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EL CODICE GIGAX (parte 1)



“La mente humana es uno de los más grandes misterios”









Por Caligastia.





















1













El hombre del abrigo largo se acerco a mí, de una forma inesperada y me afirmó el brazo violentamente. Su voz era fuerte y en mi oído dijo solo dos palabras indescifrables antes de caer abatido por balas que atravesaron su pecho y rasguñaron mi hombro. ¿De donde vinieron dichas balas?, ¿Quién disparó?, fueron interrogantes que no quise develar en ese momento, solo atiné a correr lo mas a prisa que pudiesen mis piernas y esconderme en la estación de metro más cercana.

Ya en el departamento curé mi herida, que gracias a Dios era superficial, y nervioso aún, medité sobre lo ocurrido con un café en mis manos. Tenía imágenes vagas del pobre hombre muerto en mis brazos, era una persona de aproximadamente 60 años, muy canoso, el que tenía un aire de intranquilidad en su rostro y esas dos palabras pronunciadas por el anciano retumbaban en mi cabeza provocándome una jaqueca.

¿Por qué se me acercó?, ¿Por qué yo? Fueron preguntas insistentes que no tuvieron respuesta alguna.

En los periódicos no existió nota alguna que hablara del episodio acontecido ni menos rastros del anciano por lo que transcurridos varios días me armé de valor y recorrí nuevamente el sector en cuestión buscando alguna respuesta a las miles de dudas en mi cabeza. Al cabo de un par de horas en el lugar, el que estaba atestado de gente que iba y venia no encontré nada, ni una gota de sangre, ningún vestigio de lo que ocurrió ahí unos días atrás.

Ya desolado por no tener ninguna pista recurrí al negocio de diarios que se encontraba en la esquina próxima y comprando un paquete de cigarrillos pregunté al vendedor por el incidente y este si recordaba lo sucedido. En ese momento supe que el anciano del abrigo largo era el padre Rafael Santi que oficiaba de párroco de la Iglesia cercana, que fue asaltado por un hombre y que al oponer resistencia este lo habría baleado. Eso de “asaltado por un hombre” me pareció errado y tuve la certeza que aquel “hombre” era yo. El vendedor me contó además que luego que el padre quedara tendido inmóvil en el suelo, muerto según él, llegó una comitiva de a lo menos cuatro personas que parecían sacerdotes también, tomaron el cuerpo y lo subieron a un auto negro con el que desaparecieron del lugar. El vendedor supo posteriormente que el Padre había fallecido y que en la Iglesia oficiaba otro párroco. Consternado por la información, caminé sin rumbo por un largo rato hasta que sin quererlo me encontré frente a la Iglesia sin saber que hacer. La fachada tenía un aspecto más bien tétrico, era una iglesia algo sombría. Me forjé de valor y entré. En esos momentos no se oficiaba ninguna misa y el salón principal estaba casi vacío, solo se encontraban un par de ancianas rezando y prendiendo velas.

La Iglesia en su interior también era oscura, y la recorrí completamente admirando las esculturas y pinturas que en ella existían buscando algo que me llamase la atención. Cuando ya completaba mi recorrido reparé que una de las pinturas que estaba ubicada en la esquina izquierda del altar, colocada sobre un pilar de la construcción estaba ubicada mirando hacia dicho altar y no hacia la zona donde se sientan los feligreses a rezar, lo que me llamó la atención por lo que me acerqué a admirarla con más detalle. Tal fue mi sorpresa que creo haber gritado maldiciendo a alguien porque las ancianas me miraron con disgusto. En la pintura estaban impresas las últimas palabras que pronunció el Padre Santi antes de morir. Dicha imagen mostraba una especie de lucha entre el bien y el mal con Ángeles y Demonios luchando con espadas de fuego y en un costado tenia escrito entre llamas y sangre la frase “CODEX GIGAS”.

Impresionado por mi hallazgo, caminé hacia la entrada de la Iglesia, pero una fuerza incontenible dentro de mí me impidió escapar y volví nuevamente a observar la pintura. Estaba en eso, cuando súbitamente se me acerca un monaguillo o acólito, quien es el personaje que ayuda a los curas en sus misas y me pregunta por qué me llama tanto la atención ese cuadro, que me ha observado desde que entré y me deja perplejo cuando me pregunta si conocía al padre Santi. Ante mi asombro, sin saber que decir, le respondo que si lo conocía y que me apenaba mucho su muerte, sin mediar ningún comentario más el misario me entrega un papel, me pide que lo guarde enseguida y que lo lea en un lugar seguro.

