Aburrido y preocupado, estaba jugando al billar en ese sórdido café que se encontraba enfrente del Parque Saavedra. Lo hacía sin entusiasmo.
Era una noche de agosto, y a través de los cristales que se estaban empañando, la neblina borroneaba el contorno de los árboles, con una pincelada de blanca espuma.
Fumaba. Sus pensamientos, mientras golpeaba las bolas con el taco, estaban en sintonía con el ambiente.
Era guapo y valiente, y lo había demostrado en algunos enfrentamientos, pero por supuesto no era temerario. Como matón del puntero del barrio, no tenía que demostrar miedo, y él cumplía su rol con total decoro, sin ser un desatinado.
Si bien no lo asustaba la muerte, en ese momento, cierto frío cosquilleo le recorría la espalda, resignándose a un feo presentimiento.
En esta lejana época, hasta los más crueles sicarios tenían sus códigos, pero ya se estaba entrando –por la carátula cambiante del teatro de la vida- en la era de la incertidumbre que hoy nos rige, con todo su crudo y chato pragmatismo.
Y lo desconocido –tanto como la humedad- es lo que mata.
No podía dejar de inquietarse –mientras tiraba el último pucho- y eso lo ponía muy mal.
Su jefe, el dotor, puntero de la “catorce de fierro”, era ahora Senador Nacional, e íntimo amigo del Presidente, y sus actividades extracurriculares lo comprometían. ¡Y mucho!
Pasó de ser su mano derecha, a ser un elemento peligroso que lo complicaba con su sola presencia (y además sabía demasiado). Comprendía, pues no era ningún lerdo, que el líder urbano no lo podía bancar más.
Un sólo pensamiento algo lo tranquilizaba: en el barrio -diríamos que hasta en la zona- nadie lo podía. Ya lo había comprobado. Todo el mundo lo respetaba: los ocho cuarenta, los lapiceros, los escruchantes, y hasta en la misma comisería del barrio, tenía fama de guapo y le temían. Es que era rápido para los mandados y muchos perejiles habían pagado caro el haberse equivocado.
Pero sabía que en esa tarea, que había emprendido con tanta conciencia, nadie es imprescindible, y muchos –la mayoría- no morían en la cama.
Después de dos ginebras tres puchos y varios cafés, se empezó a tranquilizar. Todos sus muchachos, secuaces de las correrías, le respondían fielmente. Pero esa noche, casualmente, no estaban en el lugar. Alguna actividad lúdica los tenía entretenidos en el comité.
Estaba por terminar el juego, cuando un coche negro – en aquella época casi todos los autos eran negros- paró, e inmediatamente bajaron cuatro monos, tipo gorila.
Al entrar, con asombro, inmediatamente los reconoció. Eran los pesados de la patota del caudillo de Pompeya, el mismo que, por ser el quinielero capitalista más poderoso de la ciudad, en la época de Perón nunca había estado en cana, pese a ser un contrera del partido de la oposición.
Hoy estaba en otro distinto que en el del ahora Senador, y cuando sus destinos se habían separado, por la famosa división partidaria, públicamente se habían peleado. Todo era grupo, un show para la gilada. Nada más alejado de la realidad. En otras épocas aquél había sido el Padrino del Senador y los mutuos favores siempre se amortizan.
Cumplían pues, los esbirros, el rol de cirujanos que eliminarían el tumor maligno, cuya excrescencia era tan visible en el cuerpo del “Padre de la Patria”.
El matón dejó de jugar, y saludó cortésmente a los recién llegados. Comprendió que ninguna resistencia era posible, y con un dejo de tristeza se despidió de los pocos parroquianos.
Se puso el saco, se arregló la corbata y sereno y altivo, subió al coche. Él ya sabía que estaba muerto.
Nadie preguntó, nadie lloró y nunca más apareció.
Algún memorioso hoy todavía comenta que se sabe que lo mataron en el basural de la 27 de Febrero, la que corre al costado del Riachuelo.
Eso yo no lo sé... pero puede ser.
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