Un día amanecimos allí,
mi hermana y yo,
en esa inmensa casona del 900,
el Hogar Infantil Israelita,
sin saber por qué,
a sólo dos o tres cuadras
de casa,
y sin embargo tan lejos,
sin comprender por qué,
sentados inmóviles en
las enormes mesas rectangulares
junto a decenas de niños y adolescentes
de tristes rostros,
bajo el infaltable escrutinio
germánico
de doña Mimi, la celadora,
bajo la inflexible y ciega
autoridad
de un hombre recio,
de traje gris
y siniestro bastón
a quien todos llamaban el Sr. Marx,
sin comprender por qué,
dos niños solos,
cada noche,
durante semanas,
durante meses,
quién sabe cuánto tiempo,
dos niños más,
dos preescolares más,
dos pupilos más
en la extensa hilera de camastros,
dos niños de corta edad,
balbuceando oraciones
antes de la magra cena,
sin comprender por qué,
pupilos en un asilo
para niños huérfanos,
en la calle Jaime Zudáñez,
a solamente dos pasos
de la encantadora esquina
de 21 de setiembre y Williman
© Eytán Lasca, enero de 2008
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