A las 9 y media, me dijo Ana. Hace tanto calor que ahí en el club vamos a estar tranquilas, Alberto quiere que vengas, nos comemos un asadito y lo pasamos bien.
Cuarenta grados de sensación térmica y ni una hoja de árbol que se movía, yo me había pasado todo el día tirada en un colchón que había puesto en la sala, el único lugar con acondicionador de aire que hay en la casa, fresquita y casi como Dios me trajo al mundo. Pero a las ocho y media dije, ya es hora de ir a bañarme.
Salí de la sala y entré al horno. Perdón, entré a mi dormitorio, quise decir, y me metí en el baño. Claro que apagué el calefón previamente y me abalancé bajo la ducha para bañarme con agua fría pero ésta parecía que había sido puesta a hervir unas horas antes. Salí de la ducha luego de un rato, lógicamente después de cantar como siempre algún bolero de mi repertorio o algún chotis madrileño. Quería secarme pero era imposible, el agua salía por todos mis poros. Dejé secarme el cabello sólo con el calor del ambiente y el vientito del ventilador, me vestí, me maquillé y esperando que se hiciera la hora, volví a la sala para refrescarme. Por suerte ahora iría al club, allí estaría más fresco, me tomaría un vinito helado y descansaría del día agobiante que había tenido pensando en el calor que hacía afuera.
A las nueve y media en punto estaba en la puerta del club, entré y un cartel enorme con un FELIZ CUMPLE SUSY, parecía estar esperándome. Yo no me llamo Susy, me dije y tampoco es mi cumpleaños. Veremos.
Ya en el patio del club pude ver una larga mesa preparada para una fiesta, varios parlantes que a viva voz difundían cumbias de Los Palmeras y gente que susurraba ahí viene… ahí viene…Busqué enseguida mis documentos en la cartera para ver si mi segundo nombre era Susana, pero no, seguía llamándome Virginia. Por suerte a un costado, arrinconadita tímidamente, estaba la mesa donde Ana y Alberto me esperaban. Calmate querido, le decía Ana a Alberto que estaba rojo de furia pensando que se tendría que aguantar unos veinte chiquilines que querrían agasajar a Susy.
Ahí viene…volvieron a decir y todos comenzaron a cantar al unísono “que los cumplas feliz, que los cumplas feliz…” mientras la sorprendida Susy , que no cumpliría menos de 50 años, se agarraba la cabeza y decía “ Ay qué sorpresa! Ay qué sorpresa!”. Viste boluda? Le dijo una de las amigas, por eso todos te decíamos que no podíamos festejar esta noche. La Susy emocionada recibía regalitos mientras nosotros nos engullíamos unas ricas empanadas de esas que decimos que son para comer con las piernas abiertas porque se chorrean. El vino estaba caliente, igual que la soda y a cada rato teníamos que pedir hielo por favor…en eso, un leve airecito que parecía venir desde el Este hizo ademán de instalarse en el cumpleaños mientras un gordo que se había entusiasmado con las cumbias, transpiraba cerveza olvidándose del mundo y del calor insoportable.
Pero nosotros no podíamos olvidarlo, la música a todo volumen, la Susy que seguía gritando “qué sorpresa, qué sorpresa” , el gordo que ya empezaba a tambalear y la hielera que perdía agua, cuando queríamos ponerle un hielito al vino, ya estaban derretidos. Y eso que la encargada de atendernos nos había traído unos cubos de hielo que parecían bloques cortados de la Antártida y que el Albertito en un ataque de histeria había intentado cortar mientras Ana le volvía a decir, calmate querido…
Ni bien terminamos el asado huimos despavoridos de aquello que pretendíamos fuera una noche tranquila, claro que disimuladamente para que la Susy no nos pidiera un regalo.
Ya en al casa de Ana nos tomamos un champancito helado y cuando me agarró el sueño, partí rumbo a mi casa pensando pasar por la heladería y disfrutar de un súper y delicioso helado de limón. Pero al llegar a la esquina ansiada, un amontonamiento de gente con los tickets extendidos reclamando su helado, me hicieron cambiar de idea.
Apenas entré a casa, volví a prender el acondicionador de aire de la sala, tiré otra vez el colchón, me puse otra vez como Dios me trajo al mundo y apagué la luz. De pronto un ruidito extraño en el silencio de la noche me despertó. Presté atención. Al rato otra vez.
Cuando recordé que mi hija había dejado en el piso y cerca de mi colchón, el cráneo que usa para estudiar anatomía, salté como loca de mi improvisada cama, encendí la luz y salí disparando para meterme nuevamente en el horno, digo, en mi dormitorio.
La noche se hizo eterna.
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