El Encantador de Abejas
Al filo de la medianoche anterior el hombre extendió una sábana sucia sobre un catre maltrecho, Acomodó sus pupilas a la fe ciega de una frase anhelante que él mismo había escrito en el techo de cartón… Esta puede ser la última noche del resto de tus días…
Luego cerro sus ojos por un instante tratando de recordarse a sí mismo en alguna otra tarea que no sea la de estos últimos años; donde se estremecía por entero al ver un electrodoméstico astillado tirado en la vereda o simplemente meneaba la cabeza en desacuerdo al mirarle el cuenco pálido de los ojos de pequeños fetos amordazados envueltos en bolsas gelatinosas, negras.
Anoche, dormir le costó el triple, aquel ejercicio primario de contar las ovejas saltando el cerco le había fallado. A su edad no podría pensar siquiera en masturbarse, le sería más fácil soltarse al mar y clavarle un arpón al gran Dick, que sostener una erección por más de tres minutos.
La brisa nauseabunda del basural que circunda el vecindario a medio hacer le recordó las pestes que soportó antes de sentirse así. Mareado. Dolorido. Seco. Insomne. Ni una musa en el aire, ningún buen recuerdo a mano que lo arrastrase a los pies de alguna deidad griega. El mismo mal parecía aquejarle a toda la cuadra, a lo lejos se oía el trote de una jauría sanguinolenta, alzada, que trotaba en comparsa detrás de aquella pobre perra perdida.
Una gran pila de revistas sostenía una pared. Otra pequeña pila de libros sostenía al catre. De ésta tomó al libro de páginas cortas y letras pequeñas que entretendría su insomnio .
Abstraído de toda bulla o tiroteo. Acarició el lomo del libro. Las hojas brillaban por sí solas, contrastando adrede con la triste flama de un sol de noche despedazado en haces sobre los bártulos hechos pared, que generosos, pese a lo endeble de su estructura, separaban sus temblores de las del viento que en torbellinos se retorcía en los pasillos.
A su lado, en un vaso de tragos cortos, se mecía una marea pastosa, dentro de la misma se conservaba indemne un juego de sonrisas perfectas hechas de acrílico que al día siguiente adornarían su maloliente - Buen día.-
Toda aquella constante cruel, en nada se asemejaba al pasado peronista fábrofebríl, que todo hombre mayor de 60 años reclamaba en sus suspiros.
¡Viva Perón! ¡! CARAJO¡¡¡ Perón!!!!Perooón! QUE GRANDE SO!! CUANTO VALES??? MI GENERAL ¡!!! - Gritaban los ancianos al cargar con el alba y la escarcha. Poniéndole el pecho al barro como al asfalto unas cuadras más alla de la lomada.
El tan mentado Gral. hacía tiempo habia dejado de existir, y él lo sabia. ¿Pero quien tendria el valor de decirselos?
La tímida lámpara de luz, roñosa, intentaba sobreponerse a la fatiga del keroseno, unas pocas gotas se acurrucaban en la base del pequeño tanque. Pero él, dolorido y seco, sin reparar en este detalle, lamió la punta de su dedo índice para despegar una hoja de las demás y darle comienzo a la lectura.
01 Anónimo El Encantador de Abejas
Cuentan de su existencia las mismas piedras de cavernas lejanas en donde su figura es un trazo bien marcado, hablan ellas de un linaje perfecto y aun más del motivo de sus pasos, dicen que es el guardián de las brisas, el encantador de abejas.
En los atardeceres que yacen sin preámbulos en este paisaje agreste, cubierto hoy de cabañas cobrizas y troncos dorados, hablan de la lentitud y lejanía de sus pasos que una vara seca e irregular en sus formas lo sostiene.
Cuentan que vaga en los valles con un amable sombrero que copia y oculta el principio y espesura de su larga cabellera gris, describen con asombro la belleza de las cimas en las que su sombra se proyecta magnifica, hablan del manto que lo cubre y que hace de su figura nube pasajera. Pocos tuvieron la suficiente fuerza o valentía de verlo directamente.
