Si tenía que bajar a la ciudad, prefería hacerlo a aquellas horas. Entre las tres y las cinco de la tarde el centro comercial estaba casi desierto y no había que soportar aparcamientos abarrotados, interminables colas en caja, llantos de niños.
Al pasar por el anuncio del parque acuático siempre se fijaba en el delfín, esta vez también lo hizo y comprobó con sorpresa cómo el viento de los últimos días le había roto el pico y el papel despegado de la foto dibujaba un rastro rojizo sobre la cara del animal. Mientras conducía, Teresa no podía evitar sentir claustrofobia al imaginarlo dando vueltas en la pequeña piscina gris donde pasaría la noche hasta el espectáculo de la mañana siguiente, diseñado para que los niños desarrollaran el amor a los animales. Pensaba que el delfín añoraría entonces las interminables llanuras subacuaticas recorridas en los juegos alegres y azules y verdes y risas de su manada.
Un chirrido neumático y un claxon furioso la sacaron del océano plantándola de nuevo en la carretera. Acababa de saltarse un stop. Teresa vio un delfín atravesando el parabrisas delantero del coche con la cara ensangrentada. Pero fue sólo un instante, las décimas de segundo que tardó en recobrar la conciencia de la situación.
En el aparcamiento, dejó el coche cerca de un contenedor de basura que estaba repleto. Algunas de las bolsas negras habían caído al suelo, un perro hurgaba en una de ellas. La bolsa rota mostraba sus entrañas de salsa de tomate y carne en la que se movían retorciéndose nerviosas, cientos de minúsculas larvas blancas. Teresa no miró más. Tenía pensado comer antes de hacer la compra y aquello no le iba a abrir el apetito.
El self-service estaba justo a la entrada del centro comercial. A aquellas horas los empleados empezaban a retirar los platos de las vitrinas. No podía demorarse demasiado así que eligió una ensalada de palitos de mar (una mentira, pensó Teresa, una mentira que se come) y un filete de mero con guisantes y patatas, porque le recordó a un amigo y lo sintió más verdadero. Macedonia de postre.
Al llegar a caja, observa al matrimonio con niño que está delante de ella. Son jóvenes los dos. Él viste camiseta sin mangas, ceñida a tardes de gimnasio, ella también se ciñe a algo y habla por el móvil - Que el cumpleaños lo vamos a celebrar en Mchostias, si, habrá pizza...-
La cajera, gruesa capa de maquillaje y cejas de fina perfección geométrica, les sonríe y les cobra. Exactamente con la misma sonrisa, cobra también a Teresa, que observa cómo la dependienta, en realidad, no sonríe a nadie, no ve a nadie y habita en un mundo hermético que empieza justo detrás del maquillaje.
Con la bandeja en las manos, echa un vistazo al salón del autoservicio, es grande y está prácticamente vacío. Además del joven matrimonio ceñido, sólo hay una familia gorda sentada en una mesa en el centro. Miran a Teresa cuando esta pasa a su lado, pero no hacen nada más, no hablan entre si, no están comiendo, ni tienen delante restos de un almuerzo recién terminado. Sólo están allí sentados y miran. Gorda la madre, gordo el padre y la niña gorda, muy quietecitos, como ocupados solo en mantenerse en sus sillas sin caer rodando hacia un lado.
Teresa elige una mesa al fondo, al lado de la ventana de cristales translúcidos a través de los cuales se escapa una luz artificial, como de fluorescente. Una ventana que no da a ninguna parte, que no es ventana, que también es de mentira.
Desde allí, se ve el escaparate de la tienda de animales que hay frente al selfservice y el estómago se le cierra un poco más a la vista de los cachorros al otro lado del cristal, dentro de aquellos cajones de menos de un metro cuadrado. Un cachorro, que es todo brío, energía, movimiento, alegría de estar vivo, que debería serlo. Mira a uno de ellos. Tiene su cabeza enterrada entre los jirones de papel de periódico que hay en el suelo y el pelo sucio y apagado. Parece un trapo que alguien haya olvidado allí. Y mira, mira qué bonitos los perritos, mira ese dormidito. Dormidito no, señora, drogadito, lo que está es drogadito, a ver si no quién aguanta ese encierro un día después de otro. Drogadito, como se lo han traído de Rumania o de algún otro país del Este en contenedores sin aire para que el listo de la tienda se forre a costa de la pena que le dará a usted que se llevará el cachorrito a casa para que a su hijo se le muera en los brazos a los quince días de parvovirosis porque el de la tienda estaba compinchado con un veterinario sin escrúpulos que parecía que si pero que no le puso ninguna vacuna y mira, mira qué lindos los perritos tan dormiditos. Y venga ya, Teresa, no te vas a poner ahora a sufrir por los perritos cuando el mundo está lleno de hombres y de mujeres que duermen reventaditos y presos en menos de un metro cuadrado, después de las palizas recibidas por no haber cerrado sus bocas chiquititas con las que gritaron verdades como puños.
-¿QUÉ POR QUÉ TE HAS HECHO PIPÍ, EH? ¿POR QUÉ TE HAS HECHO PIPÍ?- El padre ceñido ha llevado a su hijo hasta una silla, lo ha sentado allí, se ha agachado hasta que su cara grande ha quedado frente a la del niño. Entonces le ha gritado con una boca en la que cabe toda la cabeza del pequeño, que asustado, se rasca el pelo y mira hacia otra parte (¿quién puede pensar dentro de una boca de esas?). La madre, enfrente, calla.
Teresa mira al mero con guisantes. En ese momento hubiera dejado el tenedor en el plato, hubiera apartado un poco su silla, se hubiera levantado, hubiera recorrido la distancia necesaria para llegar hasta donde estaba el padre de la camiseta y le hubiera dado un guantazo mientras le gritaba-¿ES QUE NO VE QUE NO LOSABE? ¿ES QUE NO VE QUE NO SABE PORQUÉ COÑO SE HA HECHO PIPÍ, GILIPOLLAS? Se estaría acordando de la última vez que usted le gritó así.
Pero no hace nada, sigue allí mirando a su mero y a sus guisantes. Mientras, el padre se levanta y se va, la madre se levanta también y coge al niño de la mano, que anda con las piernecitas un poco separadas porque un pequeña mancha de pipí le moja sus pantalones rojos, una pequeña mancha que nadie habría visto si su padre no hubiera gritado aquello a los cuatro vientos.
Una mujer rubia sin sonrisa recoge las bandejas de las mesas. Teresa no puede terminar el mero. Prueba con la macedonia. Sabe a perfume. No hay nadie en el salón, la familia gorda ya no está. Ella también se levanta y se va.
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