Yo le debía dos millones al viejo Lituma. El prestaba plata al 10 por ciento. Por supuesto que era ilegal. Pero yo consiente de aquello igual fui su último cliente. El último porque el viejo Lituma murió hace dos meses. Era sólo. No tenía hijos, ni mujer, ni ascendencia. Dicen que para dedicarse con éxito a ese tipo de negocios había que ser sólo, ya que con el tipo de gente que se trata en ese ambiente se pone en riesgo la integridad de los parientes. De hecho al viejo le mataron dos perros en venganza.
Tocaron mi puerta por primera vez en años hace dos días. El hombre que me buscaba no vio el timbre. Me dijo que era el brazo derecho del viejo Lituma, su primo y además el sucesor de todos sus bienes. Me dio una semana como plazo para pagar la deuda y de paso aprovechó de amenazarme con la muerte de mi mujer, de mis hijos, con quemar la casa, el auto y todo lo que tengo, uno por cada día de mora.
Pensé en pedir ayuda a mi abuelo, porque a mi padre nunca lo conocí y mi madre era pobre. Además el abuelo siempre tenía una respuesta para todo. Si te dolían los oídos debían meterte un cucurucho de papel de diario en la oreja respectiva y prender fuego en la contrapunta. Si un hijo salía medio maricón había que patearlo hasta que se le pasara. La resaca después de una borrachera se quitaba con un corto del mismo licor causante del malestar “hay que mejorarse con lo mismo” solía decir. Pero el abuelo no era una opción. Ya había muerto.
Fui donde un amigo abogado y me dijo que podía denunciar al sujeto por los delitos de amenaza y usura. Incluso hasta asociación ilícita. Terminó su discurso charlatán aconsejándome reflexionar acerca de las represalias que podría ocasionar una posible demanda, agregando que el tenía demasiado trabajo para tomar mi caso.
Así pasaban rápidamente los días y la solución no llegaba. No podía pedir créditos bancarios, ya que todavía estaba pagando el auto. La casa era arrendada. Me olvidé de una posible hipoteca.
Lo más lógico era robar un negocio. Quizás el de la esquina. Pero con suerte recaudaría una décima parte de la deuda que necesitaba cubrir y robar diez negocios era arriesgado. Muy arriesgado.
Vi en la tele un reportaje de hombres prostitutos que ganaban mucho dinero. La idea duró hasta que me mire en el espejo.
Era fines de Noviembre. Mi mente criminal para algunos, enajenada para otros y meramente instrumental para mí, me llevó a concluir que lo más óptimo era robar un banco, aprovechando que era época de teletón y que la gente repletaba de dinero cada sucursal. Además podía hacerlo de noche. A las tres de la mañana fui al local del centro, pistola en un bolsillo y en el otro un pasamontañas. Me fumé tres cigarros antes de decidirme definitivamente a atracar el establecimiento. Caminé hacia la entrada y un foco hipnotizante me embistió. De la nada apareció un hombre de voz radiofónica y me puso un micrófono para que saludara a mi familia y diera algún mensaje que motivara a los papás a ir al banco. Pensé en que estaba completamente cagado, en que el hombre que me entrevistaba era un machista de mierda y en que no se me fuera a notar el arma de mi bolsillo. Las cámaras me acompañaron hasta una caja a depositar mis últimas dos lucas. Me fui a casa con globos, escarapelas y sin un peso.
El día llegó. Iba a enfrentarme al usurero. El o yo y mi pistola. Las consecuencias no importaban. Tocaron la puerta. Era el hombre vestido con traje de gángster. Antes de que dijera nada le disparé. Cayó al suelo y un librito se desprendió de su mano derecha y me dijo “Esta es mi redención hermano. Aleluya al señor Jesucristo. Perdone por todo hermano. ¡Aleluya, aleluya, aleluya!
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