Las aves que rozan al suelo en un trinar armónico anuncian su presencia en las cimas, la armonía del vuelo, obsequia la melodía del paso de uno a otro día.
Así, en ese tiempo singular e irrepetible, el encantador junto a su vara cruza el valle, prueba de ello son las ramas a medio quemar de fogatas que simplemente despiertan en los rincones menos esperados....
Las manos del Hombre acariciaban el trazo en las paredes, la yema de sus dedos sentían lo tibio de un fuego lejano, tan lejano como aquel calo ventor sin resistencia. Veía la cueva iluminada, segura: una revista Gente crocanteaba adrede a sus pies. La brisa suave recorría su lomo enrojecido, ardiente. Unas gotas de rocío de la tarde perfecta le agregaban peso a sus parpados, los brazos extendidos de Morfeo apuntaban hacia él, cuando la flama en su infierno comenzó a desvanecerse lentamente hasta desaparecer.
- Lámpara de mierda! – barbulló, las encías apretadas entre sí, apenas se quedó a oscuras. Furioso, dobló la página del cuento en una punta, cerró sus ojos habituándolos así a la oscuridad, estiró sus brazos hacia el piso, tanteó suavemente la humedad del suelo para ver hacia qué lado de la cama habían quedado sus sandalias.
Esforzar sus ojos le produjo un dolor punzante en la sien. Abrió sus ojos poco a poco. Bajó de la cama envuelto en un sudario barato, apoyó el talón sano sobre las grietas del lodo forzado a ser mosaico, y sin pensarlo, lanzó una carcajada a la noche agregándole algo de ironía a una larga sonrisa. Pensó en lo útiles que serían en ese momento los pequeños retazos de vela dedicadas a San Cayetano. Pan. Paz. Trabajo.
Las hendijas en la pared dejaban traspasar algunos haces curiosos, a tientas llegó hasta los bordes filosos de un estante. Encontró un encendedor cómo todo lo que en el día se le había negado.
Unas monedas para el colectivo, un alfiler de gancho que sujete parte de una camisa sin botones que usaba especialmente para ir a lo de las paraguayitas. Dos fotos tipo carné. Fotocopia de constancia de trámite. Recorte de aviso del diario donde pedían sereno.
Frotó el chispero una vez, encendió uno de los retazos, derritió algunas gotas sobre el parante del catre para reacomodar nuevamente el lomo al capricho del colchón reciclado.
Retomó la lectura desde un poquito antes. Qué decir del libro, si solo el nombre llevaba a uno a imaginarse un delicioso cuento para chicos, uno de soluciones mágicas de oferta en cualquier supermercado chino. Que esperar de estas letras repletas de leones y conejos correteando en el patio trasero entre chicos que cagan abono a cada paso en un jardín donde todo es verde y cada rama tiene su flor cada flor su porqué, cada porqué su abeja y aguijón. Las letras gruesas, las páginas cortas, el papel fino, dorado y frágil, como de Biblia, útiles nada más que para armar cigarrillos de marihuana. Delante de todo esto, el titulo: El Encantador de Abejas escrito en letras doradas.
Los retazos de vela lograron lo que el aparato no pudo, aunque ya pronto amanecería. Otra vez. El relato tierno del principio, se transformó en un dialogo feroz, malicioso. Afín a estos tiempos. La revista Gente la mostraba de cuatro a la Luli, con los pezones parados como antenitas de radio
33 Anónimo El Encantador de Abejas
- Niño... destila tu sudor mi aroma, me reconozco en la palidez de tu rostro, en el gesto inequívoco propio del temor, tu sudor se extravía en el aire, se ahoga en la pausa y espesor de tu aliento, niño, todo en ti destila mi aroma...
Tras los dichos del Silencio, desde la mirada compasiva del Encantador de Abejas, como en el murmullo de un arroyo entreverado entre ramas de un bosque espeso, surgió suavemente la oración que conformaría una respuesta acorde a tal ofensa.
