El esfuerzo creativo tiene que ser una de las cosas más angustiantes que hay. No existen certezas cuando se trata de la creación artística, cualquier medida para espolearla resulta tan efectiva como la de sacar el santo al campo para conjurar la lluvia.
A merced de no sé que arbitrario mecanismo cerebral, es fácil entender por qué a todo lo largo de la historia se ha considerado a la inspiración como algo externo al autor, un visitante caprichoso y liviano, una musa.
Mi caso es un claro ejemplo, suelo sentarme frente a la pantalla y obtener un bonito bronceado de rayos catódicos sin que algo remotamente original se escurra por mis dedos. Durante las horas que dura el trance, me convenzo de que no hay una sola neurona dentro de mi cabeza que sea capaz de conectarse a alguna otra de manera novedosa; las imagino como reses echadas rumiando con desgano, unas a pocos metros de las otras, dirigiéndose apáticas miradas. La repentina sacudida de una oreja como su más inspirado logro.
De pronto, sin aviso ni preludio, llega la iluminación en forma de un necio tábano salido de la nada. Su estruendoso batir de alas es de por sí incómodo para las botargas bovinas, pero el acabose llega cuando decide clavar su estilete en la más infeliz de ellas. Instalado firmemente como prendedor, vuelve loca a la neurona elegida; el primer reflejo de esta es dar furioso latigazo de cola que la libre del escozor. Fracasa rotundamente, en lugar de mejorar su situación individual, empeora la colectiva al contagiar su ordalía a alguna distraída vecina por la vía de un sendo azote en el hocico, la provocación se amplifica con cada victima sucesiva, los golpes de cola se convierten en coces y las coces en embestidas. Nada habrá de detener la reacción en cadena ahora.
Estando en vena, pueden pasar horas sin que yo repare en su sucesión, el tiempo entonces pierde importancia y el frenesí tipográfico baja el volumen a mi contacto con el mundo. Como cosa de brujería, una vez pasado el momento, cobro conciencia de mi mismo, sin pista de lo que ha pasado y sin entender de donde ha salido semejante embrollo de grafías.
Más difícil aún es tratar de aclarar los efectos permanentes que el episodio ha tenido en mi rebaño. Este es el punto en el que la analogía pierde coherencia, en vez de que el aprovechado moscardón se alimente de la neurona, sucede lo contrario; ella parece asimilar al intruso y quedar transformada por él. No volverá a ser la misma ni se relacionará con sus pares como lo hacía antes de la crisis. Quizás incluso reaccione de manera distinta al siguiente bicho que la ronde.
Lo que más me perturba es leer mis escritos y encontrarlos efectivamente divertidos, reflexivos o de algún modo notables (o que alguien más lo haga) y no atinar la explicación de como han logrado las aletargadas vacas salir con algo así. No hay respuesta, lo único que parece factible es que haya sido obra de la casualidad y que probablemente, el accidente no habrá de repetirse. Quedo entonces así, rascándome la cabeza sin entender como he sido capaz de convertirme en autor de cualquier cosa y convencido de nuevo de que aquello seguramente ha sido obra ya no de la casualidad sino de algún demonio, o musa, lo que esté más a la mano.
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