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MIRANDO A LOS OJOS.


Yo por aquel entonces era feliz. Mi mundo tenía ese punto de desorganización propio de la vida de un científico, mis papeles cuidadosamente desorganizados se rendían a la evidencia de que jamás estarían en el cajón que, en uno de mis momentos de remordimiento organizativo, les había sido asignado.
Tan desordenada como mi mesa en el Laboratorio de Oncología Molecular en la Facultad de Medicina de Harvard estaba mi vida. Ya casi no me acuerdo de cómo era antes de haber obtenido plaza en aquel laboratorio tan lejano a mi Girona natal. Supongo que me dedicaba a lo que he hecho toda mi vida, estudiar y competir, aunque últimamente más competir que estudiar puesto que si difícil había sido llegar a ocupar la plaza de Jefe de Laboratorio más complicado se iba haciendo día a día mantenerse en ella debido a la presión laboral que ejercían tanto otros colegas dotados de buenos cerebros y mejores influencias. Pero pese a la siempre amenazadora sensación de vulnerabilidad que acecha a quienes trabajamos en ciencia consideraba que tenía mucha suerte. Mi puesto en la Universidad me daba la libertad que siempre había deseado. Sentía cerca lo que entonces consideraba el techo de todo lo humano, la ciencia. Mis investigaciones sobre el adenocarcinoma, que por si el lector no lo sabe es un tumor grave en extremo, iban viento en popa. Me llovían ofertas de varios laboratorios privados para que trabajase para ellos, establecer la causa del tumor, me decían, es el primer paso para el desarrollo de medicamentos, y el desarrollo de medicamentos era el paso segundo, y definitivo, para asegurar que algunos de aquellos directivos, de pelo siempre húmedo, negro y ensortijado, pudieran asegurarse un retiro en las Islas Caiman.
Pero mi decisión sobre mi futuro laboral se veía mediatizada por el miedo que me había dado siempre trabajar para una empresa privada, quizá porque temía que no se preocuparan demasiado por como les fuera a los enfermos, tan ocupados sus directivos en bucear en Las Caimán. Y es que debajo del agua, mientras se bucea, no se oyen los lamentos, las quejas, los suspiros. Debajo del mar el miedo pierde su consistencia viscosa, su pegajoso olor a hospital a dolor y a muerte. Allá abajo todo parece lejos y la vida y la muerte se pueden seguir pensando en términos de gráficos, de histogramas, de diagramas de flujo. Por eso en mi inocente comprensión del mundo de las finanzas me resistía a dejar que los directivos huyesen del mundo por el agujero que les ofrecería poder comercializar mis conocimientos.
Más allá de mi entonces realidad no creía que hubiera mucho más que no estuviese ya entre las paredes de mi cuarto en la residencia del campus. Mi mundo me gustaba y me llenaba. Era todo lo que trabajando en la carnicería de mis padres había soñado en lograr. Quizá no era mucho tomando como elemento de medida los aspectos materiales de mi plenitud. Posiblemente en la escala de valores que últimamente se viene imponiendo se pudiera considerar mi pretendida riqueza como ridícula. Yo era consciente de que a mis cerca de cuarenta años seguía viviendo una eterna adolescencia entre libros y probetas, entre artículos científicos y congresos. Viviendo más allá de cualquier apego sentimental, habitando una vida lejos de compromisos materiales, sin propiedades físicas, ni siquiera coche. Me gustaba pensar que nada tenía que no pudiera dejar atrás sin dolor en pocas horas, y quizá por eso mi mundo era perfecto. Sé que entre mis colaboradores los había que me catalogaban como un ilustrados ejemplo de complejo de Peter Pan en toda regla. Pues bueno, a veces hay que acabar dando la razón para no perderla.
En Harvard disfrutaba en mi ordenada desorganización de las largas conversaciones con mi amigo el biólogo angoleño y con un químico noruego; era un bonito contraste, tan lejos en el mapa y tan cerca a través del lenguaje último de la ciencia que nos acercaba aún más que el inexcusable inglés. Nuestras discusiones sobre temas filosóficos y religiosos nos ocupaban horas, si, quizá parezca fuera de lugar en hombres empeñados en buscar las reglas y regularidades objetivas de este mundo, pero esos eran nuestros temas de tiempo libre. Nos solíamos reir pensando, que los de “letras” se enfadarían mucho si supiesen que para nosotros sus grandes retos intelectuales eran poco menos que pasatiempos para rellenar el tiempo de espera entre variopintos procesos químicos que se daban en nuestras muestras de laboratorio. Nos gustaba llenarnos de palabras no vinculantes, cuya definición según mi amigo el angoleño era algo así como poder hablar y hablar sin decir nada y sin que nada pasase si no se estaba en lo cierto. Solo a través de los años, quizá ahora que a mi avanzada edad escribo estas frases me he dado cuenta de que hablábamos con la suficiencia que otorga la ignorancia, de que había algo más fuera del mundo que nos habíamos creado y de que muchos de nuestros retos científicos ya se habían planteado sin necesidad de sofisticada dotación de laboratorio, solo con una vieja pluma y una vela en alguna noche fría en cualquier lugar del mundo. Pero por aquél entonces y con mis colegas seguíamos jugando a aprendernos frases grandilocuentes que disparábamos sin piedad a la línea de flotación argumental del rival no sin antes guiñar un ojo al cómplice dialéctico encontrado en función de tipo de conversación.