- Una vez mas, tu cruel mirada frente a mi, tu lengua viva y punzante, silenciosa, una vez mas, tu cruel mentira. Jamás tu olfato inútil podría gozar siquiera de un aroma propio, tu, habitante de hombres, aliado y creador de fantasmas, curador ficticio, fabricante de poetas inútiles que se exilian en ti de la verdadera razón de los pasos, del valor de tantos sentidos, seres que no ven mas allá de las colinas que se elevan frente a ellos sin mayor intención que la de alentarlos a crecer. Involucionan hacia la nada misma, has logrado confundir en ellos el valor de la tibieza de cada rayo de sol que ya no se posa en sus pieles...- El encantador de abejas se elevaba en un zumbido penetrante, ansioso de respuestas…
- La eternidad del silencio, has oído esa frase cada día de cada uno de tus inocentes años, recuerdo cada uno de tus pasos, siempre supe que este momento llegaría, resígnate, ocúltate en mi interior, seria menos doloroso que el calce en el que te encuentras. Niño. No es ficción el traje que llevas puesto. -
El valle ocultó la furia de aquellas palabras tras las brumas espesas del tiempo, y este, ofuscado ante el celo de un secreto inexistente, sonreía, resignado a ser testigo de otra batalla inútil. Entendía que la lucha era en su busca, sonreía, al ver como unos puntos invisibles al lenguaje y la caída suave unas de hojas secas, eran toda su esencia, su inexpugnable secreto de idas y vueltas. Sonreía, asombrado ante tal idiotez. Inevita blemente paciente, fue testigo de cada pequeño gesto desafiante de estos ante si. Silencioso, fue testigo de otro despertar, uno mas...
- Si! es esta la escena ansiada, el despertar, la resurrección que tanto placer y satisfacción me han dado estos infantes del tiempo, las estrellas hoy nuevamente asisten desde los palcos gloriosos del cosmos que es mi estadio y madre, las estrellas, mis hermanas, sonríen complacidas al verme jugar con la piel que viste a estos seres, ellas saben de lo que hablo... Infantes, eso es lo que son estos hombres, niños! Ja!-
- Infame silencio, en tu interior reposan los débiles, los hombres atrapados en su piel, los que no ven mas allá de los harapos que visten. Pues nada de eso existe ya para mi, este suelo, que se, nada significa para tus pies, en este suelo, seré por el fin de los tiempos el encantador de abejas, no habrá un rincón en donde no pose mis manos, mi latido, pues eso es lo que soy, y mientras lo sea habrá vida y en ellas no existirás, nada contiene mi fuerza, pues nada la viste, lo que veías en mi, aquel traje de carne y suciedad es lo que te atrajo hacia mi, Ja!... el calce en el que me encuentras hoy, silencio!, el traje que llevo puesto, niño! . Es ficción.
Las luces anémicas de aquella lámpara agujereada pasaron a mejor vida por culpa del tiempo que no se detiene ante ningún evento sea malo o bueno. La revista Gente esta vez mostraba a otra haciendo burbujitas de jabón completamente en bolas.
Mientras cada línea se sucede, la tierra se mantiene firme en su tarea, gira, mientras cada trago, cada bocado se sumerge en ácidos, la tierra gira y el tiempo es esclavo de sus vueltas y nosotros somos esclavos de sus vueltas.
Amaneció. Y el Hombre, rebelándose al caprichoso molde ajeno, dispuso que era suficiente. No soportaría otro amanecer, otra vana promesa de mejor día, de día Peronista; en los pasillos, la noche se diluyó en corridas, tiros, reviente y el incesante ulule de sirenas. La jauría bacanal despedazó a la pobre perra.
Mientras tanto, el hombre, recostado en el catre, dejó caer sus brazos a los lados del mismo, obligándose a mirar al techo vez más para luego estirar debajo del catre la mano derecha, rozar suavemente la humedad del suelo hasta darle alcance a un aparato oxidado, negro. Pronto, sin que lograra quitarle la vista al techo, un estallido repentino estremeció al asentamiento como pocas veces antes. Esta vez la escarcha no pudo arropar en el pecho del hombre aquella vieja sensación de hastío, cansancio, fin.
Unos pocos segundos después, la Jenni dejo de amantar al Roberto, marido de la Romi, y cerró la ventanita del kiosco para correr hasta la casilla del Hombre.