Nuevamente en mi departamento, extraigo desde mi bolsillo el documento doblado cuidadosamente. Escrito en la hoja aparece solo un número de teléfono celular y una hora especifica, ocho con quince. Puntualmente a la hora descrita me dirigí a un teléfono público para llamar. La voz que contesta al otro lado del teléfono me pregunta una especie de clave o contraseña por lo que corté en el acto. ¿Que tipo de clave puedo dar a una persona que ni conozco?, además que me parecía irrisoria la escena, casi tomada de alguna película de acción. Pensé y la única frase que se vino a mi cabeza fue la leída en el famoso cuadro de la iglesia, por lo que volví a llamar y antes de que me preguntase la dije. Esperé unos segundos hasta que la misteriosa voz me dice:” Que bueno que llamó don Francisco, estaba esperando su llamada”. Ahí estaba yo, frente a un teléfono público sin entender nada, ¿Cómo sabia mi nombre?, ¿Me conocía?. Luego de reponerme del asombro, la voz me comentó que no podía hablar demasiado y que yo debía retirar una información con una llave que me llegaría en una carta certificada a mi domicilio, después de esto, cortó.

Pasó una semana hasta que el conserje me entrego un pequeño sobre que abrí de inmediato y en el encontré una llave, una dirección y un número, el quinientos once.

Al otro día, acudí temprano a la dirección que no quedaba lejos de mi domicilio y que correspondía a una oficina postal, dentro de la cual tenían casilleros. Me acerque al que tenia el numero quinientos once, ubiqué la llave en la diminuta puerta y la giré, esta abrió de inmediato. Dentro del depósito había un manojo de papeles que retiré apresuradamente y oculté en un sobre, cerré la casilla y desaparecí del lugar.

Ya después de regresar de mi trabajo, en la tranquilidad de mi dormitorio procedí a abrir los papeles que retiré del correo. Desglosando lo que había al interior del sobre me encontré con un manuscrito en un idioma desconocido para mi, supuse que era latín, un pequeño croquis de una iglesia que me pareció ser la de San Francisco y una nueva llave, esta vez más grande y pesada que la anterior y que se notaba a todas luces que era para las típicas cerraduras antiguas.

Guarde todo lo que contenía el sobre en la caja fuerte del edificio y visité nuevamente la Iglesia para hablar con el acólito. Fue imposible encontrarlo, de hecho estuve dos misas sentado esperando que apareciera pero no ocurrió por lo que me marché.

De vuelta al departamento el conserje tenía malas noticias para mí. Habían ingresado a mi departamento con el fin de robar pero examinando dentro de él, no faltaba nada, solo lo dejaron extremadamente desordenado por lo que deduje que solo registraron el lugar. Los conserjes no se explicaban por donde habían ingresado, solo cuando la alarma se activó estos avisaron a la policía, que no tardó demasiado en llegar. Estuve hasta la madrugada ordenando y reparando la puerta de entrada preguntándome como me había metido en esto hasta que el sueño me venció.

Fui nuevamente a la iglesia pero no lo encontré. Sin saber que hacer y algo nervioso por lo acontecido en mi departamento llamé al número telefónico que me había entregado, pero nadie contesto, ni siquiera una maldita grabadora.

Pasaron los días, sin noticia alguna, sintiéndome cada vez más observado, pedí un par de días en mi trabajo y me tomé unas cortas pero reconfortantes vacaciones en el litoral, para olvidarme definitivamente de este asunto.

Estando de vuelta en mi trabajo, y habiendo pasado casi un mes desde mi receso como investigador novato, la secretaria me ingresa una llamada telefónica. El comisario Benavides de Investigaciones necesitaba hablar conmigo en forma urgente. Al contestar, una voz con autoridad solicitaba que me entrevistase con él en su despacho lo antes posible para hablar un tema delicado. La cita queda para el día de mañana a las 8.30 horas.

Al otro día, puntualmente me encuentro con el Inspector quien amablemente me ofrece un café y va directamente al grano. Hallaron el cuerpo sin vida de una persona que presumiblemente era un monje o cura, porque se hallaba con ese tipo de vestiduras y sin papeles de identidad. Dicho cuerpo tenia entre sus documentos una hoja con cinco nombres entre los que aparecía Francisco Iglesias Estrada, mi nombre. El Inspector Benavides era un hombre alto y grueso que denotaba autoridad, pero era extremadamente amable y cordial. Me preguntó que tenia que ver yo con esa persona que a todas luces era el acólito que me había entregado la información que se hallaba guardada en la caja de seguridad del edificio. Sin mucho que responder le hice ver al Inspector que dentro de mi circulo de amistades, no sabia de quien se trataba y que si daban con la identidad del cuerpo pudiésemos conversar más adelante para saber si yo lo conocía. Al levantarme de la silla, el Inspector me pidió que no saliera del país y que estuviéramos en contacto, entregándome en el acto una tarjeta con su nombre y teléfono por si se me refrescaba la memoria.

Camino a mi trabajo, pensaba que en los últimos días había estado en contacto con dos personas que ahora eran cadáveres y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo; ¿Sería yo el siguiente?, ¿Qué tan importante es la información que contienen los documentos en mi poder?, fueron preguntas que tampoco tuvieron respuesta. En un momento, en la entrevista con el comisario pensé en entregarle toda la documentación que poseía pero preferí callar hasta saber de que se trataba todo esto.