Sí, todo estaba bajo mi control en el mundo que me había creado. Todo menos su recuerdo. Hacía años, muchos años, que no la veía. Y ahora cuando después de tantos años escribo esto y una vez que mi juvenil ignorancia y desdén hacia las letras se ha visto sepultada por el peso de la literatura que me mantiene vivo, podría decir aquello tan socorrido de que su recuerdo nublaba mi mente y que su figura enturbiaba mi espíritu. Pero no, no lo digo porque no era verdad, o no en aquel tiempo. De hecho yo no tenía ningún recuerdo verdadero de ella, apenas podía ya acordarme de su cara, de sus manos nunca tocadas, de su pelo nunca acariciado ni de sus ojos nunca mirados con la cercanía suficiente para verme atrapado en ellos. Quizá vagamente me acordaba del perfume con olor a rosa que solía utilizar durante aquellos días, meses y años en los que se me fue introduciendo hasta el fondo del alma. Casi no me acordaba del tono de su voz, de sus inflexiones, de la forma de hablar de sus proyectos, de sus sueños. Puedo decir que no me acordaba de casi nada, pero a la vez de todo. Ella, pese a mi positivista vida estaba en mí, día tras día, noche tras noche. Me acordaba sin acordarme, la revivía en las miradas de otras en las sonrisas de otras y tan presente estaba sin estar que más de una vez me quedaba mirando al pequeño cristal alargado que tienen las puertas de los laboratorio esperando verla aparecer rompiendo la negrura de los pasillos vacíos aquellas largas y grises tardes en Harvard. Me gustaba pensar que su invasivo recuerdo no dejaba de serme útil. Que mantenía en mi organizadamente desorganizada vida un nexo con un mundo que se me atonjaba, gris, torpe y castrante que tuve que abandonar para desarrollar mi carrera científica en el extranjero.
De entre mis recuerdos de aquella época me acuerdo que aquel día, en el que todo empezó estaba nublado. Era uno de esos días en los que cualquiera prefiere quedarse en casa para no tener que bailar con los demonios que aparecen los días nublados. Uno de esos días en los que la tierra se viste de gris y el cielo la refleja. En los que el demonio te quiere sacar a bailar. Quizá ese día yo había sucumbido a bailar con los demonios, y estos me empujaban mientras paseaba por el campus pensando en ella, o en el recuerdo de ella. Y lo hice, la escribí.
Mi carta no era larga. De hecho ni siquiera pensaba enviarla, no se envían cartas a un recuerdo. Quizá ella nunca la leería porque los recuerdos no leen, son leídos, y es en esa lectura en la que nosotros aprovechamos para intercalar palabras, para poner frases que una vez quisimos dictar pero que nunca fueron escritas. El objetivo de mi carta no era otro que intentar ayudarme a mí mismo a organizar de forma secuencial mis recuerdos a transcribirlos a positivo, concretarlos y darles una estructura, pensando que eso me permitiría hacerlos corpóreos, tomarlos y diseccionarlos hasta eliminar completamente el dolor, la añoranza que me producían enturbiando mi mundo. Escribí párrafos enteros y en cada párrafo se derramaba algo de un frasco de esencias cuidadosamente maceradas para no ser abiertas nunca. No sé porqué, para alejar aquella carta de mi, por una necesidad reprimida de dotar de algo de caos mi mundo predecible pero lo hice. La envié. Deseé sin desearlo que nunca fuera leída de que solo sirviese para mantener a raya mis añoranzas, los recuerdos de algo no vivido, de lo imaginado, de lo deseado y a la vez temido. Y así, mientras el viento y la lluvia que como intentando despertarme de aquella ensoñación habían empezado a caer suavemente vi como toda aquella angustia se fue volando a través de la boca del buzón. Ahora la angustia no era mía, la había expulsado. O eso creía entonces.