El libro de páginas cortas y letras gruesas asistió silenciosamente inútil al acto. Reconociéndose a sí mismo como una simple excusa. La revista Gente dejo de temblar entre las páginas veinte y veintiuno. Donde una mucama se arrodillaba gentilmente ante un petisero de moda
I Zumbidos
Los haces de luz desaparecieron por los pasillos regando a su paso la noticia de su muerte. Las hojas del libro yacían boca arriba a un costado del catre aplaudiendo el final de aquella obra, por un pequeño agujero recién parido en la pared se colaba un aire que helaba los tobillos sorprendidos.
El gentío curioso se amontonó en la puerta, minutos después en los pasillos se enumeraban cada uno de los pecados del hombre. De sus buenas acciones ni recuerdo, pero así somos nosotros los valientes, maliciosos, egoístas, envidiosos. Los suicidas, simplemente, son cobardes.
Hacía ya unas horas que el zumbido atravesó la sien de aquel Hombre, y nadie se acercó a reclamar parentesco ante nadie, la Jenny, la primera en llegar, reclamó para sí al caloventor. Las más dolidas fueron las paraguayitas que reinaban silenciosas desde el último pasillo del laberinto.
El Hombre fue justamente el mejor de sus clientes, y en sus cuerpos el dolor se hizo carne, como cáscara en las narices que se dejaban adornar por él con unas monedas apenas ponía un pie en el laberinto. Las paraguayitas, maulas, bien putas, esa noche desvirgaron al hijo de la Juana a pesar de los trozos de barro que colgaban de sus rodillas raspadas como de los ruedos rotos del nene.
Se olía a leguas la mamadera tibia que Pablo abandonó en aquel pasillo. A los cuadros que colgaban de los trastos hechos pared, se los repartieron los vecinos como a niños huérfanos sus parientes, al más pequeño, se lo llevó el que más espacio tenia, al cuadro más grande, que no cabría en ningún otro lugar más que en esas ruinas, lo dejaron ahí. A la repisa y el catre nadie los quiso. En el camastro endeble y chillón encontraron el cuerpo y en la repisa polvorienta reposaban rastros de una vela recién apagada junto con unas veinte estampitas de santos desconocidos.
Aquellos vecinos aun creían en algo, y aquel simple acto de abandono fue la muestra inequívoca de ello. En la mala suerte, creían en ella, sobre todo.
Con el correr de los días nada de lo que fue Hombre quedo en pie, con la casi tonelada de diarios, los chicos de la entrada se compraron un papel. El encantador de abejas terminó en manos de Pablo, quien al tomarlo se imaginó un cuento de hadas desnudas corriendo de magos excitados entre margaritas silvestres, sonrió, por un segundo en su rostro se dibujó la misma mueca del Hombre. Creyó, como aquel hombre, que el texto alivianaría su pasaje a otro día, que la lectura, como muchas veces pasó, lo ayudaría a olvidar que la noche anterior caminó hacia las paraguayitas.
Metido en la cama, arropado hasta el pecho, hojeó las primeras páginas sin que ningún párrafo lograra seducirlo, daba vueltas sobre sí. Hecho feto, hombre, feto, hombre, feto. La luz sutil del velador sobre su hombro dibujaba formas extrañas en las paredes.
Pablo aun cargaba sobre si un cuerpo extrañamente liviano, este sostenía una boca pequeña pintada de rojo sobre sus propios temblores, lo excitaba la mirada ciega de unos senos gelatinosos, puntiagudos, que, dicho sea, mezclados con la luz en el techo no eran dos, sino mil, como el número de vueltas que dió en la cama.
Dejó reposar el libro sobre sus piernas, cerró sus ojos. El frío de una gota de sudor sobre su frente logró arrancarle un estornudo, apenas pestañeó. Vio que afuera todo seguía a oscuras. Las hojas frágiles del libro aplaudían el final de aquella escena, brillaban.
El insomnio, complicado una vez más con su mejor pierna, secuestró la inocencia del niño. El delirio formaba parte del laberinto. Las manos húmedas del chico tomaron al manojo de hojas desde cualquier página. Se dispuso a leer. Afuera, aun, todo estaba a oscuras.