Mi vida hasta que comenzó esta pesadilla era extremadamente monótona, gris y sin posibilidad de hacerla más alegre, dado que con lo que tenía era medianamente feliz. No me había casado porque no tuve la dicha de conocer mi alma gemela y, por Dios, que mujer iba a aguantar a un desordenado empedernido como yo, amante del fútbol a altos niveles de fanatismo y gustoso de la tranquilidad que entregaba la soledad de mi departamento. Desde niño fui un tanto autista por lo que mi madre en un par de ocasiones me llevó a un psicólogo infantil que como única respuesta a mi retraimiento explicaba que era causa de no tener la imagen paternal a mi lado. A mi padre nunca lo conocí y las veces que pregunte a mi madre por él, se ponía muy mal, por lo que opté por desaparecerlo de mi vida para siempre, sepultando las preguntas ligadas a él.
Mi adolescencia no fue muy distinta, de hecho, en la universidad era un ratón de biblioteca, un nerd si lo señalamos en forma moderna. Mi carrera de Ingeniería Comercial la obtuve con honores pero siempre alejado de las grandes concentraciones de gente como fiestas y conciertos.
Entrando en mi período de adulto joven comencé a despertar socialmente y por mi trabajo de consultor, empecé a asistir a cuanta reunión y evento social se presentaba, pero siempre mostrando un bajo perfil hasta ahora, a mis cuarenta años de vida, con algunas canas a mi haber.

El día en mi trabajo, aconteció sin mayores sobresaltos, pero mi cabeza no dejaba de darle vueltas al asunto. Al día siguiente, visité la Universidad donde estudié y coordiné una cita con la profesora de lenguas que tuve en mi carrera, la señora Zulema Cid quien ya no se encontraba en edad de ejercer la docencia pero fiel a su carácter seguía impartiendo su cátedra. Conversamos amablemente por unos breves momentos recordando la clase de mi época y cuando llegó el momento de explicarle mi visita fui muy claro al pedirle que en forma muy reservada, casi secreta pudiese traducir los escritos que tenía en mi poder. Ella muy cordialmente me manifestó que no estaba en edad de realizar traducciones pero que podía derivarme con su hija que había seguido sus pasos y era docente al igual que ella con un magíster en lenguas originales. Un tanto reacio a su propuesta intenté negarme pero la señora era muy astuta y me convenció, diciéndome que esto se realizaría con la más absoluta discreción.

Llegado el día de la entrevista con la hija de la profesora Cid, de nombre Vanessa Cassano, recogí los documentos y me dirigí al lugar preacordado. Nos encontramos en un café del barrio Lastarria a eso de las ocho de la noche. Cuando la ví, quedé pasmado con su belleza. Era una mujer muy atractiva de unos treinta y tantos años, morena, alta y delgada que denotaba un cuerpo cuidado por el gimnasio.

Hablamos en particular del documento, que finalmente si estaba escrito en latín y, por los gestos de su rostro, lo poco que logró traducir en el momento no confería un buen augurio. Me pregunto de donde lo había obtenido, si era original y una serie de preguntas que no pude responder. Pensé que la reunión había llegado a su fin por mi inconveniencia de responder, pero la calidez en su voz me hizo sentir lo contrario. Me dijo que no me preocupara, que ella se encargaría de traducir el pliego como un favor a su madre y porque ella le comentó que yo fui uno de sus mejores alumnos. No pude saber que trataban los escritos, pero mi confianza en ella hizo que se los llevara sin problemas. Después de llegar a mi hogar, me di cuenta que incurrí en un terrible error al entregarle esa información. Habían muerto ya dos personas por esos manuscritos y yo, sin quererlo ponía en peligro a esta mujer.

Dormí a sobresaltos, esperando que nadie me hubiese seguido al encuentro de la traductora y a la mañana siguiente me dirigí apresuradamente a la Universidad para saber de Vanessa. Con su madre obtuve la dirección y en menos de 30 minutos me encontraba en la puerta de su casa. No sabría que decir pero prefería esa duda a no saber de ella. Al tocar el timbre, la imagen que divisé al abrirse la puerta fue cercana a admirar el paraíso. Ella estaba al otro lado de la puerta vestida con una bata y su pelo mojado. Me sentí incomodo inmediatamente y pedí disculpas por llegar de esa forma, pero mi corazón estaba aliviado de verla con vida. Una vez dentro de su casa, esperé pacientemente en el living admirando las fotografías de su biblioteca y las pinturas en su pared. Me llamó mucho la atención que en las fotos salía ella sola o con su madre, nadie más. Al poco rato, apareció vestida impecablemente y tras el alero de un café le confesé con cada detalle lo ocurrido y lo torpe que había sido involucrándola en esta situación.