Poco después de enviar la carta me sentí liberado, pero mi liberación duró poco, ya que empecé a plantearme que lo que debía haber hecho con mis recuerdos no vividos era lo que hace todo el mundo, leerlos una vez escritos, o ni siquiera escribirlos, apretarlos contra el pecho, aplastarlos con el peso de mi consciencia y llorar a oscuras, poco a poco; haciendo que las lagrimas resbalaran hacia dentro. Leerlos rápido, sin pararme demasiado a pensar para no tener la tentación de abandonar el camino real, el construido con duro ladrillo sobre un colchón de sueños. Debí haberlo pensado mientras averiguaba que había sido de ella, de su vida y de la mía, que ella llevaba pegada, aún sin saberlo.
Me enteré por mis padres, no les sorprendió la pregunta, y si les sorprendió se callaron con esa prudencia que solo los padres saben tener. Ella se había divorciado hacía dos años, nunca había tenido hijos quizá porque nunca debió estar segura de que el hombre que la vida le había puesto al lado fuera el que sacará de ella algo más que lánguidas miradas cuando volvía a casa después de trabajar las catorce horas de rigor en un buen ejecutivo. Según me dijeron la separación había sido discreta, un ascenso del marido, un traslado, un adiós, un gracias y un hasta la vista con deseo de alargar el -hasta la vista- todo lo posible.
Debieron pasar semanas o meses no me acuerdo, ni quiero ahora hacerlo, que poco importa el tiempo cuando no interesa su contenido. Yo seguía trabajando, en pocos meses tendríamos listo un tratamiento muy eficaz para los adenocarcinomas, aunque aún nos quedaba todo el protocolo de pruebas con personas creíamos que los resultados serían buenos. Pero ese resultado apenas me interesaba ya, cada día, cada hora miraba mi buzón en la residencia en la que mi cuerpo residía mientras mi alma salía a buscarla a ella y se escondía en el buzón con sus manos abiertas en espera de respuesta.
El pequeño trozo de lata con una rendija se había convertido en el centro de mi vida. Recuerdo su textura, su color (verde repintando), las marcas del destornillador o cualquier otra herramienta que había empleado el que había olvidado las llaves cuando el buzón era suyo. Ahora era mío, o yo suyo, era mi vida. Mi esperanza se encondía entre aquellas cuatro paredes de lata y la luz; pero la verdadera luz que me alumbraría por dentro no podía ser otra que la del color blanco del sobre rompiendo la negrura de las entrañas del buzón.
Aún recuerdo el sobre, amarillo, fuerte, robusto, portador de alegrías, portador de sueños incumplidos, de esperanza nunca diluidas en la amalgama que forma nuestra realidad con la realidad de otros, mi nombre escrito, cincelado con la tinta que me daba vida, bien visible, lo justo para ayudar al cartero a dirigir un chorro de ilusión hacia mi alma.
Lo cogí rápido, me iniciaba por aquel entonces en saber coger rápido aquello que sabes que solo se te ofrece una vez, aquello que sabes fugaz, los trenes que paran una sola vez en estaciones que se mueven y que sólo se encuentran una vez durante la existencia de cada uno de nosotros. El sobre contenía una hoja de papel firme, que se había resistido a doblarse y a esconder su contenido, quizá porque en su esencia vegetal y por tanto de materia viva percibía en mis dedos el deseo de conocer su contenido. La letra era pequeña, firme, letra de colegio de monjas, letra que entró sin sangre pero seguro que con llanto, una de esa letra que uno envidia tener pero sin las vivencias que la contienen. Las palabras saltaban a mi cara, enlazadas, unidas en un devenir agónico que nunca acababa porque tenía miedo que al final de ellas volviera mi realidad mundana.
El mensaje era un “puede”, un “quizá”, un “gracias por todo” y un par de “aquí me tienes”, un “no puedo expresar lo que he sentido al saber todo lo que has estado guardando estos años”, un “no me lo merezco pero gracias”, un “tu trabajo es muy importante, importante para todos, importante también para mí”.
Un avión un tren y estuve cerca de ella, tan cerca de ella como no lo había estado nunca. Aunque nos separase la mesa de aquel bar, nunca había estado tan cerca de sus ojos, de sus manos, de su pelo nunca tocado, nunca acariciado, nunca vivido por mí. Quise besarla y no supe, quise tocarla y no pude, solo podía mirarla, oírla, y cada una de sus palabras se grababan en algún sitio recóndito de mi mente, en un sitio especial al que jamás había permitido el paso a ecuaciones, formulas ni artículos científicos. Su imagen se grabada en un espacio que siempre había sido suyo, de ella y de sus palabras que lo llenaban y de sus miradas que yo sabía que podían llegar a lo más hondo de ese lugar nunca escrutado por otras miradas antes que la suya.
