El bote
Cuatro cazoneras naufragan atrapadas por un temporal ahí nomás una vez pasada la barra del río Negro, de este río que corta la patagonia norte y termina en el mar entre bancos de arena y aguas pardas, traicioneras. Casi treinta ahogados, casi treinta tragados por el mar.
Para siempre.
Ese fue el final de la flota cazonera, no volvieron a salir. Los tripulantes de las lanchas que le ganaron a las aguas no se embarcaron nuevamente, cambiaron de oficio.
Se terminó esa tarde el negocio del aceite de hígado y los dolientes, ahora, vuelven cada septiembre a este lugar de la costa. Arrojan flores al agua y lloran sus muertos.
Y el mar siguió igual, del mismo color, con el mismo sonido.
- Vos no te creas que la vida es solo cosas concretas…, la vida también es lo que uno piensa…
Si, ya lo creo le decía yo, todo ese tiempo que se está en silencio. Y el asentía subiendo y bajando el mentón, apenas.
Le pedí una ginebra buscando enjuagarme lo que sentía en la boca y el Flaco tardó en servirla, tardó y miraba ese lugar del horizonte que pasa como una línea por la ventana, donde en el fondo crecía la mancha oscura de una tormenta.
No vale la pena sufrir por alguien, el pasar de los días es solo una pesadilla y nosotros nos movemos adentro, dije.
Después alejó la botella y entre los dos solo quedo el mostrador, la copita de ginebra y nuestro silencio.
Sobre la bordaleza esconde el cuello entre las plumas y duerme la gaviota que el bolichero crío guacha desde que era un pichoncito.
Le acerque una mano al pico buscando enojarla y el ave me tiro un picotón, abrió las alas, después saltó desde el lugar donde dormía y en un corto vuelo llegó hasta la puerta, y salió de las sombras del bar caminando hacia la playa a donde el sol pega a pique.
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Una brisa helada enfermó la tarde.
Castigó en mi cara y mostró que desde el Sur volando sobre el agua estaba el viento.
- ¡Mirá…!
Me dice Ibarrita y apunta con el dedo hacia el agua, señala la costa de enfrente donde los médanos avanzan mar adentro y está la baliza.
El sol que huye brilla en la arena y en los pajonales, y se refleja en algo blanco que el mar trae empujando hacia la costa.
El llegar de las olas más grandes lo sacan a la superficie y ahí es cuando resplandece. Parece una madera. Mi acompañante respira resoplando y se mete en el agua agrandando los pasos hacia el lugar que marca su brazo extendido.
No parpadea y sigue con un movimiento de su cabeza el subir y bajar del oleaje.
Al rato, una ola enorme lo saca hasta que toca el fondo de arena y vemos que es un bote. Esperamos con paciencia a que el mar lo tire, golpe a golpe, más afuera para intentar buscarlo.
Lleva pintado un nombre, Cayetana.
Busque el zaino para que cinche y con unos cabos lo sacamos de tiro cuando el agua me daba a la cintura, el loquito hacia equilibrio arriba de las maderas medio podridas de la proa, abriendo los brazos y sonriendo.
El bote después quedó en la playa, tirado, como un muerto reciente.
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Ya entrada la noche en el negocio del Flaco se llenó la mesa grande del centro, se acercaron sillas, se dio bomba al farol. El aire del boliche olía a carne asándose y a humo de leña encendida.
Y eso llama a tomar.
Después el ambiente se fue poblando de voces, graves voces entrecortadas por el viento que a veces se podían oír desde la playa y llegaban hasta el agua como gritos.
El hombre de pelo blanco servía los vasos con la siempre cuidada maniobra de su mano, el líquido oscuro los completaba hasta la mitad, sin golpear el vidrio. Era vino. Negro vino.
De reojo mira como la llamas queman la leña y como la carne gotea sobre las brasas.
Gasta alguna pitada en sostener los ojos fijos en las llamas.
Desde la playa la luz de las ventanas es el único brillo humano entre los médanos. Una referencia. El cielo duerme tras nubes espesas, sin mostrar estrellas.
A unos metros de la puerta, sentado en silencio sobre una cubierta de caucho, de espaldas a las luces que apenas avanzan en la arena, está Ibarrita. De cara al mar.
El mar no se ve, si se siente su rugido.
Ibarrita mantiene los ojos fijos en la oscuridad, y la gaviota duerme en uno de los bolsillos de su saco enorme, el saco mugriento que es su refugio en las noches.
Duerme tranquila, junto a él no siente peligro ni es arisca.
- Cantá algo Uruguayo...
Y alguien acerca una guitarra a la mesa y me la deja pegada al pecho, después mi mano izquierda acomoda los dedos en un tono y la hábil puntea, en la voz me sale el canto.
Largo sol de la escollera/enfermo se oscurecía/cuando murió Pepe Matta/ alias el Pepe Corvina.
Navegaba pescador/el timón a la deriva/la nave nunca volvió/la nave no volvería.
Al muchacho sentado fuera del boliche –que mira la noche cuando cubre el océano-, la risa eterna de su cara se le exagera y los ojos le brillan con asombro cuando ve esa sombra que sale del ruido de las olas y se hace más grande.
Se agranda y torpe camina, camina hacia él, hacia el boliche y en silencio, sin dejar huellas que marquen la arena que pisa, cruza frente a Ibarrita y entra al bar del Flaco.
Y adentro es solo otra sombra que se mezcla entre quienes rodean la mesa grande y concurrida.
Una sombra lo buscó/bajo la luna amarilla/y se perdió más allá/de la noche sumergida.
Adiós Pepe pescador/ballenero fugitivo/tatuado en la soledad/anclado en el paraíso.
Y en silencio también, escuchan el último rasguear de la bordona y festejan el final con algún aplauso, algún golpe con la mano abierta sobre la mesa o empinando lo que les queda en los vasos.
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- Solo él ve los fantasmas que salen del mar, por eso las historias comienzan con él…, con lo que él dice.
Por eso ríe, pienso.
Por eso quizá, anoche lo vi al loquito en los restos del bote abandonado hablando solo tras su sonrisa, pero como si lo hiciera con alguien.
El rumor del mar avanza por la arena y me rodea, y es un viento frío.
(2008)
Los versos que interpuse son del poema "Pepe Corvina" de Enrique Estrázulas
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