Contrariamente a recriminarme por implicarla en esto, me agradeció la confianza depositada en ella y me entregó la traducción completa del manuscrito, el que guarde en mi maletín. Tenía la intención de ofrecerle dinero por su trabajo pero con un gesto negó tal posibilidad. Quedamos de juntarnos a conversar una vez que terminara esta pesadilla y nos despedimos. Esperaba volver a verla pronto.
Después de una jornada de trabajo agotadora, recibí en mi oficina nuevamente al Inspector Benavides, quien me visitaba para saber si mi memoria había tenido alguna mejora y contarme que el cuerpo había sido identificado. El nombre del occiso era Paolo Gaultier, el acólito del padre Santi, quien también había muerto en extrañas circunstancias un par de días antes que su discípulo. Negué cualquier relación con ellos argumentando que rara vez voy a la iglesia. El Inspector se marchó, no si antes recordarme que cualquier cosa que me viniese a la memoria le avisase enseguida.
Exhausto llegue a mi departamento y me dormí sobre la cama sin siquiera quitarme la ropa.

Al día siguiente, que era sábado desperté alrededor del medio día, cansado aún, después de una semana agotadora tanto física como mentalmente. Tomé el manuscrito dejado entremedio de la cama antes de dormir y comencé a leer su traducción. Conforme iba estudiando la traducción mis ojos no podían creer lo que veían, parecía una historia fantástica o algo así. El manuscrito hablaba de un libro escrito alrededor del siglo XII por un monje benedictino que vendió su alma al Diablo para salvar su vida. Que luego de sucesivas batallas entre Cristianos y Protestantes el libro pasó por diversos dueños como botín de guerra, hasta desembarcar finalmente en Estocolmo, a mediados del siglo XVII, desde donde desapareció y cruzó grandes mares para ser ocultado lejos de manos enemigas en el Priorato de Nuestra Señora de las Nieves, justamente aquí, en nuestro país. Al cabo de algunos años, el libro cambió de manos desde los Benedictinos a los Franciscanos ocultándole finalmente en algún lugar de la Iglesia de la gran Cruz desde donde se perdió todo rastro.

Investigando en Internet sobre la Iglesia de la gran Cruz esta parece ser la conocida Iglesia San Francisco, construida a mediados del siglo XVI con el fin de adorar y proteger la imagen de la Virgen del Socorro transportada por Pedro de Valdivia desde España. La Iglesia tuvo que soportar tres incendios, pero se derrumbó con el terremoto del año 1583. La reconstrucción estuvo a cargo de Fray Antonio y la construcción se basaba en una nave central y dos capillas laterales que dan origen a una cruz de grandes proporciones si se mirase desde el cielo. La nueva construcción soportó estoicamente el terremoto de 1647 que dejó a medio Santiago en el suelo, aunque se destruyo la torre en ese sismo, la que años más tarde se reconstruyó. En el año 1751 un nuevo sismo derribó nuevamente la torre, lo que con tesón volvió a reconstruirse.

Hasta aquí, mi investigación no aportaba demasiado; Un libro llamado el Codex Gigas, escrito por un monje que quería exculpar sus pecados, un pacto con el diablo y un traslado desde el viejo continente a un pequeño país en el nuevo mundo, nada muy cuerdo. Pero mi sentido común me indicaba que el libro debía ser demasiado importante para haber sacrificado dos vidas.




















2











Mercenas, era un monje benedictino que había pasado largo tiempo en el monasterio de Podlazice, en la comarca de Chrudim, actual República Checa. La lealtad a su Dios se había visto empañada por sus deseos carnales y cometió pecado contra su doctrina, sus creencias y su Creador.
Al percatarse de este hecho, los religiosos del lugar sentenciaron a Mercenas a morir enterrado vivo al Interior de un Muro del Monasterio. El monje desesperado, en un intento de salvar su vida a como de lugar ofreció, para la expiación de su culpa y para enaltecer el nombre del monasterio, crear en una noche la más grande obra bíblica jamás vista. La comunidad religiosa festinó con tan irrisoria idea, pero ante las súplicas del monje, accedió y antes de anochecer, Mercenas tenía en su poder un tintero, plumas y gran cantidad de pergaminos de piel de asno. Cuenta la historia que el Codex se realizó con la piel de 160 de ellos.