Su mano estaba cerca de la mía, lo estuvo siempre durante nuestra conversación y durante el tiempo que permanecimos juntos aquella tarde y todas las tardes que siguieron a aquella primera. Yo aún no había dejado mi trabajo en la Facultad y realmente no sabía si iba a hacerlo. Todo dependía de ella, como siempre había sido en el fondo, pero ahora su respuesta cambiaría algo más que mi vida mental, también implicaría un cambio importante en mi vida física puesto que renunciaría a años de trabajo sobre el adenocarcinoma por no poder seguir mis estudios en Catalunya, un tema en el que se me empezaba a considerar como uno de los científicos más brillantes.
Los días fueron pasando y mi alma se había desgranando sobre la suya. Ella me acogía, me miraba y me permitía ver en el fondo de sus ojos la paz que durante todos aquellos años me había
Ya hacia tiempo que mi sueño se había realizado cuando me enteré. Sus manos ya eran mis manos, su pelo me acariciaba la cara cuando la abrazaba y su aroma ya era también el mío tras horas de ser uno con ella.
La noticia me rasgo por dentro, algo se resquebrajo y de pronto sus manos ahora mías me parecieron mías. Nuestras vidas se había encontrado desde dentro hacia fuera y ahora lo hacía desde fuera hacia dentro. No se si cada hombre tiene un enemigo, sinceramente creo que no, pero entonces realmente lo dudé porque a mi enemigo, al adenocarcinoma, lo estaba mirando a los ojos cuando la miré a ella a través de sus lagrimas.
No quiso decírmelo, no quiso que yo continuara sufriendo por su siempre presente ausencia. Quiso darme algo, devolverme algo de aquellos años no vividos, ella decía que robados por el destino, yo que achicharrados por el tiempo. Quiso, durante el tiempo que creía que le quedaba de vida, darme algo que siempre, quizá sin saberlo, me negó, ella.
La decisión fue difícil, más que cualquier otra, en cualquier momento de mi vida, pero al final la tome, decidí volver a Estados Unidos a seguir trabajando sobre mi ahora más que nunca enemigo. Le miraba a los ojos y sabía que podría vencerle, que le sacaría de detrás de los ojos de ella. Lo odiaba pero mi odio era sordo, sin estridencias, no representado, el necesario para tomar fuerzas para leer, investigar y derrotarle, con seriedad con firmeza pero de forma implacable.
A las lágrimas primeras de ella siguieron las de la despedida. Otro avión otro aeropuerto, y quizá otro corazón, porque el que vino de América se había hecho añicos al ser sorprendido por la mirada del enemigo.
Me senté en el avión, abrí el paquete. Ya podía hacerlo, ya no estaba, y quizá no estaría a mi lado nunca más como lo estuvo. Miraba mis manos mientras quitaba el envoltorio de color marrón en papel fuerte robusto, ahora ya no portador de sueños. Saque con cuidado la carta que contenía. Era una despedida, un “hasta siempre” un “sabes que no puedo irme contigo” un “hazlo por mí y por los que están y vendrán”. Abrí con cuidado el bote de Eau de Rochas. Tocaba el cristal y notaba las cosquillas en los dedos, las mismas que me hacia en el alma el aroma de aquel perfume sobre la piel de ella. Me acerqué el perfume y noté que no olía como en ella. Lo noté distinto, ni mejor ni peor, pero no era igual que en ella. Cerré los ojos y tiré mi cabeza hacia atrás, fue solo un instante, pero lo noté. El perfume parecía oler igual que en su piel, quizá solo un espejismo pero aquel olor también me acariciaba el alma y me la abrazaba, susurrándole palabras tanto tiempo silenciadas al oído. Volví a acercarme el bote a la nariz y volví a sentirlo distinto, sólo durante un instante porque tuve una intuición y me giré, allí estaba ella. A través de sus ojos, mientras la miraba muy cerca pude ver a mi enemigo, pero ahora era él el que tenía miedo mientras a mí me embriagaba el perfume de ella que olía a vida.

Manuel Armayones Ruiz /armayones2
armayone@copc.es

Texto agregado el 04-08-2002, y leído por 796 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-07-2004 Caray, menudo guión de serie de estas por entregas; me ha gustado también el desarrollo de la idea. Buen final, abierto pero esperanzador. Saludos. nomecreona
 
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