44 Anónimo El Encantador de Abejas
- La audacia con la que cada ínfimo fragmento de tu ficción se hizo impalpable a los sentidos, el arrebato de carácter con el que me enfrentas, la vehemencia con la que niegas todo nexo con estos seres.
Simplemente por lo que acabas de balbucear sobre los poetas y demás grumo de cobardes que vulgarizan mi suelo, simplemente por eso, te has ganado, este, mi, entrañable afecto.
Que no es poco, sino mira las puertas de mi reino, pululan en el mercaderes y mendigos, canjean sus cruces por licores absurdos, y todos, aun así, son amos de verdades esquizofrenias, hablan del rencor y las mieles del perdón, Ja!
Pues no existe tal miel, ni uno de ellos se merece un segundo del tiempo que espere por ti - Contestó el silencio, El encantador de Abejas miró en rededor, tomó el sombrero con una mano, despojándose de harapos se hizo silencio, en el horizonte se asomaba el sol.
Los ojos rojos de un radio reloj apuntaban las seis de la mañana, los de Pablo, un insomnio desesperante. En los pasillos la vigilia de los críos era innecesaria, dos de los cuatro vigías permanentes, se prestaron a seguir ahí firmes, esperando a que algún habitante del laberinto valore su tarea con unas pocas monedas. Las paraguayitas esperaron sentadas hasta bien entrada la mañana a que el chico fuera hasta ellas, mientras este, a la vez, las veía desnudas entre las líneas que sopesaba sin ningún interés. Soñaba con todas ellas.
II Agua Purpura
Durante el día la ruta del sol transcurrió entre alaridos de sirenas perdidas, puteadas y trompadas entre choriflautas de cuarta, que el esstereo y la video por un papel, que la remera por un fazito - ¡Doña!¡¡!! Doña!.- Esta sería, desde los tiempos en los que el zanjón dejó de ser tal, la norma habitual de un día en el laberinto.
Los que temprano en la mañana habían puesto fin a la vigilia, en la tarde decidieron ir en busca de un poco mas de dinero, terminada la siesta, el cielo se fue poblando de pequeños e inquietos nubarrones, el atardecer se hizo cómplice perfecto de sus intenciones, y la lluvia cortinaría los gritos de algún eventual cliente asustado.
Robar a esa hora estaba bien.
- Trajistel caño, vamo a labura!? - Preguntó Elémi a su mejor pierna, al más osado, el negro no respondió, un dolor punzante en la frente hacía que sus párpados pesen el triple que ayer. Apenas tildo un movimiento suave de cabeza, para luego seguir en silencio, esperando que en la cortina de agua se abriera una brecha.
Elémi convencido de su pierna, arropo sus intenciones con una sonrisa amable. El negro se encontraba atrapado en una mueca sombría, murmurando por lo bajo que - nopasaná!lógi- .
Una sórdida explosión de ansiedad y abstinencia abrió un pasaje en la lluvia, la brecha extensa se abandonaba complacída a sus pasos silenciosos, livianos, los charcos en los que se hundían hacían aullar la oscuridad de más de un perro, y más de uno apuntó un tarascón a sus talones, por suerte, estos siempre fueron más veloces que aquellos colmillos, sus sombras se mezclaban con los aleros de los techos bajos y las cercas de jardines nauseabundos. A ese ritmo pronto llegarían a destino.
Sabrina, la nueva, la paraguayita, la que coge con Elémi, vive en el último pasillo. Es la Doña quien carga con el pago de las cuotas que Sabri se encarga de usar. La Doña es quien paga las tangas y el plato de guiso repleto de chorizos colorados verdes, camuflados de moscas en un rincón.
El negro apretó el fierro en un bolsillo de su rompevientos azul, tiritaba delante de Elémi que parado en la puerta del local, espiaba más allá de la curva siguiente. El negro apuntó. Paró de llover. Sonó un tiro y el despachante cayó al piso apretándose el vientre.
