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Juan había comido demasiado y lo sabía. Aquella noche creyó que una losa atrapaba su pecho mientras dormía. Se despertó bañado en sudor y comprobó que no había sido un sueño, la losa seguía presionando su pecho, y en seguida lo supo. Demasiado tabaco, demasiado peso ; sospechaba que algún día pasaría y por eso no dudó en marcar el número de emergencias.
En cinco minutos oyó el chirriante sonido de una sirena, y unas luces iluminaron la calle. Segundos más tardes, tres personas con uniformes reflectantes entraban a su habitación a toda prisa. Preguntas apresuradas, y en seguida notó el áspero latex de los guantes rozando su piel. Notó como le rasuraban a toda prisa el pecho y como su cuerpo se cubría de cables conectados a una máquina. Minutos más tarde notaba una aguja clavándose en su brazo y cómo lo montaban en una camilla. El dolor ya era insoportable. Una mascarilla tapaba su boca, y la llenaba de un aire frío.
La rigidez le atenazada, apenas podía moverse; presa de un pánico irracional tan solo era capaz de mover los ojos de un lado a otro.
Luz blanca en la ambulancia y chirriar de sirenas. Frenazo que indicaba la llegada al hospital. Notaba cómo la camila volaba por un largo pasillo: miradas entre curiosas y asustadas de los que esperaban en la puerta del hospital.
Por el pasillo Juan oye voces, y nota cómo lo pasan a una sala llena de aparatos, llega mucha gente, nota como pululan a su alrededor, más cables, oye como el médico de la ambulancia habla acerca de su caso a otro médico. Una máquina junto a su cabeza no para de marcar sus latidos, hiriéndole los tímpanos. El pánico ya es irresistible. Juan lo intuye, lo sabe, lo ha oido todo: se está muriendo. No mueve ni un músculo, no puede moverse, tan solo gira sus globos oculares de un lado a otro. Alguien le grita algo a su lado: - ¡Abuelo! ¿es usted alérgico a algo?. No puede responder.
Más latex sobre su piel, más cables, más pinchazos, esta vez en el abdomen. Le dan unos comprimidos, un puñado de pastillas que le hacen vomitar casi inmediato.
El pánico se convierte en terror, nota su corazón golpeando con furia en el pecho, intuye la muerte, piensa en sus hijos, en sus nietos, en su mujer: más dolor , más terror.
De pronto nota una mano suave y cálida en su hombro. Alguien le está acariciando el hombro. Juan gira la cabeza y ve una cara amable y serena que le sonríe con tranquilidad. Un voz cálida y pausada le llama por su nombre y le dice que no se preocupe, que todo está bajo control. La voces ya están más lejos y Juan se centra en aquella voz cálida y suave que le explica que ha tenido un problema con su corazón, que lo van a curar y que su familia está fuera esperando, tranquila e informada. Juan se relaja, la rigidez va cediendo, y la losa sobre su pecho se va levantando.
Dos semanas más tarde Juan abandonaba el hospital por su propio pie. Le dijeron que estaba vivo gracias a la rapidez del sistema sanitario, gracias a la tecnología de aquel hospital, gracias a unas inyecciones que valían miles de euros. Juan nunca lo negó, pero estaba absolutamente seguro de que sin esa voz amable, esa caricia en el hombro y esa sonrisa serena, aquella habría sido su última noche.

Salvador pendon fernandez
megasalva@hotmail.com

Texto agregado el 02-01-2008, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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