Desperté, lo mire, sabia que era la última vez que lo haría, estaba tan tranquilo, dormía como si nada hubiese pasado; yo en cambio no pegue pestaña en toda la noche, después de esa conversación yo sabia que nada iba a ser igual, por eso la prolongue lo más que pude, luego lo bese como nunca, mis manos lo acariciaron hasta el cansancio y nuestros cuerpos se juntaron como tantas veces lo habían hecho, se durmió en mis brazos y llore en silencio.

Me deslice suavemente para no interrumpir su sueño y me di un baño para refrescar mi mente y mi alma; luego lo bese cariñosamente en la frente y abrió sus ojos tristes, que hoy tenían un brillo infantil. Esa tarde había sido especial, habíamos ido al muelle, nos encantaba el muelle y esos vendedores de chuchearías, compramos una postal antigua para cada uno y tomamos jugo de piña con helado, me invito al estadio, pero no nos alcanzaba el dinero así que fuimos a la casa a ver una película.

Se levanto rápidamente se ducho, se puso su terno, con la corbata azul, su favorita, esa que yo le había regalado, tomo su maletín, me apretó fuerte la mano y bajamos por el cerro al rodoviario.

Compro el pasaje y en cinco minutos partía su bus, ese que lo llevaría a Santiago y lo alejaría para siempre de mí. Como prolongar esos cinco minutos eternamente, como hacer de esa despedida una vida, como decirle que era lo más importante para mi, pero a la vez, como perdonar su engaño. Fui tan cobarde que ni siquiera pude decirle que lo sabía todo, pero ahora que más da.

Después de esa calida mañana de septiembre nunca volvió, recogí religiosamente sus pertenencias y las deposite en una gran caja que cerré herméticamente, dejando solo sus libros afuera, los cuales en su mayoría eran de escritores rusos.

No quise buscarlo, ni averiguar de él y hoy que me cambio de esta casa que compartimos por tanto tiempo, dejo la caja cerrada herméticamente, como tratando de dejar su recuerdo también allí.