El monje, conciente que su vida peligraba, comenzó a trabajar rápidamente. Escribió hasta que sus manos comenzaron a sentir grandes calambres, y aún así prosiguió con su trabajo. El monje exhausto y abatido, no tenía ya más fuerzas para continuar. A medianoche, Mercenas se rindió. En el afán de salvar su infortunada existencia emplazó al Diablo a que le ayudará a terminar la obra a cambio de su alma, a lo que el maligno accedió.
Al amanecer, el libro estaba completo. Tenía un tamaño impresionante, noventa y dos centímetros de alto, 50 centímetros de ancho y un espesor de 22 centímetros. Era un ejemplar magnífico, el mayor manuscrito medieval de la historia, de hecho, fue considerado en esa época como la "octava maravilla del mundo".
Como Mercenas había logrado su objetivo, incluyó dentro de las páginas del codex, una imagen portentosa de su aliado en esta empresa, un retrato del mismísimo diablo, el que abarcaba toda una plana del manuscrito.
El Codex terminado era una obra de Arte sin duda, pero estaba maldito. Mil plagas arrasaron con Podlazice dejando un pueblo lleno de calamidad y ruinas. Pero lo más increíble era que los fallecidos correspondían solo a mujeres y niños del pueblo. Ningún hombre mayor murió. Los cementerios no dieron abasto por lo que la gente fue enterrada en los terrenos del monasterio a modo de protesta contra quienes según el sentido popular, habían creado tamaña desgracia, contraviniendo las reglas benedictinas sobre las sepulturas.

El Codex maldito quedó entonces oculto en el Monasterio por largo tiempo. Al final de la guerra de los treinta años, el códice fue arrebatado por las tropas suecas a cargo del general Konigsmark.

En 1594, el emperador Rodolfo II evitó que el códice quedara relegado en una celda de Broumov, agregándolo a su colección de objetos anormales.
En 1648, las tropas protestantes suecas sitiaron el Castillo de Praga, y tomaron las colecciones del emperador apoderándose del manuscrito, trasladándolo a la Biblioteca Real de Estocolmo.

El códice contiene además de la versión latina de la Biblia, una lista de los monjes de la agrupación religiosa de Podlazice, un necrólogo con los nombres de alrededor de 1600 fallecidos y otros documentos importantes, pero que no asombran en gran medida. Los documentos que si llaman la atención son los del historiador judío José Flavio, quien vivió en la Roma del siglo primero de nuestra era, y una serie de fórmulas de evocación o conjuro y magia.

Mercenas desapareció, algunos dicen que igualmente fue sepultado vivo en las paredes del gran monasterio, otros que el maligno se lo llevó apenas terminó el manuscrito, pero quedó la gran duda de si Mercenas participó de algún tipo de conjuro mágico redactado en el códice.







































3












Tres de los cuatro hombres vestidos impecablemente de negro, tomaron el cuerpo agónico del sacerdote, subiéndolo apresuradamente al automóvil. El cuarto hombre aceleró hasta perderse en el tráfico capitalino. Presurosos llegaron a una especie de mansión oculta en los cerros del sector alto de la ciudad donde los esperaba una pequeña comitiva de monjes.

El cuerpo del malogrado padre estaba ya si vida dentro del automóvil, tendido en el asiento trasero del automóvil. Intercambiaron un par de palabras con los monjes y bajaron el cadáver trasladándolo a una especie de sala de operaciones. En dicha sala se encontraban tres personas, un médico y dos ayudantes.

El doctor examinó detenidamente el cuerpo del Padre Santi, desnudo en la camilla central, buscando algún tipo de lesión externa, descubriendo la salida de dos proyectiles, a la altura del tórax, presumiblemente de un arma de gran calibre, que debió lesionar el pulmón provocando con esto una hemorragia interna y un posterior desangramiento que terminó con la vida del Padre. Luego, el facultativo retiró unos mechones de pelo del occiso para practicar un examen de ADN mientras los religiosos registraban las ropas del sacerdote buscando algo, al parecer, importante para ellos.

Al concluir la indagación externa del cadáver, el doctor, procedió a “limpiar” el cuerpo a fin de hacer desaparecer cualquier huella dactilar que pudiese inculpar a alguien de la hermandad. Fue envuelto en bolsas de basura y trasladado a un sitio eriazo donde lo arrojaron. Sus ropas fueron quemadas a la brevedad y el automóvil del traslado también fue aseado. Los monjes despidieron al doctor y a sus ayudantes que presumiblemente pertenecían a la misma cofradía.

La totalidad de los religiosos se reunió a debatir los siguientes pasos a seguir ya que su principal sospechoso había muerto por obra y gracia de ellos mismos, al igual que su acólito. Solo tenían un listado de cinco nombres arrebatados a su ayudante antes de morir. Se recriminaban mutuamente por la forma en que murió Paolo Gaultier, ya que su deceso se debió a una inoperancia de uno de los monjes que utilizó su arma sin silenciador al creer que el muchacho escapaba, provocando una resonancia tal, que les impidió seguir con su interrogatorio por lo que escaparon rápidamente del lugar, dejando el cuerpo desangrarse en un sitio desolado del sector bajo de Santiago. El joven moribundo, tomó de entre sus ropas un lápiz y comenzó a escribir una serie de nombres en un papel hasta que su ímpetu fue disminuyendo. Apretó fuertemente la hoja en su mano derecha y respiró por última vez.

