Pídeme algo. Estoy aquí. No puedes verme pero estoy contigo. Sonríe otra vez y no podré evitar sentir la tentación de…
Llevo mucho tiempo escuchándote, demasiado tiempo observándote. No importa mucho lo que digas o lo que hagas, no es importante y eso, eso ya lo es todo. No pareces ser en exceso consciente de tu presencia. Estás aquí. Conversas afablemente con tus amigas. Desde aquí no puedo comprender lo que decís. Ojala pudiera escuchar todas y cada una de las palabras que decís, sobre todo porque muchas de ellas parecen pronunciadas con desinterés, no parece haber nadie que lleve la voz cantante, que haga prevalecer su discurso, y eso, eso es algo bueno, muy bueno. Nada parece exclamado en vano. Nada parece superfluo.
Confundo, es cierto, algunas de tus palabras - palabras que apenas escucho - con las palabras bajitas de la música en inglés que, muy bajita, acompaña a los solitarios como yo, pero también os permite hablar a quienes queréis y podéis hacerlo. Saco con disimulo el diccionario de sinónimos del bolsillo de mi americana y busco “palabra”: vocablo, voz, término, expresión, dicho, representación, locución... ¡La mitad de ellas no me sirven! ¡Quién pudiera hablar así! ¡Quién pudiera concentrarse y decir algo que merezca la pena, decir locución en voz alta, a gritos! ¡LOCUCION! Yo no podría, y la música siempre me despista.
Y es una casualidad que suene esta música, pero es así. Son cosas que pasan, esas casualidades. Dos voces, una masculina y otra femenina, nos aseguran, en inglés, que el mundo es una gran cebolla. Y tú, esos ojos tan grandes, esas muñecas por las que se deslizan unas pulseras a punto de escurrirse y acabar sobre la sucia moqueta, esos tobillos como tornillos de precisión, tú, como quien no quiere la cosa, sin timidez alguna, proclamas ante el desinterés, o la incomprensión, de tus amigas: “Esta canción de Marvin Gaye me encanta”. ¡Te encanta! Registro esta frase y la hago fundirse con la música. Me gusta. Me gusta que te guste. ¡Ya tenemos algo en común!. Además, no has utilizado el ya habitual y desagradable tono pijo del “mencanta”. Y es bueno enterarse de que lo sabes, que sabes que es Marvin Gaye quien canta esta canción tan bien como siempre. ¿Con quien? ¿Con Tami Terrell? No estoy seguro, no lo tengo claro. ¿Te fue difícil asumir su muerte, la de Marvin? A mí esta “Onion song” me trae muy buenos recuerdos. ¿Y a ti?
En tu asiento de segunda fila, sin poder hacerte un sitio entre dos espaldas, amarilla y granate, jersey y chaqueta, llevas el ritmo con el pie derecho, las yemas de tus dedos sobre tu ajada pantorrilla vaquera. “El mundo es una gran cebolla, sí, y no me importa si esta es la cara que la gente quiere llevar”. Las de tus amigas, enrojecidas de tanta carcajada, humo y alcohol, sonríen con prudencia antes de festejar a base de estruendosas risas alguna desafortunada ocurrencia más bien procaz. Se han dado cuenta. Creo que alguna de ellas ha hecho un comentario sobre mi educada pero descarada y evidente intromisión. No sé que hacer. Es probable que intente desaparecer. Siempre tiendo a desaparecer. Pero no puedo hacerlo, o no me interesa. Quiero hablar con alguien, contarle mi vida. Quiero dejar de hablar conmigo mismo. No me importaría nada que, por primera vez, alguien me escuchara, sólo un par de segundos, un par de minutos.
- Esta si que es buenísima- dices, en superlativo, para tararear después el estribillo, canturreando un desafinado “that’s my home” que termina mezclándose con el comienzo del siguiente tema. “¿Qué disco será este?” te preguntas.
Yo podría responderte sin necesidad de que te levantes, te acerques a la barra, y le preguntes al hombre barra “¿Qué disco es este?”.
El hombre barra lee despreocupado las páginas amarillas. Un grifo gotea y las lucecitas del ecualizador centellean al ritmo de la música.
- Es una cinta- te dice. - Es del jefe.
Pero yo tengo el disco, tengo una copia en mi casa. Hazme una pregunta y te responderé lo que quieres saber. El no sabe responder lo que tú no sabes pero yo sí sé. Impaciente, dispuesto a lanzarme al vacío, he derramado parte de la espumosa cerveza. Creo que es mejor cambiar de lugar, avanzar una casilla. De la barra hasta esta estratégica esquina, un camino de gotas puntos suspensivos recorre la desgastada moqueta. Mi teatral soledad me delata. Todos me siguen, sus inquietantes miradas me persiguen. Son unos curiosos, ¡cotillas!, pero yo me desplazo porque tengo una misión que cumplir. Te lo voy a decir, sabes, te voy a decir el nombre del disco, lo que el hombre barra no sabe o sí sabe pero no quiere molestarse en contarte porque, entre otras cosas, si te lo dice tú te vas a poner pesada y... Y tú no le interesas. Probablemente tenga dos o tres novias rubias porque él es corpulento y con perilla. Y yo no trabajo aquí, soy torpe, tímido, hablo mucho, muchísimo... Marvin Gaye... 18 Greatest Hits... Así de sencillo.
- No tengo ni idea de cual es el título - repite el hombre barra. - Es una cinta. Se la han grabado al dueño.
Me muevo. Cambio de lugar.
En ese preciso momento la música calla, el aparato duda en hacer sonar la otra cara, suena un “clic” y la cinta vuelve al principio. De hecho, se escuchan los primeros compases del “Can I get a witness? I need a witness!” Yo soy tu testigo. ¡Mírame! ¡Pídeme algo! Acércate, sí, desliza tu silla hacia atrás para que una recién llegada muy bien decorada se introduzca en el círculo. Ya casi estoy detrás de ti, así, de casualidad, como quien no quiere la cosa. Si me siento en la siguiente mesa rozaré casi tu espalda. ¿Una excusa? Espera tal vez a que algo inesperado ocurra, un torpe codazo a la cerveza, sacudir con discreción la espuma del codo desgastado de mi chaqueta azul... Me muevo. Me deslizo. Ya casi he llegado a mi destino. Llamo la atención. Mi discreción se convierte en extravagancia. Todos me miran. Todas os reís de mí. Sois demasiadas mujeres juntas. No os intereso. Os incomodo. Me acerco demasiado. Me sonríes. Giras bruscamente y tu larga copa anaranjada cae al suelo. Has dado un codazo a tu copa. Ahora se ríen de ti. Luego se muestran comprensivas. Yo también. Y también el hombre barra, antes de que acabemos todos con su cristalería.
Me acerco con un Klinex, dispuesto a reparar el siniestro.
- ¡Ups! -digo.- Grandes Éxitos... bueno, no,... dieciocho grandes éxitos.
Me miras de arriba a abajo y respondes con divertida desfachatez.
- Perdona, pero no he oído lo que has dicho
Aceptas el Klinex y lo encestas en el cenicero por encima de la barrera de espaldas.
- Sé lo que quieres saber y no has conseguido saber porque no te lo han dicho cuando lo has preguntado... Bueno... Eh...
¡La hemos hecho buena!
- Grandes Éxitos. El disco es de Marvin Gaye y se llama dieciocho grandes éxitos.
No sé si te ríes de mí, conmigo, o de ti misma. Pero te ríes junto a mí, te ríes y me convenzo de que he triunfado. ¡Es un gran éxito!
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