Se dice en mi pueblo desde hace ya muchos años que hay diferentes espíritus errantes en distintas parte de la región de los llanos. Ellos están destinados a vivir con sed de venganza y tormento. Ya sea para hacer recapacitar a la gente de actos tontos y equivocados que ellos también incurrieron. Por lo que se verán en la necesidad de corregir las faltas de aquellos que ellos llaman: "los seres pecaminosos", nosotros los humanos, con el fin de guiarnos por la senda de lo correcto. Valiendose del infundio de un estratificado miedo, que no es otro que a lo desconocido. O, mucho peor, al miedo de lo que sí conocemos pero deseamos olvidar. O ya sea para quitar una vida más que habrá que llorar, pues seguramente el escarmiento no fue lo suficiente, y aquel monstruo que más tememos nos habrá de juzgar no por otra razón inverosímil que el malsano olor que expelan los hombres. Y que lo huelen por sus narices putrefactas, capaces de sentir y percibir, en las venas del aparente inocente, la corrupción que ha caído en las sombras oscuras de la noche, donde no hay vuelta atrás.
Signo y dualidad parece ser lo único que podrán estos seres sentir mientras llegué el último día en que serán jugados por los actos tan infames que han podido llevar en la vida.
Ciertamente, a veces hay que creer que, sí, existen estas criaturas. Sí es que así las puedo llamar. No por tradición popular. Ni por parecerse a un simple medio de entretenimiento de las gentes mayores con el propósito de infundir en los pequeños de la casa un temor injustificado, productor de risas y complacencia para los adultos. Y se los puedo asegurar yo, que un 25 de mayo de 1983 escuché un silbido agudo por un camino en el llano de mi Venezuela natal, y por no reparar en aquellas estupideces y retoriedades de la vida, ahora no soy más que algo insustancial que vago en la mente de los cuentistas.
Daniel Gutiérrez Carrasco
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