La policía lo encontró a las pocas horas por un aviso telefónico de que en el lugar se oyeron gritos y balazos. La autopsia reveló que el muchacho murió de una Hemorragia interna producida por un disparo a corta distancia en el abdomen.

El monje que presidía la reunión, era un hombre anciano, de unos ochenta años, que revelaba un aspecto jerárquicamente marcado, él era el guía, y con voz autoritaria precisó que debían morir las cinco personas especificadas por el acólito, no sin antes interrogarlos cos los métodos que les entregaran la respuesta que buscaban. Luego de definir los pasos a seguir cada religioso se marchó del lugar sin emitir ningún comentario. La próxima reunión sería al siguiente día para comenzar a urdir los planes de identificación y ataque a cada persona en particular. La mansión era una especie de castillo medieval y pertenecía al guía que se hacia llamar Mestón dentro de la cual existía una biblioteca enorme con volúmenes muy antiguos de libros referentes en su mayoría a la historia del siglo XII, de los Benedictinos, los Franciscanos y de sus monasterios repartidos por el mundo.

Mestón no tenía familia, por lo menos no en nuestro país. El llegó a Chile hace un par de años enviado especialmente a la misión que estaba llevando a cabo.

Había espiado por largo tiempo al padre Santi, por medio de alta tecnología como diminutas cámaras y micrófonos, conoció cada uno de los pasos dentro de la Iglesia de la que Santi era párroco, por lo que estaba al tanto de los cuartos secretos existentes en dicha iglesia, así como la amistad que unía al sacristán con su discípulo. Lo que nunca pudo averiguar fue donde estaba guardado ese maravilloso secreto que lo tenía en este país, ese insoslayable secreto que pensaba estaba al alcance de la mano, pero que era invisible. No pretendía rendirse por nada del mundo, necesitaba el reconocimiento de sus pares, obtendría un poder supremo que lo elevaría casi al nivel de Dios en su congregación.

El guía conocía la historia del Códice a la perfección, sus antepasados habían sido los encargados de custodiar el Manuscrito del Diablo hasta que lo perdieron en la guerra de los treinta años. El era el heredero de sus fracasos, pero ahora sería distinto, tenía todas las cartas sobre la mesa por lo que su victoria era cuestión de tiempo.






















4











Me despertó el teléfono. Al otro lado de la línea el Inspector Benavides hablaba de un nuevo asesinato, y me solicitó que no abandonara el departamento porque corría peligro. Una patrulla venia en camino para recogerme y trasladarme al cuartel. Al escuchar estas palabras, me desperté completamente asustado, y solo atiné a preparar un café para especular sobre lo conversado con el Detective y de paso asegurar la puerta de entrada.

No tardó mucho en llegar la patrulla, solo tuve el tiempo necesario para terminar el café y recoger algo de ropa, luego, fui trasladado al cuartel policial donde me esperaba Benavides para explicarme el motivo de tanta premura por trasladarme a un lugar seguro.

El nuevo homicidio en cuestión me dejo paralizado y comencé a respirar aceleradamente. La persona que había sido brutalmente asesinada era el primer nombre de la lista del acólito. Para mi suerte, yo era el único individuo que había logrado rastrear el Inspector, por lo que era cosa de tiempo que siguieran apareciendo más victimas.

Luego fui interrogado por varias horas para establecer un nexo entre mi persona y lo que estaba sucediendo, pero fue imposible encontrar algún indicio que nos explicará de que se trataba todo esto. La plana mayor de Investigaciones resolvió enviarme a un lugar seguro, propiedad del gobierno hasta que se solucionase este caso, a lo cual accedí de malas ganas. Debí mentir en mi trabajo para no levantar algún tipo de sospechas y con el mínimo vestuario, me vi encerrado en una especie de cárcel hotelera.

Pasaron los días y siguieron apareciendo nuevas victimas, cuatro en total. Solo mi nombre faltaba de la lista de asesinados. Mi aburrimiento dentro del “lugar seguro” era notorio. No había mucho que hacer, solo ver televisión y escuchar música. El tema del listado de la muerte se filtró a la prensa, por lo que mi nombre empezó a aparecer en todos los noticieros y diarios del país. Los periodistas invadieron mi departamento y mi trabajo. Gente que nunca conocí daba entrevistas para hablar de mí, y daban su apreciación de porqué yo estaba en esa lista.

