La lectura era una de las pasiones de la anciana señora Micaela. Su inmensa biblioteca era la envidia de muchos, dada la gran variedad de títulos que contenía. Allí estaban las obras completas de los grandes clásicos y un vasto catálogo de los autores más importantes de la tierra.
Los malos vientos arrasaron con la economía de la solitaria dama, a tal punto que debió desprenderse de muchos de sus objetos y enseres para poder cumplir con los urgentes pagos. De este modo, se fueron un flamante piano vertical que había hecho las delicias de un tío pianista, una mesa antiquísima que había sido heredada de su abuela y que se rumoreaba que había pertenecido a Anibal Pinto, varias pinturas de autores desconocidos, ropa suficiente para cubrir las necesidades de una tienda de disfraces, ciertos jarrones de alguna dinastía china que no era la Ming y que pese a sus remiendos aún valían una fortuna. Las deudas crecían, empero y debieron ir a subasta unos antiguos camastros de algún lejano siglo y una cómoda en la cual, la tatarabuela de la anciana guardaba sus trajes de crinolina y sus amarillentas cartas de amor.
Llegó un momento en que ya no quedó nada para vender, salvo aquella gris casona de patios sombríos y la valiosa biblioteca que permanecía como un postrero bastión, en medio de la soledad perniciosa de esa amplia vivienda.
-¿Cuanto vale este tomo de El Quijote de la Mancha?
-Cincuenta mil dólares.
-Está loca…
-No. No lo estoy. Eso vale para mí.
¿En cuanto me deja este poemario de Neruda?
-Quince millones de dólares.
-¿Queeeee? ¿Perdió usted la razón?
-No. Lo que he perdido ha sido mi fortuna.
-Me llevo esta Divina Comedia. ¿Cuánto le debo?
-La vida. No se lo lleve…
Y así, sobrevalorando aquellos viejos tomos que, sin embargo, para ella representaban un tesoro incalculable, la vieja Micaela perdió su casona, sus enseres, su rutina, pero no su dignidad y su amor por aquellos antiguos compañeros de papel, que ahora la acompañan, arrumbados en múltiples cajas de cartón…
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