Elémi corrió en dirección al laberinto sin mirar cuál de los dos había caído, el policía que los vío pasar dos cuadras atrás corrió para el lado contrario, topándose en la carrera con quien huía del lugar. Sin mediar palabras lo bajó de un tiro, el Negro, mientras, metía manos en los bolsillos del despachante, en el zamarreo preguntaba por la caja.
– ¡!Dondestalaguíta¡¡ laconchatumadre!-
Sabrina acababa de despertarse, casi sonámbula cargaba agua en una vieja palangana de loza, se veia de frente con quien no quiso ser nunca. Trapo húmedo en mano, y con mucho esmero, borró toda la noche anterior de su rostro. Arrancó un celofán de la cartuchera de polvos y lápices despuntados. Aspiró. Secó su boca, sació su hambre y comenzó a dibujarse una nueva sonrisa. Para la noche, otra vez, sería la más hermosa del laberinto. La que mejor y más barato coge, al menos con Elémi.
-Alto!- Maquéaltolaconchadetumadre! - dijo el negro y se desplomó con un agujero en el lomo del rompevientos. Justo a la altura del tatuaje de la Romi. Segundos más tarde comenzó a sonar la serenata más temida. El coro de plomo que ninguna madre desea.
Sabrina seguía de frente al retazo de espejo, la Doña miró al cielo. Adivino el mensaje cifrado de los tiros. Rajó una puteada . Los habia visto partir.
Tras un profundo suspiro y sin mirarla a los ojos le dijo a la Sabri quienes y como habían muerto. Ella no dejó de oír que Elémi ya no volvería. Aun así, siguió observando el silencioso remolino donde se hundía parte de su rostro en un agua púrpura. Ella no derramaría una sola lagrima. No lo hizo hace tiempo, cuando en lo oscuro un hombre decía ser su papito. - Ssssshhhhh.... -
III El 203 Ramal Tigre
-Buenaaass- gritó Pablo. No respondió nadie, entonces estiró el pescuezo por el costado del pasillo, miró desde la cerca para ver si había luz en el interior de las chapas. Nada.
En el medio del barrio, en un círculo irregular de comentaristas, algunos nieris se lamentaban, otros, acurrucados en un rincón dela manzana 300 ni se habían percatado.
En la tardecita acá nomás a tres cuadras- decía una. - Laputamadre! – Rajó para allá la Jenni.
-Buenaaaaaaaaaas!- gritó impaciente esta vez.
–Lacón!!!!!!- gritó Sabrina desde la cama. - Quéqueré!! Nene, qué queré?- respondió Sabrina con cierto ira en su voz.
-Puedo pasar?- preguntó Pablito con la vena entre los dedos.
- Si, pero un polvo y te va, cuánto tené?- Contestó, sin otro remedio.
- Si si, uno solo, tengo 20 mangos- respondio Pablo.
- Epa!... si, si, pasa.- Antes de terminar la frase el niño se encontraba con los pantalones abajo junto a la puerta. Tras el polvo y los veinte mangos entre las tetas arrugadas y el corpiño de cartón, Pablo desató un rosario de promesas. Él, con trece años, y ella más puta que cualquiera simulaba creer en todo lo que, ya para ese entonces, su prometido juraba.
Al grito de - laputaesta se rajo con el pibito!- la Doña revolvia el catre
- Pendeja de mierda! Puta! Quien te dio de comer? Yo! LaconchatumadrePuta!, te rrrajaste conel pibitopelotudoeste!- Se preguntaba y respondía todo en un solo grito, su preciado capital había desaparecido.
Sabrina revisó el bolso que colgaba de su hombro, juntó las monedas que tiritaban entre hebillitas de carey y pintalabios de Avon. Llegó a 2.50. - Con esto llegámo.- pensó
Subió al colectivo detrás de Pablo, que apenas podía cargar con las mochilas, pidió dos boletos. El sol se asomaba a sus espaldas, cuando se miraron a los ojos por poco y no se reconocen, pero ahí estaban, sentados uno junto a otro huyendo de un pequeño laberinto hacia otro.
FIN
El Encantador de Abejas de Nery Quintana
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