta del negocio Sebastián puso un comercio de reparación de heladeras cuyo claro objetivo fue atender a clubes, restaurantes y empresas necesitados de un servicio confiable y, por sobre todas las cosas, capaz de responder a la hora en que los demás se negaban a cumplir su función, ni siquiera cotizando sin objeciones: de noche, sábados, domingos y feriados.
Años espiando desde el margen, le enseñaron a encontrar empleados tan ávidos como él a la hora de trabajar como mulas, sin chistar. Ese mismo grupito de gente lo viene acompañando desde entonces en todos los emprendimientos que le sucedieron al “servicio confiable“, hasta en el que lo encontramos hoy, una empresa de publicidad preparada para cubrir todos las formas y tipos de difusión en los que haga falta propagar cualquier bien o servicio y, obviamente, a cualquier hora del día.
El Flaco Sebastián, aunque de flaco solo le quede el apodo, tiene el pelo negro, apenas canoso y abundante, en el que suele incrustar sus manos de eternas uñas sucias cuando se sienta en la rueda de los jueves junto a sus amigos en el taller de Elvino, el único lugar donde no lleva el talonario de las facturas en el bolsillo de atrás.
Casado hace veinte años con Elvira Domínguez, él tiene 45, comparten la sufrida visión que los une en silencio: el sacrificio por sumar, paso a paso. Gustavo y Analía, sus hijos, prefirieron trabajar con el padre a estudiar en la universidad, a pesar de los dos departamentos amueblados en Belgrano que Sebastián les ofreció apenas terminaron la secundaria con diferencia de un año, para que no tuvieran que viajar todos los días. Cuando le comunicaron la decisión no dijo nada. A la semana puso en alquiler las propiedades y a otra cosa.
Tipo de rápidas decisiones, pues, Eguren recibió una mañana de noviembre la visita del Capitán Cuerito. Dueño del Circo Panamericano, quería anunciar la llegada a esta zona de sus dos leones, dos motociclistas, el mago y algunas atracciones de similar estatura. Sebastián recordó sus días de repartidor, cuando pasaban los aviones escribiendo en el cielo marcas de yerba, y le sugirió publicidad aérea. Es mejor que los volantes, sostuvo. Nadie la tira. Y los mocosos quedan deslumbrados. Aceptó el singular personaje, pagó el adelanto solicitado y prometió mirar el firmamento a partir del jueves. Si todo salía bien, abonaría el resto. Sebastián contrató a uno de los hermanos Diamante para hacer el laburo y de paso subió por primera vez a una avioneta porque “algo siempre se aprende”.
Todo salió muy bien, el Capitán puso los billetes ajados sobre la mesa y Sebastián arregló al piloto con un cuarto de su ganancia. Ahí fue cuando el mayor de los Diamante le dijo: “Te va a ir muy bien en la vida, che, porque Dios fue muy generoso con vos. Te dio esa tremenda cara de boludo y aprendiste a usarla como pocos. Sos capaz de cagar a cualquiera y encima dejarlo contento”.
Con las semanas aprendió a manejar el aeroplano y de puro corajudo sacó el brevet de piloto. Llegó un momento en que debió encomendarle sus trabajos a un profesional y cada tanto salía a dar una vueltita con el tipo como para vigilar que hiciera bien las cosas y de paso divertirse. Hasta pudo hacerse unos pesos fumigando campos los domingos y, de paso, descifrar la manera de escribir con humo entre las nubes.
Cuando el Capitán Cuerito, nuevamente en la zona con su troupe, le ofreció buena plata para correr una competencia entre un caballo y el aeroplano, previo levantar apuestas y arreglar el resultado, aceptó complacido. Tres carreras tres, decía la voz de Carlitos, el locutor oficialista, grabada en la radio por garbanzos y bajo cuerda. Un desafío colosal, era el remate. El viernes ganó Sebastián por media cuadra sobre un kilómetro. El sábado fue el turno del Capitán, que le sacó un par de metros y levantó una fangote de plata. Fue el viento en contra, aseguraron. El domingo, por la definición, iba ganando Sebastián ahí nomás cuando el caballo metió la pata en una vizcachera, aplastó al Capitán Cuerito en su rodada y murió mirando al avión sin entender nada. El dueño del circo quedó como una calcomanía sobre el tierral. Sebastián aterrizó, bajó aterrorizado y se desmayó en brazos de un espectador canoso. Cuando volvió en sí estaba en el Hospital, se enteró de que el tipo era el dueño del taller, que se llamaba Elvino y que gracias a sus contactos la policía lo dejaría en paz.
Pasaron semanas hasta que pudo manejar en la estanciera. Y al avión recién volvió a subir aquella vez, cuando el baile en el Moreno, la noche en que violaron y mataron a la piba. Cada tanto, Sebastián recuerda que alguien se quedó con la plata de las apuestas en la última carrera; llora en silencio por el Capitán Cuerito al que despidió en una tumba sin cruz ni flores, y bebe un tinto a su salud.

Texto agregado el 06-01-2008, y leído por 215 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
31-01-2008 Magnífico relato. margarita-zamudio
08-01-2008 Un regalo de reyes tu cuento. Me gustò mucho con esos personajes pintorescos. doctora
 
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