Fueron semanas intensas, donde la presión se hacia irresistible hasta que un día sucedió algo inesperado. Estando durmiendo, alrededor de las dos de la madrugada sentí ruido proveniente de alguna zona cercana a mi dormitorio. Luego, sonó algo así como disparos con silenciador por lo que me puse en alerta inmediatamente. Salí al balcón, que daba al tercer piso del departamento donde me encontraba, y al sentir que forzaban la puerta de entrada a mi habitación, sin pensar en lo que hacia, salté al vacío, sin importarme en ese momento que estaba haciendo. La adrenalina fluía en mi cuerpo como las burbujas en el agua hirviendo. Mi caída, gracias a la divina providencia, fue sobre un acopio de arena, por lo que el golpe se atenuó lo suficiente para no quebrarme las piernas, pero no lo bastante como para torcerme el tobillo. Con el dolor a cuestas corrí lo más a prisa que pude, sin dejar de sentir que tras de mi sonaban disparos en el suelo.
Para mi suerte pude tomar un taxi en la esquina siguiente. Luego de sentir que nos seguían a cada momento, reparé en mi vestuario. Un pijama a rayas y a pie descalzo. Le pedí al taxista conducir con la máxima rapidez mientras trataba de calmar las pulsaciones de mi corazón con algún tipo de ejercicios de respiración. A mi departamento no podía acercarme bajo ningún motivo, era el primer lugar donde me buscarían así que, solo atiné a dirigirme a las inmediaciones del domicilio de Vanessa. Nuevamente la estaba involucrando en este peligroso juego del que yo no sabía como escapar. A pocas cuadras pensé en bajarme del taxi pero no tenía dinero alguno por lo que necesariamente llegué a su casa, rezando por que estuviera allí.
Su sorpresa al verme fue más que notoria, y angustiada me comentó que había tratado de ubicarme infructuosamente, que estaba muy preocupada dada la cantidad de asesinatos y que se había enterado que yo aparecía en la famosa lista de la muerte, como la había bautizado la prensa. No tuvo reparos en prestarme dinero y ropa, que según ella fue de algún antiguo novio. Le comenté el peligro al que se exponía ayudándome pero fue en vano. Conversamos largo rato del tema hasta que comenzó a amanecer, optando por quedarme en su casa, desde donde podía investigar por Internet y acceder a la televisión mientras definía los pasos a seguir. Ella se arregló para trabajar y se despidió de mí. Encendí la televisión para ver las noticias y mi sorpresa fue mayúscula al enterarme que en el tiroteo en el refugio policial habían muerto diez personas entre ellos ocho uniformados y dos sin identificar, y que a mi me daban por secuestrado y asesinado probablemente.
El revuelo era inmenso a tal punto que mi vida apareció en cuanto programa de televisión salió al aire. Surgían las especulaciones de lo que estaba pasando, entrevistaron a mis vecinos, familiares, compañeros de universidad, y en el transcurso del día, se realizaron cadenas de oración por mi vida, se pidieron sumas de dinero por mi rescate, y yo, escondido en una casa normal, sin protección más que una mujer que se encontraba en su trabajo y con una bolsa de hielo en mi tobillo, hinchado considerablemente.

Como tuve mucho tiempo para pensar, me entretuve recorriendo la casa, conociendo cada rincón de ella, y me llamó mucho la atención el decorado y las fotos, en todas aparecía Vanessa y su madre, ningún otro pariente o novio. En las habitaciones, colgados en sus paredes, imágenes cristianas y crucifijos.
Transité por la casa un momento hasta que el sueño me venció y caí rendido en el sofá.

Llegada la noche, Vanessa regresó con cuanto periódico pudo comprar, ya se había enterado de lo que ocurría allá afuera, me despertó y cocinó un exquisito plato de fideos con salsa.

Parecía no importarle demasiado la gravedad del asunto para con su seguridad y solo atinaba a conversar sobre el famoso códice y que era lo que ella interpretaba de la traducción que había realizado. Mi conclusión fue rotunda, ya estaba grandecito como para creer en conjuros o hechizos y que algo así fuera el motivo por el que intentaban asesinarme. Mi cabeza analítica no podía aceptar una respuesta así para esto, debía existir algo más.

Existía algún tipo de química con Vanessa, ella era muy dulce y nuestras conversaciones duraban mucho tiempo, nunca me había sentido así con mujer alguna, pero con ella todo fluía naturalmente, era muy agradable esa sensación.

Pensé en llamar al Inspector Benavides, pero ellos no habían podido protegerme, así que deseché esa opción. Solo quería despertar de esta pesadilla lo antes posible, y volver a mi vida que monótona, no revestía un peligro de muerte.

Los papeles que daban cuenta de la ubicación del manuscrito estaban en la caja fuerte del condominio. Solo yo conocía la clave, pero como llegaría a ellos si este estaba atestado de periodistas. Vanessa se ofreció a ir por mi. Ella estaba decidida a ayudarme en esto sin importar nada y yo me rehusé por su seguridad, pero su convencimiento era mucho mayor, así que accedí de mala gana.
Llamó un radio taxi y partió rumbo a mi departamento, accedió a caja fuerte con dificultad por lo que me llamó de su teléfono celular y hablé con el portero del edificio al que le expliqué que era un tema de máxima seguridad por lo que no podía divulgar que era lo que se retiró de allí, ni menos comentar que había conversado conmigo. Con dicho personaje me unía una amistad de años por lo que confié en su palabra. Vanessa pudo retirar el pequeño paquete y volver, no sin antes realizar unas maniobras distractivas en el taxi, recorriendo varias cuadras en circulo, por si alguien la seguía. Cuando se sintió segura y sin compañía, pidió al taxista que la trajese de vuelta a casa.


































5











Mestón no cabía en si de la furia que lo embargaba, golpeaba cada cosa que se cruzaba en su camino y maldecía a los cuatro vientos, había fallado y esto podría traerle consecuencias funestas a sus aspiraciones. Ordenó investigar nuevamente cual era el paradero de Francisco Iglesias, y su captura inmediata. Sus hombres entrenados durante tanto tiempo habían cometido errores imperdonables por lo que fueron relegados a funciones secundarias. Un nuevo contingente de mercenarios estaba al frente de la operación. El guía sabia que el único sobreviviente de la lista tenía en su poder la llave al manuscrito por lo que solo le quedaba una última oportunidad para obtenerla, por eso debían capturarlo con vida, por lo menos hasta obtener dicha reliquia, luego era indudable su muerte.

Mestón tenía conexiones influyentes en todos los organismos de gobierno, de salud, de inteligencia, políticos y policiales por lo que su red era demasiado amplia como para que alguna presa se escapara. De esa forma había obtenido la información precisa de donde se encontraba Iglesias, y la forma de acceder a su captura, pero sus hombres lo arruinaron.

Sonó su teléfono y una información muy valiosa llegó a sus oídos. Alguien retiró un pequeño paquete perteneciente a Francisco Iglesias, desde la caja fuerte del condominio. Una bella mujer que, luego de recorrer en círculos la ciudad había aparcado en una modesta vivienda del sector periférico, lugar que se encontraba vigilado desde hace un par de horas. Había resultado fácil comprar la información del conserje del edificio. Mestón avisó a su chofer y partió presurosamente al lugar.

En el camino, no pensaba en otra cosa que no fuera obtener a toda costa lo que buscaba desde hace muchos años, por eso, cuando llegó al lugar procedió a dar la orden de entrar al domicilio enseguida y neutralizar a quien estuviera dentro.
Cuando irrumpieron violentamente, encontraron vacía la estancia la vivienda, solo existían rastros de que alguien había estado allí hace muy poco tiempo, por la taza de café aún humeante en la mesa.
Registraron cada habitación minuciosamente buscado alguna pista que los llevara hasta Francisco Iglesias, pero no encontraron demasiado. A esta altura Mestón no cabía en si y destruyó parte del comedor de la casa, para luego subir a su automóvil y marcharse. Solo quedaron los encargados de limpiar el lugar de huellas que los delatasen, hecho que no duró más de 20 minutos.



































6











Vanessa, era una mujer que vivía sola desde los dieciocho años, se independizó muy joven y extrañamente a su capacidad financiera entró a estudiar lenguas casi por causa del destino. Como mujer solitaria, se había preocupado de utilizar todas las artimañas y artilugios posibles para asegurar su casa, por lo que contrató a Empresas de seguridad para instalar alarmas y cámaras que rodearan su hogar, por lo que cada movimiento sospechoso fuera de este, podría ser examinado con detalle desde dentro. De esta manera la bella mujer se dio cuenta que algo andaba mal, y que su casa era vigilada desde hace horas por un par de individuos. Por este motivo, optó por abandonar su hogar rápidamente por la parte de atrás, saltando la pared hacia sus vecinos junto a Francisco. Luego cogieron un taxi y desaparecieron.

Francisco miraba fijamente a Vanessa Cassano y no hacia otra cosa que pensar por qué la había involucrado en esta terrible situación. Eran perseguidos por asesinos reales, no era ficción. Ya habían matado gente inocente, y el sabía que sería el próximo, sin estar al tanto muy bien del por qué.

Dentro del automóvil, existía un silencio sepulcral, opacado por la voz del taxista pidiendo la dirección donde ir, ya no quedan muchos lugares donde, pensaron ambos.




Texto agregado el 05-01-2008, y leído por 2032 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
15-01-2010 Un muy buen cuento. La trama está perfecta y envuelve del cominezo. Cada capítulo aumenta la tensión y las ganas de seguir con la lectura. Gracias al quila por invitar a leer este cuento, está muy bueno y ojalá te animes a subir la continuación.- fafner
23-12-2009 Me parece muy bien hilvanada esta trama policial, atrapa desde el comienzo con sus detalles, con los personajes, y todo el misterio que lo circunda. La mezcla del mito del manuscrito con el torbellino en que se convierte la vida de Francisco, la encuentro estupenda, con esa precisión y suspenso de las historias policiales. Espero leer alguna vez la continuación, ya que lo que falta, creo, es conocer el desenlace; un texto así no merece tener apenas un comentario después de 1358 lecturas silenciosas. quilapan
 
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